Agosto

Me pregunto si uno puede sentirse querido y, sin embargo, hablar con cuchillas. Si se puede estar emocionadamente vivo y, sin embargo, escupirle a los demás sus defectos a la cara.

No es que el mundo me parezca una feria, ni que piense que los demás son angelitos revoltosos. Cada quien lleva sus propias nubes preparadas para el huracán y, por así decirlo, los volcanes tienen que entrar en erupción para no consumirse por dentro.

Pero no me gusta la crueldad. Recelo de los crueles, quizá sin ser consciente de haberlo sido yo muchas veces, porque no dejan a nadie volar. Y, en especial, me disgusta el escarnio como espéctaculo al que la familia tiene que asistir sin saber de donde viene ni por qué se enciende.

Me pregunto si uno puede sentirse cómodo en su piel y, sin embargo, azotar con la cruda realidad a los cercanos. Si es posible tener algún sueño a mano mientras se demuelen insistentemente los de los demás, por muy ilusos que parezcan.

En realidad, no soy quien para decir cómo tiene que ser nadie, pero no me gusta la crueldad del fondo ni la crudeza de las formas. Hay quienes valoran esa desmesura de la verdad como si supieran de lo que están hablando, como si fuesen los únicos que lo supieran, como si fuese su deber envenar el agua del abrevadero.

En cambio, prefiero concentrarme en lo que nos une, en lo que sale bien, en la esperanza cuando se comparte. Me decanto por apostar a lo improbable cuando me hace feliz que suceda, se me olvidan los cristales que se me clavan en los pies si consigo mirar hacia arriba.

Los ladrones de sueños tampoco cumplen lo que predican. Se defienden de su ruina con un «y tú más», espantan sus culpas haciéndolas caer sobre los otros e invocan su triste vida, sus penurias, sus desaciertos, para devaluar las de quienes tienen más cerca.

Me pregunto si hundir el cuchillo en otra carne alivia las propias heridas. Si matar sueños ajenos resucita los propios. Me pregunto cuál es el sentido de la vida de quien pisotea el de los demás. Me pregunto si se pueden regar flores y, al mismo tiempo, inundar la estancia con los restos de un naufragio.

Creo conocer la respuesta a mis preguntas. Sucede que sólo se da lo que se ha recibido, que solo se oferta lo que se tiene, que cuando uno no encuentra el modo de ser el bueno de su propia película, va mendigando en otras un papelito de matón.

Dudo mucho que la crueldad haya hecho feliz nunca a nadie. Dudo que resuelva ni el más simple de los problemas que nos preocupan a los seres humanos. Me niego a pensar que hay alguna utilidad en llenar de piedras el camino de quienes nos rodean. Debe ser muy triste rebuscarse entre las palabras y no encontrar otra cosa que vómito.

Quiero creer, y no tiene más fundamento que esta obstinada esperanza que construyo a mi alrededor, esta testaruda esperanza que puede ser frágil y equivocada. Quiero creer, porque estar en el otro camino no me asusta, porque en tanto que los espero, todos los milagros son posibles.

Quiero creer que en el calendario que me queda por deshojar, no hay ningún mes que al que llamar agosto.

CUCHILLOS EN ABRIL
Odio a los adolescentes.

Es fácil tenerles piedad.

Hay un clavel que se hiela en sus dientes
y cómo nos miran al llorar.

Pero yo voy mucho más lejos.

En su mirada un jardín distingo.

La luz escupe en los azulejos
el arpa rota del instinto.

Violentamente me acorrala
esta pasión de soledad
que los cuerpos jóvenes tala
y quema luego en un solo haz.

¿Habré de ser, pues, como éstos?
(La vida se detiene aquí)
Llamea un sauce en el silencio.

Valía la pena ser feliz.

(Pere Gimferrer)

Una tarde agradable

Te lo dije. O eso creo recordar. ¿Sabes? La memoria tiene fallos imperdonables. Uno olvida cosas que no quisiera haber olvidado y, sin embargo, recuerda obsesivamente todo aquello que es necesario olvidar para seguir adelante. ¿Qué haría yo si no tuviera tu certidumbre?

Y yo te dije que se podía parar el mundo, una hora, un minuto, un segundo, pero detenerlo, hacer que dejen de sonar los engranajes que lo mueven, conseguir no pensar en nada salvo en el momento que se vive.

Todo era imposible, ¿recuerdas? Todo lo que ya parece cotidiano, lo que ahora se supone que no consigue levantar polvo ni dejar huella en los calendarios, entonces fue imposible. Quiero creer, después de tanto nuevo y tan torpemente aprendido, que imposible sólo es una edad para los sucesos, como una infancia lejana y perdida, que a veces se añora con un regusto dulce en los labios.

