Nunca es demasiado tarde

-Eso es lo que queremos todos, ¿no? -decía sentado en la escalinata, amarrando un recuerdo a una botella- Encontrar una mujer con la que poder estar en silencio.

Hubo buenos tiempos, seguramente; tan seguramente como ahora son malos. Nunca es tarde, nunca es demasiado tarde.

Tantas vidas rotas que caben en un álbum, en tres pilas de cajas con papeles. En cada foto que añado, en cada página que paso, en cada caso que cierro, también mi vida se rompe un poco.

No creo que sea cruel el azar, sino que tiene un sentido del humor muy raro. Porque sí, claro, acabar como un caso más de los de tu trabajo es, como poco, macabro. Y sin embargo, cuanta ternura silenciosa hemos derrochado para quedarnos solos.

Quien a hierro mata, a hierro termina, decía Rubén, pero vivir a hierro no nos salva. Ni siquiera el amor a última hora, en el último tren de una estación sin nombre, en la última compra que lleva tu nombre. Y sin embargo, nunca es demasiado tarde.

Porque estoy cansado de prepararme, roto de tanta víspera, áspero de tanto sueño, triste de tanto tácito, derrotado de tanto futuro y de tanto pasado, vencido de esperar el deterioro.

Y es que sí, es todo cierto y cierto del todo lo que vaticinamos: el desamor, la ruina, el desencanto, la pérdida y los pies de plomo. Es todo cierto y cierto del todo.

Pero estoy ahíto de tanto ver venir el tren que tiene que arrollarme, ahogado entre las ganas de intuir el brillo venidero y las de recordar el esplendor pasado.

Tanto que he decidido creer de nuevo que nunca es demasiado tarde. He decidido olvidar que no cumpliré dieciocho y que puedo hablar como cuando tuve diecisiete sin temor a equivocarme.

Sin temor a equivocarme o, al menos, con el mismo temor con que el que afirmo delante del espejo que son cincuenta los que vienen.

Por si ya está en camino el autobús que tiene que atropellarnos, que nos pille cruzando la vida hacia quienes queremos ir.

La tristeza del mar cabe
en un vaso de agua

No hay pues mujer más sola,

(Luís García Montero)

El método es menos leal
que el error afortunado

No buscaba las olas
cuando después del beso descubrí en su piel
un recuerdo salado del mar donde fui niño.

Confirmo si hace falta que todo lo pensé,
mil veces he medido las sílabas del tiempo,
pero también mil veces aprendí
que no salen las cuentas,
y la duna que soy de forma irremediable
se ha hecho con arena movediza,
con mi viento descalzo de los juguetes rotos,
mis historias de amor,
mi mala vida.

(Luís García Montero)

Tarde

Quizá tú no me viste,

Los pasos de la desgana me fueron llevando
lejos de las luces y las transparencias,
hacia ese relleno metálico de coches
aparcados en la urgencia de la mansedumbre.

Me asomé muchas veces a tu ventana,
harto de mirar al suelo y a los semáforos
que abren y cierran el grifo de la melancolía,
hasta que, por una hendidura de la tarde,
entreví tu silueta abierta y desnuda.

Entonces, la tarde, la tarde inmensa
se hizo más grande que nunca,
consiguió inflarse de minutos perdidos
hasta explotar y lanzarme contra la piedra.

Cuanto más se corre, cuanto más deprisa
se mueve el deseo hacia los bordes,
más crece la rabia del entreacto
y cada palabra se aproxima inexorable
a su significado justo.

La tarde dejó de temblar cuando me hice viejo
y supe que la tarde no terminaría en noche,
que era una tarde que no acabaría nunca
y que siempre sería tarde.

Gloria

La felicidad siempre está en un mismo, dicen los que saben, aunque sin saber muy bien lo que dicen. La felicidad está en uno mismo, pero todos nos empeñamos en buscarla en los demás.

A veces la vida pierde brillo y se vuelve parda, plana, mediocre. Deja de faltar la respiración, se apacigua el vértigo y todo se vuelve monótono y rutinario.

Porque vivir no es brillar un instante ni resplandecer siempre, sino ir y venir de la luz a la oscuridad con pasos titubeantes, admiro tu viaje y tu osadía contra el desencanto.

En tu edad, que pronto será también la mía, veo como el mundo se ralentiza, se hace más liviano. Cuando toma las riendas el deterioro y todo consiste en ir cuesta abajo.

