Cuando no importa qué

Cuanto más lo pienso, más convencido estoy de que yo soy tanto y cuanto como son mis palabras, tanto como las palabras de los demás que me señalan o me tapan.

Lo pienso los días comunes, esos en los que uno se levanta solitario y sabe que no empezará a estar en el mundo hasta que diga su primera palabra. Que las más de las veces es una palabra común y corriente, anodina, que espera hasta la hora del trabajo o los supermercados; si bien es cierto que, de tanto en tanto, me sorprendo hablándole en voz alta al espejo, diciéndole algo así como «venga hombre, hoy va a ser un día bueno».

También lo pienso en los días especiales, que para mi alegría cada vez van haciéndose más comunes, cuando tu voz me saca del silencio y me pone entre el auricular y la pared o me describe con todo lujo de pormenores una novela prestada, a la que atiendo con la devoción de un adolescente que quisiera ser escritor.

Lo pienso en los dias indecisos, esos en que tus palabras me apuntan y me disparan y me aciertan de lleno para levantarme dos palmos del suelo y notar el vértigo del vuelo en el estómago, o para tirarme al mar y acabar salado y enarenado, como revolcado por una ola. Porque sé, al fin y al cabo, que toda mi realidad está en tu boca, como sé que todos los sueños que merece la pena perseguir están en tus manos.

Pero sobre todo lo pienso en los días palpables, esos que espero como a la lluvia, cuando llegas y me quieres como si tuvieras que contarme algo, cuando me miras como si me ofrecieras un secreto, cuando conviertes cada abrazo en una exclusiva que contar con parsimonia.

Digo que soy mis palabras porque a veces no te quiero y no te llamo y no te escribo y no busco, como quien pierde un anillo en la playa, los números que me llevan a tu certeza. Supongo que el descuido, la desgana, la soberbia o el amor propio impiden que se manifieste el ajeno y su caudal de palabras, que no siempre riega con tiento y desborda las orillas y deja llenos de lodo los pasos que al día siguiente damos.

En fin, que ando firmemente convencido de que no hay otra forma de querer que la de siempre tener cosas que decirte al oído. Ni tan siquiera eso: no hay mejor forma de amarte que querer hablarte al oído, precisamente cuando no importa qué.

Debe ser por eso que, hace ya tantísimo tiempo, escribo. Y escribir siempre me pareció como hablar contigo, como el único modo posible de quererte, como cruzar a tientas la raya de la vida hacia esa otra parte en la que siempre estás tú.

A TIENTAS

Cada libro que escribo
me envejece,
me vuelve un descreído.

Escribo en contra
de mis pensamientos
y en contra del ruido
de mis hábitos.

Con cada libro
pago un viaje
que no hice.

En cada página que acabo
cumplo con un acuerdo,
me digo adiós
desde lo más recóndito,
pero sin alcanzar a ir muy lejos.

Escribo para no quedar
en medio de mi carne,
para que no me tiente el centro,
para rodear y resistir,
escribo para hacerme a un lado,
pero sin alcanzar a desprenderme.

(Fabio Morábito, De lunes todo el año, 1992)

Álbum cincuenta

Acaso porque la ración de pasado que hoy me toca tiene el mismo gris que entra por la ventana, viajo suavemente hacia la chica que grita euforia a un mar lleno de espuma. Y vuelvo al niño que se debate entre la incomodidad húmeda del paso a paso y la voluntad reticente de mirar a la cámara.

Eran los días de la primera barba, los días de aquel viento que zumbaba gotas saladas sobre el pensamiento. Días de pasear por las bodas de aquellos sin nombre y sin paradero que habrán olvidado también el color dorado con que las chimeneas alumbran un instante.

Los días felices siempre pertenecen a otros y uno acaba estorbándose a la vista en el perímetro rectangular de las fotos donde descubre que, la memoria, es un mar sin espuma que nunca está en reposo. Un oleaje en el que los días se revuelcan y se revuelven.

Ninguno de los ausentes sospecha en este instante cuánto de su felicidad me pertenece. Antes de abordar el álbum cincuenta, tengo que apartarme a tirones el deseo viscoso de entregarte una tarde a la voracidad de los diafragmas.

Por si acaso vinieran días con el mismo gris que esta mañana, cuando toque arriar el corazón a la hora de levantarse, y pueda viajar suavemente hacia la niña abrazada que entorna los ojos como si no existiera otro sitio posible.

Porque los días felices siempre pertenecen a otros, yo tampoco puedo adivinar cuánto de mi felicidad te corresponde.

EL VIENTO MÁS…
El viento, más
que yo,
se fuma este cigarro
entre mis dedos,
dejándome el placer
de sólo tres o cuatro bocanadas,
y el mar expropia las palabras
que te digo,
porque, acostada, no me oyes.

El sol, el viento y la marea
te ensordecen
y cuando me levanto
para dar dos pasos,
viendo mis huellas que se imprimen
en la arena,
pienso que esas pisadas mienten,
que ya no piso así
desde hace no sé cuándo;
son huellas de otro
que sobrevive en mis pisadas; pues las mías
son mucho menos elocuentes.

