Lo que queda por decir

Lo que queda por decir es tanto o tan poco, tan importante o tan leve, tan cierto o tan falso como lo dicho. Y muy posiblemente, para quien tenga suficiente memoria, lo que queda por decir ya estaba dicho.

En esto se diferencia la literatura de la vida, en el final. La vida no tiene otro desenlace que la Gran Certeza, sólo consiste en su propia trama que transcurre por vericuetos difíciles y encrucijadas sorprendentes. No hay que decidir un final, porque ya se sabe; no se escoge el momento, sino que te atropella, siempre antes de lo que esperabas.

Pero un blog necesita algún párrafo redondo, una rima, un mensaje que quede resonando en el silicio y que ofrezca un final más digno que su principio.

El momento de terminar siempre es artificial y caprichoso. No es que no queden palabras que decir, sino que se aprende que no es el tiempo de decirlas, que repetirse es el peor de los pecados, que las miserias enaltecidas a supuesta literatura, como las caricias, acaban cansando.

A veces, se toma como excusa una cierta clase de compasión por las rimas que no llegaron a ninguna parte, o un extraño modo de la tristeza de haber llovido sobre mojado, o una especie de melancolía que incita a ponerse a cubierto de la intemperie.

Otras veces es la envidia la que pone sobre la mesa la necesidad de una huida hacia quién sabe dónde, o la precaución de no dejar un rastro visible en la nieve de los tiempos, o la incapacidad que un ser humano tiene para mejorar la criatura imaginaria que ha tenido entre las manos.

Lo más frecuente es que los finales los dicte el miedo. Un miedo inespecífico, pero palpable, atroz, a entrar en el lado oscuro de la fuerza y a perderse haciendo malabares livianos con palabras que pesan mucho.

Enfrentarse al final consiste, tan sencillo y tan difícil, en desmenuzar palabras interminables (gracias, adiós, suerte) en alguna clase de polvo minúsculo, verterlas en una cuchara de renglones rectos y añadirle azúcar para poderse tomar la medicina sin que el bálsamo quede amargo.

Lo que queda por decir es Gracias, un gracias infinito que se quede a modo de colgante. Lo que queda por decir es Suerte, una suerte que nos ayude a emprender deprisa todos los caminos que tenemos pendientes. Lo que queda por decir es Adiós; un adiós que no tenga nada que ver con el olvido.

Lo que queda que decir está envuelto en el deseo de que estas palabras que decirte al oído sirvan de talismán contra las noches de tormenta (somewhere only we know) y que no se conviertan en anécdotas que guardar para los postres.

Lo que queda por decir es Gracias, Adiós y Suerte. Tendría que decirlo muchas veces, por si con una no basta. Tendría que escribirlo con letras muy grandes que trascendieran el papel y pudieran leerse desde todas partes.

Y quizás tendría que acabar… Sí… Me temo que también, porque para quien tiene buena memoria todo es repetido, sería necesario terminar mirando a los ojos de este blog, cogiéndole con dulzura la cara y garrapateando con rabia un triste y desolado «me cago en la puta».

Pero prefiero terminar diciendo que me encantó soñar contigo. Me encantó…

Así sea
El día queda atrás,
apenas consumido y ya inútil.

Comienza la gran luz,
todas las puertas ceden ante un hombre
dormido,
el tiempo es un árbol que no cesa de crecer.

El tiempo,
la gran puerta entreabierta,
el astro que ciega.

No es con los ojos que se ve nacer
esa gota de luz que será,
que fue un día.

Canta abeja, sin prisa,
recorre el laberinto iluminado,
de fiesta.

Respira y canta.

Donde todo se termina abre las alas.

Eres el sol,
el aguijón del alba,
el mar que besa las montañas,
la claridad total,
el sueño.

(Blanca Varela)

Irrational man

Pero antes de pensar en los finales, necesarios, y en los epílogos, no tan necesarios, es conveniente fijarse en los principios.