Hacer lo que deseas es, seguramente, el camino más directo hacia el fracaso. Porque no es la decadencia de los cuerpos, no es la voz de la experiencia, no es la derrota del amor ni el abandono de los pájaros.

Es la falta de sueños, la angustiosa dificultad de no tener un proyecto a medias, lo que nos impide firmar un breve armisticio contra las estafas de la vida. Sentirse en la víspera de un algo que nos rellena por dentro con un aire tan volátil que nos permite flotar un momento a dos milímetros del suelo.

Cada vez es la primera vez y así funcionan los capítulos de todas las novelas. Y en tanto esta primera vez se parece a todas las primeras veces, las piernas no pesan, el cuerpo rejuvenece, las ganas vuelven de nuevo justo al mismo sitio en que las perdimos y se nota en los encuadres un cierto esplendor del paisaje.

Caer desde esos dos milímetros al suelo, de repente, duele tanto como aterrizar desde tres metros. Porque no es la altura lo que daña nuestro espíritu, sino la desilusión de darse cuenta de que ese asunto de volar solo era un espejismo pasajero.

Sólo se puede ser feliz estando perplejo. El desencanto consiste en irse acostumbrando al estupor. Y luego todo vuelve a perder brillo y se vuelve pardo, plano, mediocre. Deja de faltar la respiración, se apacigua el vértigo y todo se convierte en monótono y rutinario.

Pero permíteme que no me rinda todavía, ni en esta edad, ni en esa tuya que pronto también será la mía. Permíteme que dibuje en el agua una esperanza que confirme el ciclo.

Porque todo pasa. Y como todo pasa, déjame creer que también el desencanto pasará y vendrá un estupor nuevo, otra primera vez como las anteriores.

Dicen los que saben, aunque sin saber muy bien lo que dicen, que la felicidad está en uno mismo. Y yo, que no sé tampoco muy bien lo que digo, prefiero pensar que la felicidad está en uno distinto, aunque a temporadas nos parezca que todo no es sino la copia falsificada de un aburrido y tenue mucho más de lo mismo.

Díptico
No hay luz sino estupor de luz
en este jardín abrasado
de frío y lenta escarcha donde
alguien cuya sombra te evoca
remueve sin prisa la tierra
y deja en los surcos un hilo
de luz fría donde mis ojos
desde esta página te anuncian
y dicen verte, aunque no estés.*
Hago inventario de tu ausencia:
ojos no usados, aire intacto,
las horas como lumbre escasa
que el aire no aventa ni excita.

En todo espío transparencias,
temblor que es tu cuerpo inasible.

Hago inventario de tu ausencia
para que sepas de tu vida
a mi lado, cuando no estás.

(Jordi Doce)

10.000 kilómetros

Entre tú y yo, sólo caben dos distancias. Cualquier otra medida de longitud, el paso del tiempo la traduce al inglés.

Cien, mil, diez mil kilómetros son insalvables, por mucha tecnología que ayude a comprimir el espacio y a ignorar las ruinas.

Ella tiene que irse, porque el sabotaje también es una herida de muerte, más lenta, más paulatina, quizás invisible, pero de muerte. Quien tiene sueños necesita perseguirlos para sentirse libre. Y no se puede amar siendo esclavo.

Es triste calcular el deterioro y comprobar que los plazos se cumplen inexorablemente, pero es que es tan difícil de calcular la angustia de las despedidas, es tan difícil ignorar ese lazo invisible que nos une tanto como nos separa…

Como dices en tu correo, qué hay en su espacio, cuánto lo rellena todo, que tú no cabes. Y yo digo que qué queda en el tuyo, cuánto vale lo que te ha despejado, que no quieres perderlo mientras te torturan los discos, las fotos, su ropa desde dentro del armario.

Tanto tiempo te has llamado Álex, me he llamado Sergi tantas veces, que entiendo perfectamente ese temblor de plomo en las piernas, que se quedan paralizadas y uno puede ni alejarse ni acercarse, ni consumir los kilómetros ni romper completamente los mapas.

La fuerza centrípeta de la vida nos aleja cada día un poco más. En cada palabra dicha y en cada palabra no pronunciada, añadimos un paso al camino de vuelta. Se cuela el frío por la más mínima rendija que deje una sonrisa en tu facebook, por la más pequeña de las alegrías que me cuentes por teléfono. El frío es la distancia abriéndose paso, separando del centro los objetos que giran en espiral y se alejan, despacio, hasta más allá del calor que se envía por correo.

