No sobran las palabras

Me he acordado de que siempre dices que la gente no cambia, que el carácter permanece a través de los años, cuando ella, un poco confusa, miraba fotos antiguas.

Somos quienes dicen que somos. Sin saber bien por qué, damos un extra de crédito a lo que los demás nos cuentan de alguien, y superponemos ese crédito del contador sobre el del afectado. Incluso, por encima del nuestro. Así, dependemos de quienes tenemos al lado.

Puedes ser gordo o sensible, según sea el color del cristal con que te miran los que te rodean. Obsesiva o alegre, inteligente o feo, buen anfitrión o maniático, todo depende siempre de cómo te ven los demás. La fama nos precede, llega mucho antes que el corazón. Pertenecemos al imaginario colectivo con más fuerza que a los sueños de alguien en particular.

La película que alguien querido te recomienda te parece buena, ya vas predispuesto. Hay un algo de anticipación, otro algo de afecto, sobre la historia que sucede en la pantalla. Quizás te reconoces en el lado contrario y eso ya es suficiente mérito para el arte.

Ella ya lo sabía. Ya conocía todas las manías que después mataron el afecto. Luego aparecen por sorpresa y parece que nunca estuvieron ahí. Pero sí, saltaban a la vista y nos las sabíamos de memoria.

Pero no sabemos calcular el desgaste, no conseguimos entender lo que nos ocurre cuando se domestica el estupor. No ajustamos bien las cuentas que se establecen entre las felicidades pasajeras y el martillo pilón de la rutina.

En el fondo, es que sólo creemos merecer lo bueno. Lo malo siempre es culpa de otros. Y que todo cansa. Y cansa del todo.

Eso que hace que nos amemos, se irá diluyendo entre los capítulos de la novela en la que estamos de prestado. Y aquello por lo que nos odiaremos, ya lo hemos conocido. No hay sorpresas que esperar, excepto la de cuando pesará más el otro lado de la balanza.

Si miramos el final, no vale la pena empezar nada. Aunque, si no se tiene nada empezado, la vida nos pasa por encima.

Queda la palabra. Nunca sobran, pero no bastan.

EL PORQUÉ DE LAS PALABRAS
No tuve amor a las palabras;
si las usé con desnudez, si sufrí en esa busca,
fue por necesidad de no perder la vida,
y envejecer con algo de memoria
y alguna claridad.

Así uní las palabras para quemar la noche,
hacer un falso día hermoso,
y pude conocer que era la soledad el centro de este mundo.

Y sólo atesoré miseria,
suspendido el placer para experimentar una desdicha nueva,
besé en todos los labios posada la ceniza,
y fui capaz de amar la cobardía porque era fiel y era digna
del hombre.

Hay en mi tosca taza un divino licor
que apuro y que renuevo;
desasosiega, y es
remordimiento;
tengo por concubina a la virtud.

No tuve amor a las palabras,
¿cómo tener amor a vagos signos
cuyo desvelamiento era tan sólo
despertar la piedad del hombre para consigo mismo?
En el aprendizaje del oficio se logran resultados:
llegué a saber que era idéntico el peso del acto que resulta de
lenta reflexión y el gratuito,
y es fácil desprenderse de la vida, o no estimarla,
pues es en la desdicha tan valiosa como en la misma dicha.


Debí amar las palabras;
por ellas comparé, con cualquier dimensión del mundo externo:
el mar, el firmamento,
un goce o un dolor que al instante morían;
y en ellas alcancé la raíz tenebrosa de la vida.

Cree el hombre que nada es superior al hombre mismo:
ni la mayor miseria, ni la mayor grandeza de los mundos,
pues todo lo contiene su deseo.

Las palabras separan de las cosas
la luz que cae en ellas y la cáscara extinta,
y recogen los velos de la sombra
en la noche y los huecos;
mas no supieron separar la lágrima y la risa,
pues eran una sola verdad,
y valieron igual sonrisa, indiferencia.

Todo son gestos, muertes, son residuos.

Mirad al sigiloso ladrón de las palabras,
repta en la noche fosca,
abre su boca seca, y está mudo.

(Francisco Brines)

Historia mínima

Puede torcerse la noche
y quedarse enredada en tu pierna
mientras sueñas y no vives
y hace frío y calor al mismo tiempo.

Algunos «buenos días», luego,
son capaces de curar la artrosis
o edificar un día memorable
desde los cimientos de la palabra.

Pero por desgracia
también acechan turbiamente
los «lo siento» que anuncian
que ya nada volverá a ser
como era antes.

Todo tiene consecuencias,
no en vano cada causa origina
un remolino en el agua,
todo vendrá sucesivo,
poco a poco desatado,
como una historia mínima
que se extingue,
se deshace
y se acaba.

CUANDO YO SOY AUN LA VIDA
La vida me rodea, como en aquellos años
ya perdidos, con el mismo esplendor
de un mundo eterno. La rosa cuchillada
de la mar, las derribadas luces
de los huertos, fragor de las palomas
en el aire, la vida en torno a mí,
cuando yo aún soy la vida.

Con el mismo esplendor, y envejecidos ojos,
y un amor fatigado.

¿Cuál será la esperanza? Vivir aún;
y amar, mientras se agota el corazón,
un mundo fiel, aunque perecedero.

Amar el sueño roto de la vida
y, aunque no pudo ser, no maldecir
aquel antiguo engaño de lo eterno.

Y el pecho se consuela, porque sabe
que el mundo pudo ser una bella verdad.

(Francisco Brines)

Ensayo y error

Te acordarás enseguida, porque la memoria
es un tigre acorralado por el tiempo,
que de los aciertos y de las rimas
ya no te queda ni rastro;
si acaso,
un color indistinguible en las tardes aburridas,
una luz avejentada y estática sobre los pájaros.

En cada error estuvo el bronce
de lo que fuimos. La mano
que nos va esculpiendo a golpes
siempre empuña el espasmo,
el afilado borde que tiene
todo aquello que no hicimos.

Pero si te fijas, las flechas
que no dieron en el blanco,
las notas desafinadas en la partitura,
los borrones que se esconden
en la cara oculta de cada página,
son la brújula que nos ahuyenta
hacia el siguiente naufragio,
hacia el próximo huracán.

Hay que desenvainar el futuro,
sin medir la altura de la vida
por la que se transita,
y abrirse paso por el mundo,
con más temor de olvido que de fracaso,
pues sólo hay un error terrible,
una única e inexorable equivocación última:
esa que ya nadie, entonces,
sabrá perdonarnos.

LA PIEDAD DEL TIEMPO
¿En qué oscuro rincón del tiempo que ya ha muerto
viven aún,
ardiendo, aquellos muslos?
Le dan luz todavía
a estos ojos tan viejos y engañados,
que ahora vuelven a ser el milagro que fueron:
deseo de una carne, y la alegría
de lo que no se niega.

La vida es el naufragio de una obstinada imagen
que ya nunca sabremos si existió,
pues sólo pertenece a un lugar extinguido.

(Francisco Brines, La última costa, 1995)