Porque cada principio es distinto, aunque los finales sean el mismo repetido, las historias siguen su curso azaroso y recortado, que diverge sobre la espuma de una cerveza mientras se consulta un rostro en google.

Sí, claro, el azar de la linterna, del nuevo profesor, de la química de unos alumnos racionales que tocan el piano. La semilla de la duda, el efecto de compartir amante de modo racional y maduro, el razonamiento simple sobre el mal en el mundo y un puntito de depresión.

Claro que es azar enamorarse, pero besarse en pleno túnel no. A cada capricho de la suerte, le corresponde una decisión racionalmente tomada, que, por muy meditada que esté, no deja de tener un lunar negro e irracional en el centro de su ying.

Quien dice matar, dice escribir una novela. Quien dice deprimido, dice aburrido. Quien dice amor, dice entretenimiento para después del trabajo. Y quien dice que nunca lo haría, después de hacerlo lo justifica.

Es cierto que hay un poco de confusión en todo esto, porque ninguna mente sensata puede soportar la idea de un asesino social, si bien no es tan raro echar el cerrojo por la noche por si vienen a por ti con una pistola en cada mano.

Lo estoy mezclando todo a propósito, para que se note, a las claras, que soy un hombre completamente irracional, de acciones incoherentes, con pensamientos infantiles, con gustos perversos para la pornografía y complejos de inferioridad de muchas alturas. Obsesivo a ratos, como todos. Imperfecto, en definitiva, como la mayoría.

Pero, porque hay que atender a la dignidad de los finales, son los principios los que marcan el devenir de todas las historias. Yo soy un hombre irracional, por principios. Dubitativo por principios, temeroso por principios, tibio por principios.

Pero es que yo te amo y nunca te delataría. Por principios y porque hay que cuidar la dignidad de los finales, con un adiós sería suficiente.

Bueno, más que con un adiós, quiero decir con un olvido.

Ya ves; eso es lo que te aguarda, si te marchas,
y lo que aquí te espera no es mejor.

Conoces de antemano cuál será tu conducta:
sopesarás los dos ofrecimientos que posees
-la despoblada soledad de una fiesta ya extinta,
la habitual afrenta de estar solo contigo-
y antes de encaminarte hacia la casa
apurarás la noche un poco más.

(Un poco más, a estas torpes alturas de tu vida,
no puede ser muy malo.)
La fiesta ha terminado. Y aquí viene la luz,
la vieja hiena.

Has apurado el plazo
que la noche te había concedido,
y a quien la luz ha de traer
ya lo conoces.

Si vuelves hacia casa, con tus pasos
volverán sus pasos. Y a tu fatiga
su fatiga habrá de acompañar.

La fiesta ha terminado y queda su enseñanza:
como una vieja deuda contraída,
nada hay más imposible que escapar de nosotros.

Ya se aproxima el alba, y nadie ignora
que todo plazo acaba por cumplirse,
que toda deuda acaba por pagarse.

(Carlos Marzal)

El amor es extraño

Cuando se llora por la ausencia de un cuerpo doméstico desaparecido del propio tálamo, el amor es extraño.

Cuando se discute contra un familiar adolescente por la cantidad de arte que tienen tus cuadros, el amor es extraño.

Cuando te invita a rezar la misma persona que te despide de tu trabajo, el amor es extraño.

Cuando no hay sitio para dos, cuando el lugar de cada uno es tan escaso que se estorba, cuando el teléfono es el cordón umbilical y la ciudad se hace tan grande que desespera, el amor es extraño.

Y es una anónima la que cierra un final que se abre, y es un muchacho ajeno el que porta el último recuerdo, y es un completo desconocido el que ofrece hogar. Y son los libros franceses los que desatan la catástrofe minúscula de la ira, y un paisaje hacia el este se queda atrapado en la tela, y un corazón es lo que se parte en mitad de una fiesta.

Cuando la despedida se atranca en plena boca de metro, el amor es extraño. El odio, en cambio, es mucho más sencillo de entender.

