Tenemos que hablar

En la escena del sofá, siempre hay un conflicto triste que resolver. Tienen razón al sentir que cuando no hay más remedio que hablar, es que hay un desgracia llamando a la puerta.

Para hablar hace falta pensar, para pensar en orden, es conveniente escribir. Por eso escribir, a veces, se convierte en un ejercicio triste, que viene de un pensamiento triste, que va hacia una triste conversación.

Tenemos que hablar es un anticipo del desastre… pero también de la solución. Especialmente, cuando ese esfuerzo, puede que a regañadientes, puede que interesado, esconde, no sé si amor, pero, al menos, la imperiosa necesidad de no tener el papel de verdugo en la película.

Y de ahí la trama, y el vodevil, y el enredo. De ahí que las mentiras piadosas parezcan rodeos para no asomarse a un abismo que a todos les da vértigo. Aunque las peores mentiras piadosas son las que nos perpetramos a nosotros mismos haciéndonos creer que el otro ha intentado suicidarse.

Es posible que el odio esconda el amor, que el olvido esconda el afecto, que el miedo esconda la imperiosa necesidad de ser inocentes. Y que, al final, se descubra que todas las verdades del tenemos que hablar, eran mentiras tan piadosas como la casa en el lago.

Aunque a los guapos, a las guapas, todo se les perdona, incluso los finales a la carrera y las noches de San Juan que dejan platos rotos a la sombra de las hogueras. Aunque, eso sí, de la vajilla argentina esa que nos importa poco.

Pero a los guapos, todo se les perdona: si Tony o Gracita, o José Luís, o Manuel, o tantos otros, pudieran todavía comer palomitas, estarían de acuerdo conmigo en que, a los guapos, a las guapas, todo se les perdona. Con una leve sonrisa de haber adivinado el final de la comedia, con una pequeña lágrima de reconocer que el final de cada comedia es el principio de un drama.

Tenemos que hablar es una frase que cada día pronuncian miles de pares de labios mientras sus pasos vacilan ligeramente hacia un sofá, una mesa de bar, un banco del parque o una sala de espera de una clínica. Tenemos que hablar porque el conflicto es parte de la vida, porque las palabras sólo nos hieren después de habernos curado, porque las preguntas que orbitan el corazón no se crean ni se destruyen, sólo se transforman.

Y no sé si significará lo mismo para todos que mil pares de dedos índice tecleen lentamente un tenemos que escribir, y luego hagan clic en publicar.

Esto
Dicen que pretendo o miento
En cuanto escribo. No hay tal cosa.

Simplemente
Siento imaginando.

No uso las cuerdas del corazón.

Todo cuanto sueño o pierdo,
Que pronto cae o muere en mí,
Es como una terraza que mira
Hacia otra cosa más allá.

Esa cosa me arrastra.

Y así escribo en medio
De las cosas no junto a mis pies,
Libre de mi propia confusión,
preocupado por cuanto no es.

Sentir? Dejemos al lector sentir!
(Fernando Pessoa, 1933, Versión de Rafael Díaz Borbón)

Firme aquí

Y un tres de mayo, tal como hoy, se me ocurrió registrar mis renglones cortitos en la oficina oportuna. No sé si un ataque de vanidad o una manera de darlos por terminados y dejarlos descansar por fin.

Hacia allí me encaminé -con mis palabras encuadernadas por triplicado- a una hora relativamente decente. Reconozco, aunque ahora me parece un poco infantil aquel pellizco, que iba nervioso y muy  emocionado.

Al final, por supuesto, hubo tasas y hubo sello.

También recuerdo muy claramente, aunque ahora me parece un poco infantil aquel pellizco, que ese día nadie me besó.

Firme aquí
Firme aquí,
por las dos caras
-y yo que pensaba
que todo tiene su cruz-,
el documento de haber
pagado las tasas,
dos grapas.

Cientos de espirales
retorciéndose en una caja,
millones de palabras
desperdiciadas en tinta,
horas aprisionadas
entre cartones y polvo.

Supongo que tú
estarías a esa hora en tu casa.

¡Si me hubieras visto!
Tan autor de nada
-quizá de algún sueño
roto, quizá autor de ese otro
que quisiera llegar a ser-,
tan día de la Cruz,
tan en Granada.

Me noto con un nombre más viejo
que alimenta palomas informáticas
en un banco de papel.

Planto niños que escriben árboles
y cumplo con la parafernalia
de parir un libro.

Me noto con un nombre más viejo
jubilándose de aquello
que nunca fue.

Francisco José.

¡Qué raro me siento
con este nombre tan viejo!
¡Qué silencio de oficina
suena ahora en las teclas
mientras las pulso!
Siento el dolor de mi pobre anónimo
que ahora agoniza oculto
aplastado por un sello.

;imagen,1;

EL GUARDADOR DE REBAÑOS
Desde la ventana más alta de mi casa,
con un pañuelo blanco digo adiós
a mis versos, que viajan hacia la humanidad.

Y no estoy alegre ni triste.

Ése es el destino de los versos.

Los escribí y debo enseñárselos a todos
porque no puedo hacer lo contrario,
como la flor no puede esconder el color,
ni el río ocultar que corre,
ni el árbol ocultar que da frutos.

He aquí que ya van lejos, como si fuesen en la diligencia,
y yo siento pena sin querer,
igual que un dolor en el cuerpo.

¿Quién sabe quién los leerá?
¿Quién sabe a qué manos irán?
Flor, me cogió el destino para los ojos.

Árbol, me arrancaron los frutos para las bocas.

Río, el destino de mi agua era no quedarse en mí.

Me resigno y me siento casi alegre,
casi tan alegre como quien se cansa de estar triste.

¡Idos, idos de mí!
Pasa el árbol y se queda disperso por la Naturaleza.

Se marchita la flor y su polvo dura siempre.

Corre el río y entra en el mar y su agua es siempre la
que fue suya.

Paso y me quedo, como el Universo.

(Fernando Pessoa)