El arte de amar

Alternativamente, en una secuencia que se repite en espiral, siento que estoy enamorado o noto que me falta algo.

Cuando me siento enamorado espero recibir, pero nunca consigo averiguar el qué. Porque la droga de las pieles se atenúa con la persistencia de las dosis y dejan de sonar los truenos como en una tormenta que se aleja.

En cambio, cuando noto que me falta algo, tengo ganas de dar, pero tampoco soy capaz de saber a quién. Suceden los truenos por dentro, yo soy la tormenta y no encuentro dónde llover.

A veces las tormentas te pillan en el desierto, temes que un rayo te parta y respiras agitadamente. Pero otras veces, mientras miras muebles en una tienda, la manta de agua parece como si no fuera contigo, ajena, inofensiva, simple.

El deseo, que va y viene sin control aparente, cuando se anuncia se estropea como el final de los veranos. Ofrecerlo no es sinónimo de acertar, porque lo que se pone en bandeja se convierte en rutina rápidamente y deja de interesar; pero es que negarlo levanta barreras altísimas e invisibles y se acaba buscando en otro lado.

Algunas veces me siento enamorado y, otras veces, alternativamente, noto que me falta algo. Y me resulta imposible calcular una cara de la moneda mientras estoy en la otra, porque cada vez es la primera vez, aunque imagine a colores y sobre papel satinado la importancia de lo que no hice.

Decirlo es siempre un punto de inflexión, porque después de las palabras no se puede actuar como después del silencio. Si no lo hubieras dicho, si yo lo hubiese dicho de otro modo, de haberlo callado… Contarse es inventarse para el otro, impedir que te conozca a su modo, pero callarse es dejar que te invente en el aire, sin más posibilidad que la de luego esperar el desencanto.

Así que a veces me siento enamorado y, otras veces, noto que me falta algo. Pero me temo que no es alternativamente, sino a la vez.

Quizás la cura sea engañarnos -no pongas esa cara, que es algo que está a la orden del día-. Engañarnos o, mejor dicho, seguirnos engañando, mutua y alternativamente, y aceptar que siempre nos falta algo. Hasta cuando nos amamos de memoria.

EN LOS DIAS DE LLUVIA
II

… Yo recuerdo
los primeros abrazos, solitarios,
a la pared pegados,
huyendo de la lluvia
de una vieja ciudad,
recién enamorados todavía,
felices y nerviosos.

O la humedad imprevista de tu pelo
empapado de amor y de tormenta
en los campos abiertos
igual que nuestros cuerpos a la furia de agosto.

Y las noches de paz malhumorada
donde el amor pugnaba sobre el frío,
tiritando debajo de las nubes
sobre un lecho de escarcha.

Y recuerdo
la lluvia mansa, lenta, que araña los cristales
como araño tu piel,
de la misma manera que el tiempo nos araña
una vez descubierto
que también es hermoso amarse en la memoria
y en la complicidad.

Abramos el balcón,
aullémosle a la luna
estirados de cuerpo para arriba,
hermosos como lobos
que ahora entienden el rumbo del que vienen,
que ahora saben el tiempo en el que habitan.

Es una luz distinta
la de estos contornos.

Sobre tu piel se aplastan
las gotas de la lluvia
y la tierra se extiende manchada como un tigre.

(Luis García Montero)

The lunch box

Quiero creer que sí, que hay trenes equivocados que te llevan al lugar correcto. De hecho creo que todos los trenes, equivocados o no, te llevan al sitio exacto.

Y son los errores de otros también, no sólo los propios, los que te remueven por dentro y te llevan a un momento insospechado que te cambia el mundo, aunque padezcas a cambio llenarte el estómago de fuego.

Si no tienes a quién contárselas, las cosas se olvidan. ¿Sabes? Es tan difícil… Unas veces porque faltan palabras, otras porque sobran cosas. Aunque lo más difícil siempre me ha parecido que consiste en acertar cómo contarlas.

Y aquí me tienes intentando decir no sé bien qué, algo, una de esas cosas que, sin esperarlo, te despeluznan para que tengas sueño y te susurran para que no te puedas dormir. Una de esas cosas que cuesta trabajo traducir a otra cosa que no sean metáforas de trenes o de condimentos, cosas que sólo son visibles cuando apartas el mundo que las atraviesa y lo simplificas todo hasta dejarlo en los huesos.

Pero es que no sé cómo contarlo y hasta es posible que no tenga a quién. Porque me gustaría escribir un bello texto sobre la «tergura», que es como una salsa agridulce y anaranjada que se le echa a la vida de primavera y que le da a todo un sabor… cómo decirlo… agradable, conocido, de tu peso…

Hay tantas cosas que decir, que se empieza por lo más sencillo, por comentar los suicidios o hablar de geografía, por encontrar las cintas perdidas en una caja. Porque contar siempre comienza por mirar adentro, a eso que uno no consigue sacar ni siquiera en las veladas románticas o en la vieja escena del dormitorio, cuando te vistes de madrugada más torpemente y más triste que cuando te desnudaste, al poco de llegar oscuro como un bandido.