Y es un recuerdo lo que queda, lo poco que queda, de un amor que es extraño, que siempre es extraño. Especialmente extraño cuando me miro aqui solo escribiendo delante de este invento y no consigo dejar de echarte de menos.

Quizá es que el amor, el amor común y corriente, nos resulta familiar en el principio y, más tarde, cuando los cuerpos se acostumbran a dejar de ser invitados, el amor resulta un huésped extraño porque se va acercando hacia un no tener final más digno que su comienzo.

Y mucho, muchísimo más esta semana de flores y bombones de doble filo.

Las mujeres y las armas
II

Lo expresa una palabra: desencanto.

Ningún dolor concreto o abandono,
más bien esa actitud que a su partida
el dolor nos contagia:
cierta desconfianza y un asombro
extraño ante la dicha.

Que en el amor no sean
las palabras tan sólo lo gastado,
pues como en un poema que pretendo feliz
y me traiciona, en él he perseguido, siempre,
algún final más digno a sus comienzos.

En la desposesión que se repite
ya lágrimas no encuentro,
una resurrección, ninguna muerte
pudiera todavía emocionarme,
pues somos la costumbre del fracaso.

Pero yo sé que habrá, de vez en cuando,
algún modesto obsequio de los días:
alcohol y noches, tangos, libros, cuerpos,
o quizá el verso hermoso que hoy me huye:
escudo ante las llamas, armas blancas
contra el devastador ejército del tiempo.

(Vicente Gallego)

Para siempre

Un diamante es para siempre, o eso dice la canción. Pero quizás sea lo único, porque todo lo demás acaba.

Todo lo demás acaba más tarde o más temprano; por el deber inexcusable que todos tenemos de morirnos, o bien por alguna clase de abandono voluntario, el amor eterno también se termina. Y, lo que es peor, enciende el odio.

Enciende el odio y desentierra el hacha y la metralla, y activa el mando a distancia de las minas que hemos ido sembrando mientras convivíamos tan ricamente. Ese cuadro te lo regalé yo, ese reloj nunca me gustó, yo puse un coche más grande, mira todo lo que te he aguantado o yo nunca te juzgué, son mordiscos que se van propinando, a veces con saña, y otras veces con apariencia mansa, y que acaban en citaciones airadas con acuse de recibo, más de acuse que de recibo, por supuesto.

Por supuesto, no importa excesivamente la intención de lo que dijiste, porque al fin, cada quien interpreta libremente todos los gestos de cada conversación. En el fondo, conversar es desentenderse porque, como dice el adagio, cuanto más se sabe, más se desconoce.

Más se desconoce y evitar la caída del trapecio o que te echen ácido en la cara, intentar que no manipule la mente otra mente desquiciada o salvar una ciudad o metérsela hasta el fondo a la rubia psicóloga que se viste de cuero en la terraza de las señales, da lo mismo. Al final, todo lo que uno hizo, se vuelve en áspero y punzante, como si la vida decidiera rozarse contigo a contrapelo.

A contrapelo y si bien parece que es triste lo que estoy diciendo, que nada es para siempre, tampoco hay que exagerar en la tragedia. Porque por la misma regla de tres, tampoco la tristeza lo es y se acaba, y vuelve el amor con otro nombre o desde otra piel.

Desde otra piel o con traje de superhéroe, nada es para siempre, nada «forever». A ver si alguien se lo explica a Batman y a Schumacher. Nada es para siempre pero, desgraciadamente, hay cosas que, aunque no sean para siempre, duran mucho más de lo que deberían durar, Jim Carrey. ¡Qué pesadito te pones tan vestidito de verde!

«Habla sólo sobre lo que amas», me dijeron, «y no digas ni una sola palabra sobre lo contrario, si quieres que lo primero dure para siempre». Pero es que no sé si hablar es la fórmula, el secreto, la cuenta pendiente.

Además, de lo que amo, tampoco puedo hablar más que por señas que nadie en el mundo entiende. Ese «nadie» ahora sí que es una lástima terrible y no son para tanto los dichosos «para siempre» que tienen que venir y desvanecerse.