Tú, en cambio, que me ves
completo e indivisible,
sabes mejor que nadie cómo soy mortal,
cómo mis huellas en la arena me describen
y cómo se plasma en ellas lo que soy,
sabes mejor que nadie cómo no escucharme.

(Fabio Morábito, Alguien de lava, 2002)

Días señalados

Tengo que acordarme de señalar en el calendario este día, que ya va terminando, con una marca indeleble. Una marca bien visible, pero discreta, que no llame la atención de los transeúntes. Los números no me sirven, se repiten tanto, tantas veces, que su significado se vuelve frágil con el tiempo.

He descartado el aspa grande, esa que se pone en los días que se tiran a la basura, como cuando el viejo profesor no encuentra ni los pies ni la cabeza de tu ejercicio y te suspende. Tampoco la uve me gusta, porque no ha sido victoria, sino evitarle al devenir otra derrota de las que acechan incansables. Y odio los círculos, porque a veces no se cierran, porque otras veces se vuelven viciosos o, lo que es peor, equidistantes, fríos, inexpugnables.

Prefiero poner una cruz pequeña, como la que se escribe en los mapas del tesoro entre el árbol solitario y la roca con forma de nariz. Una cruz pequeña y decidida, un beso en la carta de una mano temblorosa, un empate en el pronóstico de la jornada.

Porque llegarán los días que me estropeen la vida, quiero guardar marcados los que merecieron la pena ser vividos: los que me regalaron el gesto preciso, los que me alumbraron la risa perfecta, los que consiguieron que el minuto de cielo durara tres cuartos de hora.

Llegarán entonces con la hiedra enredada en la memoria, las ruinas que cambian de dueño. Pero yo miraré, nuevamente asombrado, el firmamento de las crucecitas de un calendario de propósito desconocido y que ya no recordaré haber guardado.

Como no recordaré, posiblemente, ni nombres, ni rostros, ni la caricia de la vida que quise ocultar bajo la señal. Quizás, entonces, ya no distinga entre el sueño y la vigilia, ni recuerde que existen milagros cotidianos a través de unos ojillos chicos que se agrandan entornándose, como endulzando ese tiempo que algunas veces se le consigue robar a la cordura.

Pero sé que miraré embobado el brillo envejecido de los días señalados y sabré esbozar la sonrisa etrusca de quien tiene un secreto en la punta de los labios; un secreto que ya nadie entenderá.

Ojalá, entonces, me encuentre alrededor unos ojos marcados, en los que pueda reconocer este mismo brillo de calendario.

LAS TARDES
Ya casi no recuerdo las mañanas,
su tiempo azul y claro,
lejos quedan, perdidas en colegios
o en piscinas extrañas e indolentes.

Porque sentimos duro el despertar
retrasamos ahora
la luz que nos fatiga los despegados ojos.

Y es un destino oscuro el de las tardes,
en ellas aprendí que llegará la noche,
y que es inútil
cualquier esfuerzo por burlar la historia
equivocada y triste de los años.

He vivido en la espera absurda de la vida,
cuando he gozado
ha sido con reservas; amé creyendo en el amor
que habría luego de venir, y que faltó a la cita,
y renuncié al placer por la promesa
de una dicha más alta en el futuro incierto.

Pero los días, al pasar, no son
el generoso rey que cumple su palabra,
sino el ladrón taimado que nos miente.

Con su certeza
nos convierte la edad en más mezquinos,
nos enseña a amar lo que nos duele,
las cosas más pequeñas, aquello que ahora somos
y tenemos: la música suave, nuestros cuerpos,
el calor de la estancia y el cansancio.

Buscamos la derrota de las tardes, su tregua
en la exigencia vana de una gloria
que ya no nos seduce. Nos convierte
la edad en más obscenos, y aceptamos
cualquier regalo aunque parezca pobre:
esa boca gastada por el uso, tan dulce aún,
el fuego antiguo y leve de la carne,
los viejos libros, los amigos justos,
un poema mediocre, pero nuestro,
y la costumbre extraña
de ser al fin felices en la sombra.

Es un destino oscuro el de las tardes,
pero también hermoso
y breve como el paso de los hombres.

(Vicente Gallego, Los ojos del extraño, 1990)

VARIACIÓN SOBRE UNA METÁFORA BARROCA

A Carlos Aleixandre

Y ahora miro esa flor
igual que la miraron los poetas barrocos,
cifrando una metáfora en su destino breve:
tomé la vida por un vaso
que había que beber
y había que llenar al mismo tiempo,
guardando provisión para días oscuros;
y si ese vaso fue la vida,
fue la rosa mi empeño para el vaso.

Y he buscado en la sombra de esta tarde
esa luz de aquel día, y en el polvo
que es ahora la flor, su antiguo aroma,
y en la sombra y el polvo ya no estaba
la sombra de la mano que la trajo.

Y ahora veo que la dicha, y que la luz,
y todas esas cosas que quisiéramos
conservar en el vaso,
son igual que las rosas: han sabido los días
traerme algunas, pero
¿qué quedó de esas rosas en mi vida
o en el fondo del vaso?
(Vicente Gallego, Los ojos del extraño, 1990)