No doy con el tono, ni con el ritmo, la música me huye cuanto más me empeño en perseguirla por los renglones torcidos. Ya sé yo que el mundo no es así de sencillo como escribir una nota breve a un desconocido, que hay ruido de fondo en los trenes abarrotados y en el desamor cotidiano, que todo lo que decimos puede ser usado en nuestra contra cada vez que nos perjudique un veredicto, que cada palabra es el filo de las dos caras que acabamos viendo en cada espejo.

Me temo que no sé decirlo, que no sé explicar por qué la ternura y la amargura empiezan de distinto modo, pero acaban en lo mismo. Que no consigo encontrar la metáfora precisa para contar que una flor que se abre en la India puede provocar un huracán después de un concierto de Danza Invisible…

¿Será verdad que si no tienes a quién contárselas, las cosas se olvidan? Hay que contarlas y exponerse a que te ofenda que me parezcas fría, hay que contarlas y arriesgarse a la lástima de que te quedes justo después de que sea mejor que cada uno duerma en su cama, hay que contarlas y lanzarse a la ferocidad de las explicaciones infinitas…

O quizás sea mejor no contarlas para que se olviden.

¿Serás, amor…
¿Serás, amor
un largo adiós que no se acaba?
Vivir, desde el principio, es separarse.

En el mismo encuentro
con la luz, con los labios,
el corazón percibe la congoja
de tener que estar ciego y sólo un día.

Amor es el retraso milagroso
de su término mismo:
es prolongar el hecho mágico
de que uno y uno sean dos, en contra
de la primer condena de la vida.

Con los besos,
con la pena y el pecho se conquistan,
en afanosas lides, entre gozos
parecidos a juegos,
días, tierras, espacios fabulosos,
a la gran disyunción que está esperando,
hermana de la muerte o muerte misma.

Cada beso perfecto aparta el tiempo,
le echa hacia atrás, ensancha el mundo breve
donde puede besarse todavía.

Ni en el lugar, ni en el hallazgo
tiene el amor su cima:
es en la resistencia a separarse
en donde se le siente,
desnudo altísimo, temblando.

Y la separación no es el momento
cuando brazos, o voces,
se despiden con señas materiales.

Es de antes, de después.

Si se estrechan las manos, si se abraza,
nunca es para apartarse,
es porque el alma ciegamente siente
que la forma posible de estar juntos
es una despedida larga, clara
y que lo más seguro es el adiós.

(Pedro Salinas)

Olvidaba decirte

Olvidaba decirte que todo lo que siento no te lo digo, que hay palabras que se me quedan dentro, que luego me llega la rabia de no habértelas dicho.

Para eso escribo, para que se me queden menos cosas en el tintero, para que mi falta de vocabulario no se vuelva sombra, por si mis problemas de memoria se deshicieran en versos.

No siempre consigo ponerme el corazón en la boca. Me guardo pensamientos por el pudor de sentirme pequeño, para no agobiar con flores a maría, porque no hay nada peor que sentir que se sobra. Me dejo dentro palabras que tendría que decirte al oído, que debería insertarlas entre tu dolor de cabeza haciéndose nuestro y mi mano resbalando por tu mentón.

Supongo que te lo imaginabas, que mi preferencia por los silencios escondía alguna trampa, que no me gusta vaciar los secretos sin aprovechar toda su ternura, que yo también tengo miedo de la cursilería que llevo dentro.

Pero quiero que sepas que, aunque no todo te lo digo, todas las palabras que te digo al oído son palabras sinceras, las siento tal y como las escribo, me las creo tal y como las pronuncio en voz baja. Cada palabra que te digo es verdad, aun sabiendo que nadie puede ser completamente objetivo.

Olvidaba decirte, también, que si notas que te acaricio, es porque me gusta hacerlo; que si me ves mirarte embobado, es porque lo estoy cuando te miro.

Y olvidaba decirte que, si te echo de menos, es porque quiero más.

DECIR, HACER
A Roman Jakobson
Entre lo que veo y digo,
Entre lo que digo y callo,
Entre lo que callo y sueño,
Entre lo que sueño y olvido
La poesía.

Se desliza entre el sí y el no:
dice
lo que callo,
calla
lo que digo,
sueña
lo que olvido.

No es un decir:
es un hacer.

Es un hacer
que es un decir.

La poesía
se dice y se oye:
es real.

Y apenas digo
es real,
se disipa.

¿Así es más real?
Idea palpable,
palabra
impalpable:
la poesía
va y viene
entre lo que es
y lo que no es.

Teje reflejos
y los desteje.

La poesía
siembra ojos en las páginas
siembra palabras en los ojos.

Los ojos hablan
las palabras miran,
las miradas piensan.

Oír
los pensamientos,
ver
lo que decimos
tocar
el cuerpo
de la idea.

Los ojos
se cierran
Las palabras se abren.

(Octavio Paz)

DESTINO DE POETA
¿Palabras? Sí, de aire,
y en el aire perdidas.