Me contabas tu sueño, aquel en el que te despertabas y no había nadie y todo estaba en calma y no podías creerlo. Como me cuentas tus días felices mientras nos prometemos no sacudir el polvo de las alas de la mariposa, no arruinar con calor desmedido los copos de nieve, no alimentar la podredumbre con todo lo que durante tanto tiempo decoró nuestros sueños.

Benditos sean para siempre los restos de los naufragios, las sábanas revueltas, los platos sucios. Bendita sea la ceniza porque por ella sabemos del fuego. Bendito sea este aroma tenue y escurridizo con el que la felicidad se despide, esta palabra, agradable, que usamos para levantarnos a duras penas de entre la maravilla.

Te lo dije. Por muchos sueños que haya que ir abandonando, siempre quedan otros nuevos, sin estrenar, tan imposibles, ahí, al lado, como pompas de jabón que se estremecen con el viento, deseando romperse en la punta de nuestros dedos.

La vida plena
A algunos les han quitado las ganas de hablar,
pasan mudos por el amor, aman perros vagabundos
y tienen una piel tan sensible
que nuestros pequeños saludos cotidianos
pueden producirles heridas casi de muerte.

Nosotros, seres amables e inofensivos,
miramos los gatos enfermos, las mujeres con collares
que pasan por la calle
y sentimos un desamor agradable,
casi suficiente.

(Juana Bignozzi, Mujer de cierto orden, 1967)

Supiste quién era…
Supiste quién era
antes de que yo empezara a sospecharlo
ahora caminando por lejanas y míticas ciudades
soy tu triunfo
vos hiciste esa figura que recorre lugares que nunca conocerás
pero son sólo tuyos para siempre
vos los soñaste yo los conozco
para mí las fachadas
para vos el deseo
lo único posible de ser llamado eternidad
(Juana Bignozzi, Regreso a la patria, 1989)

H. M.
Que haría yo sin tus flores
que haría yo sin esta permanencia
de tu gesto y tu lugar
Que haría yo si debiera pensar
en pérdida olvido y sobre todo final
Que haría yo si no tuviera
la certidumbre de tu memoria
(Juana Bignozzi, Regreso a la patria, 1989)

Cartas de ausencia

Estoy intentando encontrar alguna languidez que escribir como por ejemplo, eso de «el mundo de los que nunca se sintieron adultos empieza a resquebrajarse bajo mis pies». Pero inmediatamente, sin dilación ninguna, la mente inmediata se me escurre hasta la cama y se acurruca contra tu ausencia.

De la felicidad también se sale, supongo. Lo digo por mi pobre producción escrita de los últimos tiempos, que habrá que impulsar nuevamente. Por falta de tiempo no será, que este verano sólo tengo proyectado realizar un largo viaje hasta septiembre.

Pero necesito inspiración, pérdidas, frustraciones o deseos sin correspondencia. Al menos, ese es el tópico. Y tengo un encargo reciente que quiero atender con mucho interés y necesito, para llevarlo a cabo, ponerme en situación… ¡Qué curioso pensamiento éste de fingir para escribir! ¿Acaso soy un actor que escribe en lugar de recitar un texto aprendido?

No es la única duda que tengo en este momento. Dime, por favor ¿tú crees que un hombre feliz debe y puede coger un teclado y escribir cartas de amor? ¿O más bien debería dedicarse a repasar cuidadosamente la fina línea vertical de unos labios que le sonríen desde la cama?

Como un aceite que escurre sobre la piel que se desea y la recorre lentamente, hacia el origen; como una mano que aparta unos cabellos sobre el hombro en el que se quiere apoyar la vida, como un gemido que ni siquiera tiene que tocar el aire para pasar de una a otra boca, no, nunca, jamás redactaré cartas de amor tan hermosas como esas que se escriben sin usar ni una sola palabra.

De hecho, no existen las cartas de amor. Todas esas que lo parecen, sólo son cartas de ausencia.

QUERENCIAS

A Juan Gelman

(Claribel Alegría)

SOLOS DE NUEVO
Solos de nuevo
solos
sin palabras
sin gestos
sin adornos
con un sabor a fruta
en nuestros cuerpos.
(Claribel Alegría)

TIEMPO DE AMOR
Sólo cuando me amas
se me cae esta máscara pulida
y mi sonrisa es mía
y la luna la luna
y estos mismos árboles
de ahora
este cielo
esta luz
presencias que se abren
hasta el vértigo
y acaban de nacer
y son eternos
y tus ojos también
nacen con ellos
tu mirada
tus labios que al nombrarme
me descubren.

Sólo cuando te amo
sé que no acabo en mí
que es tránsito la vida
y que la muerte es tránsito
y el tiempo un carbúnculo encendido
sin ayeres gastados
sin futuro.