Si muriera esta noche
si pudiera morir
si me muriera
si este coito feroz
interminable
peleado y sin clemencia
abrazo sin piedad
beso sin tregua
alcanzara su colmo y se aflojara
si ahora mismo
si ahora
entornando los ojos me muriera
sintiera que ya está
que ya el afán cesó
y la luz ya no fuera un haz de espadas
y el aire ya no fuera un haz de espadas
y el dolor de los otros y el amor y vivir
y todo ya no fuera un haz de espadas
y acabara conmigo
para mí
para siempre
y que ya no doliera
y que ya no doliera.

(Idea Vilariño) Tal vez no era pensar, la fórmula, el secreto,
sino darse y tomar perdida, ingenuamente,
tal vez pude elegir, o necesariamente,
tenía que pedir sentido a toda cosa.

Tal vez no fue vivir este estar silenciosa
y despiadadamente al borde de la angustia
y este terco sentir debajo de su música
un silencio de muerte, de abismo a cada cosa.

Tal vez debí quedarme en los amores quietos
que podrían llenar mi vida con un nombre
en vez de buscar al evadido del hombre,
despojado, sin alma, ser puro, esqueleto.

Tal vez no era pensar, la fórmula, el secreto.

sino amarse y amar, perdida, ingenuamente.

Tal vez pude subir como una flor ardiente
o tener un profundo destino de semilla
en vez de esta terrible lucidez amarilla
y de este estar de estatua con los ojos vacíos.

Tal vez pude doblar este destino mío
en música inefable. O necesariamente…

(Idea Vilariño)

Contigo hasta el final

Porque todo acaba
-incluso
los sueños de morfeo-,
contigo hasta el final.

Descalza
en mitad de la noche exacta,
pequeña
sobre el escenario redondo del mundo,
exenta de tacones,
envuelta en humo,
un vestido simple que te resbala,
el pelo que cae liso
libre por la espalda,
una voz, música de viento,
y dices
lo quieres decir, por fin,
tormenta
que amenazó tu corazón
y luego dudas,
y cantas
como quien se arrepiente.

Porque todo acaba,
contigo hasta el final,
vámonos,
gritemos que triunfó el amor,
aunque seamos los penúltimos
y sólo lágrimas
-tan distintas, tan parecidas-
ganen el festival.

A LA MISTERIOSA
Tanto he soñado contigo que pierdes tu realidad.

¿Habrá tiempo para alcanzar ese cuerpo vivo
y besar sobre esa boca
el nacimiento de la voz que quiero?
Tanto he soñado contigo,
que mis brazos habituados a cruzarse
sobre mi pecho, abrazan tu sombra,
y tal vez ya no sepan adaptarse
al contorno de tu cuerpo.

Tanto he soñado contigo,
que seguramente ya no podré despertar.

Duermo de pie,
con mi pobre cuerpo ofrecido
a todas las apariencias
de la vida y del amor, y tú, eres la única
que cuenta ahora para mí.

Más difícil me resultará tocar tu frente
y tus labios, que los primeros labios
y la primera frente que encuentre.

Y frente a la existencia real
de aquello que me obsesiona
desde hace días y años
seguramente me transformaré en sombra.

Tanto he soñado contigo,
tanto he hablado y caminado, que me tendí al lado
de tu sombra y de tu fantasma,
y por lo tanto,
ya no me queda sino ser fantasma
entre los fantasmas y cien veces más sombra
que la sombra que siempre pasea alegremente
por el cuadrante solar de tu vida.

Robert Desnos, versión de Francisco de la Huerta, 1926)

Lo que nunca he escrito

La verdad es que no sé cómo empezar este texto, aunque -y esto es raro en mí- ocurre que es de las poquísimas veces en las que sé exactamente lo que quiero decir.

Quizás lo mío no son los principios y tampoco sea necesario el entreacto de los párrafos para saber lo que digo. Seguramente es porque siempre prefiero dejar lo que más me gusta para postre. Una manía, una marca, una elección continua. Una de esas pocas verdaderas libertades que tenemos los seres humanos. Como la de encender la tele o dejarla apagada al llegar a casa, como desayunar antes de hacer la cama o viceversa, o cualquier otra combinación de intrascendencias que hacer con las llaves o con la vestimenta.