Ni el viaje final, ni los tragos de whisky, consiguen evitar la desconexión completa, el crujido que gotea por las mejillas de los que emprenden el polvo como arma última mientras cae el telón sobre Los Ángeles y el amor hace mutis por el foro.

Sólo hay dos distancias posibles, sólo dos distancias mutuas en una vida: mantenerse tan cerca como un abrazo, o irse a 10.000 kilómetros; permanecer a la distancia justa o alejarse demasiado.

Porque la distancia no es el olvido, no lo creas. El olvido está en las trayectorias que se siguen, que siempre divergen.

Distancia justa
En el amor, y en el boxeo
todo es cuestión de distancia
Si te acercas demasiado me excito
me asusto
me obnubilo           digo tonterías
me echo a temblar
pero si estás lejos
sufro entristezco
me desvelo
y escribo poemas.

(Cristina Pieri Rossi)

Corta historia de amor

Como en una pequeña historia de amor, al principio no sabes de dónde viene, ni cómo ha aparecido. Suele suceder que nadie se explica nada, que solo se siente, que se está como fuera del mundo y del tiempo. Que en un sólo rostro sucede todo lo que importa.

Luego nos hacemos adolescentes que juegan, como en una corta historia de amor, con gestos incontenibles y palabras desmesuradas para la edad que se tiene. Vienen sueños revueltos, se imagina y se inventa, las leyes de la física no tienen validez. Y el azar se pone de nuestra parte y nuestra parte pone los dos pies en el día de mañana.

Nos vamos conociendo irremisiblemente, jóvenes alocados que se toman la sensatez como píldoras de la realidad que nos decepciona. Aprendemos cuánto vale un sí, lo poco que dura; y cómo duele cada no y la longitud de su eco. Dejamos un pie en mañana, el otro queremos que pise hoy y casi nunca se logra. Pero, como en una tierna historia de amor, todavía manda la inconsciencia de seguir el camino hasta donde nos lleve.

Adultos ya, dejamos de esperar y queremos que llegue todo ahora. Pedimos cuentas, exigimos resultados, aplicamos leyes contables que no habíamos escrito o, si hay suerte, suscribimos tratados de no agresión. Como en una trágica historia de amor, descubrimos la infidelidad de no haber sido quienes creíamos ser. Pintamos la verdad con lágrimas y rabia, la gran estafa del mundo nos transforma en cínicos cuando descubrimos que algunos sueños duelen más que la realidad.

Y luego todo es recordar o perder la memoria, retrasar el deterioro, sobrellevar la impotencia. Ancianos que esperan lo irremediable deseando que tarde en llegar, cuando todo lo que se mastica sabe a ceniza, cuando, como en una antigua historia de amor, se nos infecta aquello que no hicimos y que ni siquiera sabemos por qué.

Recostados sobre el ayer, asustados por el goteo de aquello que se nos va yendo y ensordecidos por el torrente de todo lo que ya no llegará, sólo queda pedir que el tercer acto sea rápido y nos dé tiempo, una vez, por fin, a tener las riendas. Como en una amarga historia de amor, nos gusta legar a quienes nos importan eso que ya no nos importará, eso que ahora nos preguntamos si realmente era lo que importaba.

No sé bien de qué te estoy hablando. Porque confieso que hay ratos en los que no sé distinguir si nuestra vida es una corta historia de amor o si es que nuestra corta historia de amor es la vida. Ni consigo aclararme si la edad que tenemos es la que creemos tener.

Aunque te digo que esto: saber bien lo que me espera, tener la certeza de que, aquello que durante tanto tiempo se deseó alcanzar, luego pasa como un soplo y se acaba con amargura, es el antídoto que empleo contra la impaciencia.

Ese antídoto que tú me pides y que, en el fondo, no quisiera darte. Porque es, precisamente tu impaciencia, ese hueco en el que siento que mi corazón late con más fuerza. Con tanta que, a veces, se me olvida tomarme la pastilla.

LO QUE PUEDA CONTAROS…
Lo que pueda contaros
es todo lo que sé desde el dolor
y eso nunca se inventa.

Porque llegar aquí fue una larga sentina,
un extraño viaje,
una curva de sangre sobre el río,
mientras todo era un grito
y ya se perfilaba resuelto en latigazos
el crepúsculo.

Las historias se cuentan con los ojos del frío
y algún sabor a sal y paso a paso
-lengua y camino-
porque la sangre se nos va despacio,
sin borbotón apenas,
desmadejadamente por los labios.

Las historias se cuentan una vez y se pierden.

(Javier Egea)