(Claribel Alegría)

Lo bueno de llorar

Quizás tenga razón Punset y tres sea El Número. Me explico:

La mentira es la base del amor, del mismo modo que la hipocresía es la altura de la amistad. Ya tenemos entonces geometría para un laberinto, diagonal para el cuadrilátero, para los dos triángulos escalenos que se descomponen con lados desiguales.

Al final siempre sufre más el que sabe de secretos, pero sólo quien los guarda en silencio puede ser tierno. Siempre tienen más posibilidad de ser felices los que ignoran, los que miran el mapa del tesoro pensando que las cruces rojas no son más que el dibujo de un niño.

Los puntos de inflexión, cuando la vida cóncava pasa a ser convexa y la asíntota de la felicidad se retuerce buscando el infinito, no siempre dejan documentos que acrediten el cambio de rumbo. Historias hermosas que acaban resultando encuentros fortuitos con uno mismo, hormonas desesperadas que escriben poemas en busca de autor sobre el vaho de un espejo.

Caben doce minutos de silencio antes de cada confesión increíble. Quizás alguna mujer de Macedonia («¡pero si siempre has odiado la macedonia!», «No, no, en absoluto») me pida ser el padre de sus hijos mientras que la madre de mis hijos camina tristemente hacia una clínica para no serlo.

Puede que nos salgan decimales al hacer recuento de todo lo sucedido, puede que no sea conmutativo el acto de contarse los pensamientos y varíe el rumbo de una vida según quién cuenta o calla primero su secreto. Puede que los padres pertenezcan a los hijos y no al contrario.

Puede que amanezcamos sobre un espigón en el último día de nuestro silencio. Como puede que sea tres el Gran Número, más grande que el uno solitario, mucho más cierto que un dos en imposible equilibrio.

Pero eso es lo bueno de llorar. Que entre lágrima y lágrima uno puede olvidarse de todas las matemáticas. Lo bueno de llorar es que el papel se arruga, se corre la tinta y uno puede intentar tirar a la basura ese ayer que parecía que no iba a terminarse nunca.

Lo bueno de llorar es que nunca basta.


EL POEMA
Sí, se te pone un nudo en la garganta
y no sabés que hacer para soltarlo.

Tal vez llorar es bueno,
pero tal vez eso no basta.

Porque si lloras te saldrán los llantos
con un gusto de amargo sentimiento.

Y, además, que llorando no te calmas.

No se te calma el nudo ni la angustia,
que es como si todo un cielo se te hundiera
o como si nadando por el agua
con las flores del agua te enredaras.

Como soñar que vas cayendo,
yendo cayendo que caerás sin prisa
y que nadie te espera al fin de la caída.

Es como que te ahoga un pensamiento
que quiere hablar, salir, saltar, volar,
y cada vez da con la jaula.

Miras el libro abierto
y ni te fijas en la página,
miras el cielo por alzar los ojos
pero no ves ni la nube que pasa,
miras la flor, no te enamora,
miras el árbol, no te espanta
oyes el ruiseñor entre la noche
y no comprendes lo que canta.

Has de volver a ti las soledades
con que vas habitando tus moradas,
y pensar poco apoco el pensamiento
y decir poco a poco las palabras,
y formar el poema con la angustia
que te mordía la garganta.

(después de todo bienvenido
si como mariposa te me quedaste fijo
clavado por las alas).

(Eugenio Florit)

DIATRIBA
Si los otros
los que llegan a deshoras
y se marchan
los que respiran   comen
y se acuestan
supieran que te quiero hasta la punta
     del mediodía
y que tú también me quieres
y nos queremos
no les dolería vernos tan cansados del amor
tan agobiados
en esas noches en que apagamos la luz
     para olvidarnos un poco.

(Rogelio Guedea)

Detalles

Aquel aroma, sin duda, era la felicidad. En el entramado de la vestimenta a prueba de prisas, no ocupaba ni un miligramo de peso, ni un milímetro de espacio.

Parece raro, lo sé, como si yo ponderara de menos tus otros volúmenes densos, la destreza de unos labios entregándose a la deriva o la textura de ese sitio mágico en donde los dedos del cuello aprenden a entornar los ojos y el mundo.

Como aquel silencio estaba hecho de angustia. El concierto de ascensores, el ir y venir de la frontera transparente y ese cierto tono despreocupado de las conversaciones desganadas, se diluían en el silencio que lo iba ocupando todo, expulsando el aire, condensando los minutos y haciéndolos viscosos.

Me siento abocado a los detalles porque, sin ellos, la escena de los nervios parece ridícula, la fe en la bioquímica resulta inconmovible. Sin ellos, los cuerpos abrazados se convierten en una estadística desangelada y el resultado de toda eliminatoria se reduce a pasar de cuartos o no.

