¿De qué harías una película?

Me aburren las persecuciones de coches, me enervan los detectives y lo exacto de la ciencia dactilar americana. No puedo tragar la sal gorda de los universitarios desnudando universitarias. Me horroriza ver a muchachas gritando en primer plano mientras una sombra las golpea y las mata.

No soporto las vísceras ensangrentadas, ni las peleas interminables al borde de un precipicio, ni los ultrajes antigravitatorios del más allá. Me cae gordísimo el típico personaje al que le dicen «quédate aquí que estarás a salvo», pero que nunca hace ni puto caso y se mete en mitad del tiroteo.

Odio que desactiven las bombas en el último segundo, detesto que lo primero que haga el protagonista al llegar a casa sea echarse un copazo. Me fastidia el glamour de los malvados ricos y el pánico de las masas presas de una hecatombe.

Si pudiera hacer un largometraje, así, sin ponerle trabas de realidad a la imaginación, no hablaría en ella de ninguna guerra. No habría asesinatos que resolver, ni traumas profundos derivados de un momento terrible. No recrearía ninguna época pasada, ni investigaría en la biografía de ningún ser humano de renombre.

Tampoco usaría paisajes nevados del círculo polar como ambientación para la escenografía, ni selvas, ni desiertos, ni las grandes ciudades esas que, a fuerza de verlas en tecnicolor, ya parece que las conocemos de memoria. No hablarían los animales, nadie vería fantasmas algunas veces y procuraría que los espectadores no tuvieran que reírse cada minuto y medio de metraje.

Los diálogos no serían chispeantes, sino cotidianos. Los personajes contarían lo que sienten, lo que saben, lo que esperan. Y lo harían sin orden, ni turnos, ni mesura. Hablarían de esos secretos que tenemos y que a nadie le parecen importantes salvo a uno mismo.

Nada de oficinas en el piso cincuenta, nada de trajes de noche para ella y ellos con un elenco de corbatas, nada de cócteles, ni de callejones oscuros, ni de viajes en coche, ni de casualidades asombrosas.

Si pudiera hacer una película, trataría sobre las cosas que se dicen, que se hacen, que se sueñan, en una cama. En mi película, no pasaría nada, absolutamente nada. La haría tan solo con personas, piel y palabras. Y una cama o, en su defecto, un sofá ancho. Me gustan los interiores con conflicto y los conflictos interiores.

Y claro, como me conozco, si pudiera hacer una película, se que me empeñaría en que acabara mal, muy mal, del peor modo posible; que no es otro que ese que consiste en no dejar pistas de lo que puede pasar después. Mi película acabaría muy mal, desde luego, porque no pueden acabar de otra forma las cosas que se acaban.

Efectivamente, has adivinado que lo que más me gusta es la ciencia ficción. Sobre todo cuando la ciencia es una colección de mentiras veraces contadas desde diferentes puntos de vista; sobre todo, cuando la ficción se parece tanto a la vida misma que muy bien podría parecerse un poco a la tuya y otro poco a la mía.

ALBADA
Despiértate. La cama está más fría
y las sábanas sucias en el suelo.

Por los montantes de la galería
              llega el amanecer,
con su color de abrigo de entretiempo
              y liga de mujer.

Despiértate pensando vagamente
que el portero de noche os ha llamado.

Y escucha en el silencio: sucediéndose
hacia lo lejos, se oyen enronquecer
los tranvías que llevan al trabajo.

               Es el amanecer.

Irán amontonándose las flores
cortadas, en los puestos de las Ramblas,
y silbarán los pájaros -cabrones-
desde los plátanos, mientras que ven volver
la negra humanidad que va a la cama
               después de amanecer.

Acuérdate del cuarto en que has dormido.

Entierra la cabeza en las almohadas,
sintiendo aún la irritación y el frío
               que da el amanecer
junto al cuerpo que tanto nos gustaba
               en la noche de ayer,
y piensa en que debieses levantarte.

Piensa en la casa todavía oscura
donde entrarás para cambiar de traje,
y en la oficina, con sueño que vencer,
y en muchas otras cosas que se anuncian
                desde el amanecer.

Aunque a tu lado escuches el susurro
de otra respiración. Aunque tú busques
el poco de calor entre sus muslos
medio dormido, que empieza a estremecer.

Aunque el amor no deje de ser dulce
                 hecho al amanecer.

-Junto al cuerpo que anoche me gustaba
tanto desnudo, déjame que encienda
la luz para besarte cara a cara,
                 en el amanecer.

Porque conozco el día que me espera,
                 y no por el placer.

(Jaime Gil de Biedma)

Soplo

Lo que apaga el fuego, no es el agua, ni es la tierra. Es el aire, o mejor dicho, su ausencia. Los otros elementos tienen la virtud de impedir que el oxígeno alimente las llamas.

Aquello mismo que te hace arder, puede apagarte en un instante, con sólo irse, con el único esfuerzo de desaparecer sin dejar rastro, con la única necesidad de perder el contacto.

Quiero decir que las lágrimas desahogan, pero no apagan el fuego, lo duermen, lo vuelven rescoldo desesperado de aire.

Quiero decir que echar tierra encima, no concluye un incendio. Lo tapa, lo limita, lo cubre. Pero las ascuas siguen encendidas mucho más adentro.

Tú, que siempre vives bombera en acto de servicio, que siempre corres de un fuego a otro, que lías con una manta toda llama que atormenta a quienes te piden auxilio, lo sabes bien por tus fuegos propios que arden exactamente, que queman muy despacio, que abrasan desde el centro.

A veces te soplo, lo sé, me quedo parado en una definición y te soplo, me escalda una sensación y te soplo, me tuesto en mitad de un deterioro imaginario y te soplo. Luego me arrepiento de haberme encendido un desastre que te acaba quemando las manos con que me envuelves, la voz con que me tranquilizas el vello, el agua con que te despides dando besos.

Tú corres de un fuego a otro, de tu propia quemazón al humo siguiente, desde la pesadumbre que te achicharra hasta el corazón de la llama que prende en otros. Y yo, descuidado y soberbio, en lugar de contener la respiración y espantarme mis propios fantasmas, a veces soplo.

En lugar de soplar, de aquí en adelante, prometo guardar las palabras para abrazarte y rodar por algún sitio esponjoso y cálido, donde ya no nos corra el aire, donde el único fuego que quepa entre nosotros sea ese que desabrocha con prisa las camisas torpemente,  ese que atornilla las bocas frente a frente y consume muslos mientras los minutos arden.

INCENDIO
En mis sueños hace mucho calor
y cuando, al cabo,
me levanto y me visto
sin saber el color que tendrá el cielo,
salgo buscando,
en todos los ojos que miro,
los ojos que llevo en mi sueño.

Incluso ahora que escribo,
sí, precisamente ahora mismo,
en estos bordes que comparten
el insomnio, la vigilia y un incendio,
no puedo dejar de pensar ni un instante
en este calor ni en este sueño.

Y lo peor es que esta llama
que me quema tan desde dentro
no puede sofocarse con agua,
sólo se puede apagar ardiendo.