No se olvida para herir, sino para curarse. Para restañar las cicatrices de los sueños, para evitar los arañazos del recuerdo, para poder dejar de mirar atrás y no estamparse contra la siguiente columna.
Hay quienes piensan, después creer que lo han bordado, que olvidar es tirarlo todo por la borda. Pero se trata, en cambio, de un lento proceso selectivo, casi darwiniano, en el que poco a poco se aparta lo que duele, quizás también lo que encanta, hasta quedarse con un corazón sonámbulo y sin aristas. O al menos, intentarlo.
El devenir de los recuerdos es imparable, como un río revuelto que baja por la memoria. Vienen mezclados todos aquellos detalles que nos hicieron sentir estrellas brillando en la noche junto con los momentos en los que aquellos puntos de luz se hicieron fugaces hasta apagarse del todo. Pero no, no significa dejar de mirar la noche estrellada.
Olvidar es seleccionar, de algún modo, aquello que no nos estorba y ponerse a salvo de esa intemperie que nos deja ateridos. Una intemperie propia y ajena, interior y exterior, real e imaginaria. No se trata de ignorar las espinas de la rosa, sino de localizarlas meticulosamente y dejar de apretarlas con los dedos aunque el precio consista en dejar de sostener flores en las manos.
Ponerse a salvo de la propia memoria a través de la desmemoria, realizar un control de daños y reconocer que fueron, en su inmensa mayoría, autoinfligidos al fallar nuestras previsiones más optimistas, que fueron casi todas pues no en vano en ellas nos iba la vida.
Es durísimo, porque por cada cruz de cada moneda, siempre hay una cara indisoluble que hay que sacrificar también en la hoguera. Y por eso duele, ponerse a salvo no sale gratis ni está de oferta. Ponerse a salvo es confiar en un cálculo tembloroso que jamás sabremos si era el más ajustado.
Olvidar es apostar a no perder más de lo que ya se ha perdido, aun cuando estamos convencidos de que todo lo perderemos al fin y al cabo.
Ponerse a salvo ilusamente, ignorando que, tal vez a la vuelta de la esquina, volveremos a naufragar, juntos o separados, también sin salvavidas.
Amor
Eduardo Lizalde
La regla es ésta:
dar lo absolutamente imprescindible,
obtener lo más,
nunca bajar la guardia,
meter el jab a tiempo,
no ceder,
y no pelear en corto,
no entregarse en ninguna circunstancia
ni cambiar golpes con la ceja herida;
jamás decir «te amo», en serio,
al contrincante.
Es el mejor camino
para ser eternamente desgraciado
y triunfador
sin riesgos aparentes.

Ponte a salvo (Adriana Moragues, Vértices, 2015)
(en directo «Mi vida de gira», con Elvira Sastre)
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