Del mismo modo que conservo, en no sé qué exacto idioma que tanto me cuesta pronunciar más a menudo, la longitud de tus brazos alrededor de mi cuello, he pensado que también debería envolver con cuidado la asfixia de los pijamas verdes y regalármela como recuerdo; para afrontar menos asombrado las noches de sombra que aún me queden. Aunque también pienso que, cuanto menos me asombre el futuro, menos vivo me pareceré.

El nombre de algún color australiano, el peso de una cabeza sobre el hombro, el sonido de una lágrima que se seca en la mejilla, la visión interminable de un fuego, las siglas entendidas como amuleto, el tono de voz con que se reprime un beso o ese pellizo de encontrarte cuando ya daba la cita por perdida, son detalles que tengo guardados para mirar a través de ellos el otro matiz de la vida.

Pero creo que añadiré también, como consuelo del humo propio que se han fumado estos días, otros dos nuevos detalles: las palabras que se escuchan con sabor a herrumbre dulce y el ladrido de los perros que te muerden piernas que no son tuyas.

Y si el futuro me asombrara menos de aquí en adelante, tendré que mirar más adentro de los detalles nuevos y prohibirme los abrazos tibios.

Y cierra
la puerta, vuelve
el rostro: mira al perro
por encima del hombro
izquierdo. Siente la punzada.

También ha sido
zarandeado por la noche, pero
pensando en ello nunca
se salva cosa. Vale
sólo luchar contra el caolín molido
de la esperanza, una
y otra vez sacar brillo al mismo objeto,
roer el mismo juguete.

(Juan Carlos Suñén, El hombro izquierdo, 1997)

Si el instante reclama
su derecho al pasado,
si tanto se parecen
la luz, el vaso, el libro,
tanto él mismo, esa mano, el derrotero
del día. Si no hay otra diferencia
que el momento siguiente, ¿a qué venimos?
¿A qué se vuelve el signo, la lectura
de un verso de perdón, la algarabía
de los pájaros? ¿Dónde?
¿A qué se vuelve que no es ya el recuerdo
sino una vana y seca
solicitud? ¿Qué puede
la intención, qué la prisa,
la delación de un nuevo sobresalto
ganado o no, qué puede
que cambia todo en este lance y torna
prudente la mirada,
la tentación consuelo,
aperitivo el vino?
(Juan Carlos Suñén, La prisa, 1994)

Álbum cincuenta

Acaso porque la ración de pasado que hoy me toca tiene el mismo gris que entra por la ventana, viajo suavemente hacia la chica que grita euforia a un mar lleno de espuma. Y vuelvo al niño que se debate entre la incomodidad húmeda del paso a paso y la voluntad reticente de mirar a la cámara.

Eran los días de la primera barba, los días de aquel viento que zumbaba gotas saladas sobre el pensamiento. Días de pasear por las bodas de aquellos sin nombre y sin paradero que habrán olvidado también el color dorado con que las chimeneas alumbran un instante.

Los días felices siempre pertenecen a otros y uno acaba estorbándose a la vista en el perímetro rectangular de las fotos donde descubre que, la memoria, es un mar sin espuma que nunca está en reposo. Un oleaje en el que los días se revuelcan y se revuelven.

Ninguno de los ausentes sospecha en este instante cuánto de su felicidad me pertenece. Antes de abordar el álbum cincuenta, tengo que apartarme a tirones el deseo viscoso de entregarte una tarde a la voracidad de los diafragmas.

Por si acaso vinieran días con el mismo gris que esta mañana, cuando toque arriar el corazón a la hora de levantarse, y pueda viajar suavemente hacia la niña abrazada que entorna los ojos como si no existiera otro sitio posible.

Porque los días felices siempre pertenecen a otros, yo tampoco puedo adivinar cuánto de mi felicidad te corresponde.

EL VIENTO MÁS…
El viento, más
que yo,
se fuma este cigarro
entre mis dedos,
dejándome el placer
de sólo tres o cuatro bocanadas,
y el mar expropia las palabras
que te digo,
porque, acostada, no me oyes.

El sol, el viento y la marea
te ensordecen
y cuando me levanto
para dar dos pasos,
viendo mis huellas que se imprimen
en la arena,
pienso que esas pisadas mienten,
que ya no piso así
desde hace no sé cuándo;
son huellas de otro
que sobrevive en mis pisadas; pues las mías
son mucho menos elocuentes.

Tú, en cambio, que me ves
completo e indivisible,
sabes mejor que nadie cómo soy mortal,
cómo mis huellas en la arena me describen
y cómo se plasma en ellas lo que soy,
sabes mejor que nadie cómo no escucharme.

(Fabio Morábito, Alguien de lava, 2002)