Palabras de otro (V)

Desde el filo

Cuando era niño, fue a la piscina del pueblo para aprender a nadar. Cientos de otros niños reían a su alrededor, se ponían en círculo dentro del agua, se cogían de las manos y levantaban los pies del fondo para patalear y salpicarse burbujas rítmicamente.

El sabor del cloro del agua le inundaba la nariz y se le colaba por la garganta. ¡Qué tortura era odiar lo que a los demás les encantaba! Pero mal que bien, sacando mucho la cabeza del agua al bracear, aprendió el mecanismo de supervivencia y se defiende, con más voluntad que técnica, en las piscinas, en el mar o en aquellas albercas verdes de rana en las que, de niño, se refrescaba.

En aquellas clases multitudinarias, también tocaba tirarse del trampolín. Un trampolín ridículo, una tabla puesta a un palmo del agua, en el que bastaba, según el monitor, ir dejando caer el cuerpo hacia adelante hasta llegar al desequilibrio. Y entonces, saltar para levantar los pies y entrar en el agua con las manos por delante de la cabeza.

Lo intentó tantas veces que aún se acuerda del vértigo, del pestilente olor del agua, de las burlas y de los empujones de un monitor exasperado por su recelo ante lo que para todos era tan divertido. Aún se acuerda del ahogo de entrar en el agua, de la angustia de buscar el aire a brazadas, de los mocos que le chorreaban al sacar por fin la cabeza del agua.

Aún se acuerda del filo, de ese vacío en el vientre, de esa falta de aire anterior al salto, del miedo a no encontrar la salida.

Tanto se acuerda, dichosa y caprichosa memoria, que, desde entonces, no ha vuelto a tirarse nunca a una piscina. Se sienta, se deja resbalar por el borde con las manos apoyadas, se gira sujetándose con los brazos y va entrando en el agua lentamente, hasta que la gravedad ejerce su ley y hace el resto. Y justo en ese último momento, se tapa la nariz.

Ahora, casi cuarenta años después, escribe desde el filo para no oler el agua. Aunque el agua está ahí, esperando, y la gravedad ha puesto ya las leyes en marcha. Y nota el mismo vacío en el vientre y la misma falta de aire. Pero le ha perdido el miedo al agua.

Apártense, si no quieren que les salpique, o mírenlo caer desde el filo.

y no es que los espejos se me rompan
al mirarlos de frente, ni que el tráfico
taladre este tesón con que persisto,
los afanes que finjo en un alarde
de acróbata que traza en el vacío
su torpe pirueta, yo no sé
si me explico, lo cierto es que tampoco
reconozco si voy o si regreso,
si parto el pan o tomo mi jarabe,
la tos que desayuno cada día,
es todo tan confuso, es tan difícil
decir que sí, que no, que todo lo contrario,
ganarle por la mano al día su confianza,
por eso mi bufanda me parece
la soga de un ahorcado y es así
como anudo mi lastre inconsolable,
derrocando la risa de los niños
con astucia de ingenuo derrotado,
aspirando a la tierra y al reposo,
prisionero de mí, ya sin ficciones.(Eduardo García, Horizonte o frontera, 2003)

Palabras de otro (IV)

Sábanas
Bien es cierto que las sábanas
nunca nos guardaron sitio.

Hubo que arrebatárselo a fuerza de mapas,
contra el horario de los turnos,
saltando por encima de la fiebre
y atropellando los fines de semana.

En ellas no queda rastro escrito
de encuentros mecánicos de pijama.

Roces comedidos y mudos
entre seres habitantes de un mundo sin deseo
en el que ofrecen sus cuerpos como dádivas.

Y todo cansa. El frío, el silencio,
los cuerpos que se giran en las sábanas
con las vueltas del insomnio
sin emitir los sonidos del deseo
ni levantar la piel en ascuas.

Sé que ha llegado el fin por el perfume
del lado derecho de la cama,
en el que tantas veces durmió tu cabeza,
cuando me restriego contra la almohada
y sólo encuentro un aroma lúgubre
a suavizante con jabón de Marsella.

(JUNIO-2010)

Las pasarelas del deseo
Llamamos vida
a un desfile de dígitos cansados
zumban coléricas las moscas atrapadas en cárcel de cristal
el viento de la sangre remueve las cortinas
la luz por un instante parece herir la tapia filtrarse en el cemento
la oquedad se adivina y más allá
palpitan en la noche los astros encendidos
combaten los caballos por la flor las aguas por la piedra
la orquídea cobra vida en el torrente
a la luz de la Luna el musgo brilla con fulgor de diamantes en la hierba
no hay rutas convenidas ni semáforos ni siniestros carteles de prohibido pasar
pero abundan los cruces de caminos cuando menos lo esperas amanece
los hombres vagan a su antojo las sendas se disuelven a su paso
quiero decir que a la sombra de los robles te esperan los amigos que perdiste
y hay sábanas tendidas que guardan el olor de encuentros que no fueron
mujeres
que solitario amaste a la distancia
pero aquí el eco salva todos los precipicios
irrumpen de la nada las pasarelas del deseo
trenzan sus trayectorias en todas direcciones
el viajero termina por arrojar al fuego la brújula y los mapas
confiando sus pasos al instinto se interna en la espesura
aunque un día de pronto se detenga a contemplar las huellas de su viaje
despierte abra los ojos comience a comprender
nada importa cuán vasta la travesía se despliegue
la apariencia radiante de confines la ilusión derrochada en la aventura
todas las pasarelas conducen a la tapia
si se es fiel a un deseo si se sigue
su rastro hasta el final
nos aguarda el ladrillo hincado en tierra
la mansedumbre hostil de la costumbre
un olor a madera que envejece
un desfile de escenas repetidas
la cárcel de cristal
sin cerradura
(Eduardo García, La vida nueva, 2008)