Estoy divagando, lo sé, quizás aún no se vislumbre siquiera eso que tengo necesidad de decir hoy. Sí, he usado la palabra correcta -otra manía impenitente la de atrancarme en los significados exactos, aun sabiendo perfectamente que no hay nada más inexacto que un significado-. Sí, necesito ser capaz de decir algo que, creo recordar, nunca digo y, sin embargo, tantas veces me quedo con ganas de decirlo que a veces me parece que es imposible que nadie lo sepa.

Un cierto pudor empapado en soberbia me lo impide. Esa otra manía inútil de no querer estorbar ni interrumpirle a nadie la vida, porque tiempo es lo único que tenemos y no quiero estafarle a nadie ni un sólo minuto. Y es que me puede esa vanidad absurda de rechazar cualquier regalo que huela a acto compasivo o a alguna de esas cosas que, bien entendidas, empiezan por uno mismo.

Así, por encima, debo haber escrito en los últimos años unos mil textos. Sí, sorprende la cifra, por lo menos a mí. Supongo que deben suponerse unas cuatrocientas mil palabras, más o menos. Da lo mismo porque, si añadimos lo hablado en ese mismo tiempo, empiezan a salirme decimales por todos lados.

He escrito sobre casi todo lo que se puede escribir, hasta sobre algunas cosas que ni siquiera merecía la pena pasarlas a limpio. Recuerdo haber escrito también sobre todo aquello que no se escribe y, sin embargo, nunca he sido capaz de decir que te quedes cinco minutos más conmigo.

O por lo menos, no recuerdo haberlo dicho ni escrito; aunque si bien mi memoria no es mala -vamos, que no me quejo en lo más mínimo de su rendimiento-, también es cierto que no levanta actas certificadas y que su exactitud es verdaderamente caprichosa e interesada algunas veces.

Le estoy dando vueltas -quizás precisamente ese sea el objetivo- porque, ahora, de repente, noto que me está subiendo la vergüenza al pensar lo que voy a dejar aquí escrito. Uno nunca acaba de conocerse y, cuando ya casi parece tenerse dominado, no sé, algo sucede, la vida vacila un momento, y te ves diciendo cosas que nunca te habrías imaginado que saldrían de tus dedos. Ni en voz alta, ni tan siquiera, como aquí, bajito y al oído.

Ni siquiera sé cómo terminar este desastre hecho renglones. Y eso que, seguramente, lo mío son los finales -o eso me dicen los amigos- que siempre se me quedan redondos, como círculos que se cierran y se quedan retumbando en el oído. No se me ocurre cómo acabar esta disfunción literaria en la que me he metido.

Sé que aquí acaba este texto y que mi silencio nunca tiene nada de atractivo. ¿De qué sirve un renglón en blanco, de qué sirve un párrafo vacío? Ni siquiera sé si al final he conseguido escribir lo que hoy necesitaba escribir. Y si lo he hecho, seguro que está escondido, como deseando, puerilmente, que te pase desapercibido. «Inútil» debería ser el título de este intento de complicidio.

Pero por si acaso lo he conseguido -y fuese mentira-, no hace falta que digas nada. Sólo déjame que añada… por favor.

ASALTO
Suave y firme tu mano.

No tembló tu corazón; era un instante
de calma y superficie
en tu voz como plata con arena
y en la húmeda pizarra de tus ojos.

Ha sido ahora, ausente,
cuando el tacto recuerda una caricia
y sangre adentro va tu aroma alzando
el oleaje y quema tu piel de oro.

Sufro extrañado en esta mano nueva
con su emoción de almendro,
que late y crea al recordar. La paso
por los objetos de costumbre: el hierro,
la madera, el cristal, la lana -tuyos-
y una descarga eléctrica de rosas
los hace carne viva.

(Dionisio Ridruejo)