Déjame que me pierda entre palabras,
déjame ser el aire en unos labios,
un soplo vagabundo sin contornos
que el aire desvanece.

También la luz en sí misma se pierde.

(Octavio Paz)

Somos vocabulario

Somos puro vocabulario. Estamos hechos, ni más ni menos, que de las palabras que usamos. Al fin y al cabo, es falso (y, por tanto, no digo que sea mentira) que los hechos nos preceden o nos califican.

Porque la realidad es efímera, la gran mayoría de los actos que uno hace son (salvo que estemos en Gran Hermano) privados. Cualquier comportamiento que tenemos es interpretable, opinable y hasta analizable desde diferentes «creencias» que modifican su entendimiento por parte de los espectadores.

Uno es siempre quien dice que es. Uno es siempre quien los demás dicen que es. Yo soy quien tú dices; pero sólo soy si me dices.

Elige bien las palabras con las que me haces existir, porque de ellas dependo. Si dices que soy bueno, lo seré. Si me tomas por celoso, irritable, miserable o santo, seré todas esas cosas juntas y a la vez. Me tienes en tus labios ¿acaso no lo sabías ya?

Del mismo modo, por la misma regla de tres, un día, tal vez, por fin me creas y puedas entender entonces, que eres exactamente como yo te cuento, lo que siempre te digo, eso que tantas veces repito: mi vida.

A VECES
Escribir un poema se parece a un orgasmo:
mancha la tinta tanto como el semen,
empreña también más en ocasiones.

Tardes hay, sin embargo,
en las que manoseo las palabras,
muerdo sus senos y sus piernas ágiles,
les levanto las faldas con mis dedos,
las miro desde abajo,
les hago lo de siempre
y, pese a todo, ved:
¡no pasa nada!
Lo expresaba muy bien Cesar Vallejo:
«Lo digo y no me corro».

Pero él disimulaba.

(Ángel González)

La vida secreta de las palabras

Me habló de su sueño con «tata de tocholate» y tuve que reírme a todo pulmón. Me invitó a asistir a una estancia rural y rechacé la oferta. Me contó sus problemas de intendencia como disculpa para las cervezas y me extrañó su acercamiento a estas alturas de partido.

Me pidió que arreglara un ordenador y le expliqué el mecanismo del enchufe. Me propusieron que arreglara otros dos más y les recordé las precauciones que no habían tomado. Me contó la operación de su madre y me alegré de que ya estuviera en casa.

Me dijo que su hijo estaba mejor y sonreí al saberlo. Me invitó a subir al coche y preferí bajar la cuesta, aunque luego me alegró que, cargado, a la vuelta, me la subiera sin pies.

Me comentó sobre una película con bolero y le recordé un chiste antológico. Me escribió «anexos» y yo respondí con «zafes». Me preguntó cuántos kilos de tomates y le dije que dos. «Fortuna» fue la palabra que le dije mientras me preguntaba con cara de circunstancias. Me dijo sin pronunciar ninguna erre que la tela de mosquitero estaba en la otra tienda y le di las gracias.

Me habló de su infancia valenciana y respondí con una frase genérica. Me dijo que vendría hoy y mañana, y le dije que cuando quisiera. Me pidió un número de teléfono y se lo dí con los dedos. «Bienvenido», parpadeó; y yo le dije «Retirada de efectivo». En tres mensajes apareció mi nombre, en la ventanita de una factura y en la foto de un comentario.

Primero fue «ni hao» y luego «zian jian». Ninnette dice que está embarazada y el señor de Murcia calla. Los muertos vivientes no dicen nada, solo muerden; y ella tampoco dice mucho, solo dispara. Hay que dejar la bellota una noche en agua antes de plantarla, dijo a la audiencia, mientras yo pulsaba el seis.

Estrategias metodológicas rezaba el apartado que borré por accidente. Le dejo escrito en una nota que me cobre los productos de limpieza que faltan. Su pedido ha sido confirmado, decía el email. «Es que no estoy en la casa, luego te lo digo» me dice cuando le pregunto por la cena. Suena el móvil con dos pitidos y al leer reflexiono que las palabras no deberían perderse con el suministro eléctrico. En todo caso, que se pierdan en el aire; o en la traducción.

Se me ocurrió decir algo para matar el silencio y darle ánimos, me respondió con una serie de catastróficas desgracias y un beso. Este texto se titula «la vida secreta de las palabras». Tecleo «palabras», «vida», «secreta», «decir», «contar», «hablar», «comunicación» y algunas otras etiquetas más. Le doy a «publicar».

Entonces releo el artículo y recuento todas las palabras propias y ajenas de hoy. Y echo de menos las que no he dicho, las que no me han dicho. Las pronuncio en voz baja, muy baja, tan sólo para mí; como si esas palabras tuvieran una vida secreta que se deshace cuando, otro yo, las lee o las escucha.

Y muy bajito vuelvo a decírmelas, mientras pienso que a dónde irán a parar -a qué oscuro pozo de memoria, a qué claro manantial del olvido-, todas las palabras que nacen y mueren en este nueve de octubre, y que no me han servido para nada.