Planes para mañana

Ningún efecto tiene una sola causa. La posibilidad de elegir entre veinte años y un sueño requiere haber alimentado ambos. Decidir si se sigue con el embarazo o no, proviene… bueno, ya se sabe de dónde, de cuándo y, generalmente, hasta de quién.

Decidir es el más difícil ejercicio de este devenir que llamamos vida. Y nosotros lo complicamos aún más, fervientemente. Nos damos, con devoción, a la búsqueda del motivo, a la causa del desastre o dibujamos a grandes rasgos y con vocablos enormes, sobre el horizonte que se abre, la salida del laberinto.

Hace tiempo que lo dije. Hay doce razones para todo, y otras doce para todo lo contrario. Lo que no dije, lo que no sabía, es que las venticuatro son mentira.

¿Qué querré dentro de diez años? ¿Qué quiero ahora? Todo son imaginaciones nuestras que vienen en su momento y que, más tarde, cambian hacia las siguientes que, nuevamente, son tan mentira como las anteriores.

Tirar una familia después de veinte años o dejarse llevar por el corazón envalentonado, son, sencillamente, melodramas aprendidos, palabras que se caen por su propio peso y que, al caer, nos liberan o nos atragantan, o las dos cosas a la vez.

Si hay alguna certeza, si alguna realidad es verdaderamente cruda, es que sólo nos mueven las mentiras que nos fabricamos nosotros solos o, en multitud de ocasiones, en complicidad con quienes se atreven a dar con el consejo exacto que queríamos escuchar.

Pero es que no existe el ejemplo perfecto de otra vida que pasó por lo mismo que nosotros estamos pasando porque, nadie puede vivir más vida que la suya y, por supuesto, en régimen de sociedad limitada con el desfile de personas por las que pasamos.

Que tal vez sea la última oportunidad de ser madre es, simplemente, mentira. Que lo nuestro funcione bien como está es, a todas luces, una cortina de humo. Que la vida en Londres sea LA vida es una película que nos hemos contado tantas veces que es muy difícil no creérsela.

Quizás no haya que pensar tanto y dedicarse tan solo a decidir. ¿Qué hay entre nosotros que, sin embargo, puede tirarse a la basura en un minuto y cambiarlo por un quizás? Una conexión especial, un hijo o una hija adolescente, un tren de vida fantástico… ¿Dónde están aquellos años de facultad cuando reír era nuestro mundo y mirarnos parecía una religión?

Responder estas preguntas parece un ejercicio trascendente y, sin embargo, sólo es atascar las ruedas en el barro, meter palillos a la vez en la cerradura de la puerta de salida y en la de entrada. Lo cierto es que no hay nada entre nosotros que no pueda tirarse a la basura y cambiarlo por otro engaño nuevo, de esos que vienen con las manos limpias y diversiones sin estrenar.

Nadie sabe lo que querrá dentro de cinco años. Nadie, hace dos, se imaginaba que ahora querría lo que quiere. El mes que viene no sabemos cuál será el número de la suerte que marquemos en el teléfono.

«Sólo tengo una vida», dijo triste, pero sin temor a equivocarse, «y tú también». ¿La puerta de la derecha o la de la izquierda?, me pregunto. «Te quiero», «pesa mucho», «ahora no», «ya veremos»…

 Las venticuatro razones son mentira y, al saberlo, se hace aún más difícil decidir si sufrimos por dar el paso o por no darlo. Y sólo queda abandonarse al deseo que, aunque también es mentira, es un poco más verdad que lo demás.

¿No hacer planes para mañana porque, quién sabe? Otra mentira. Hacerlos y no tener miedo a Londres, sin mirar atrás. Lo único que sí recomiendo encarecidamente es no discutir mientras se conduce.

Ícaro
La meta es como un túnel, se nutre de tiniebla.

Lo propio de las alas es quemarse
cinco minutos antes de llegar hasta el sol.

Toda meta es un túnel que te absorbe,
es una oscuridad que se alimenta
de tu propia sustancia y de tu olvido
y ese modo de muerte que es el conseguir.

Cuando uno logra un fin se queda triste.

La meta se lo traga.

Mejor ser el mejor sin beso de champán, sin aureola.

Y el sueño se ha quemado en su inminencia,
como sabiendo que vencer es chusco.

Tus sueños se han quemado de pura lucidez.

(Álvaro García)

Doce razones

¿Por qué ayer sí y hoy no? Sé que hay doce razones para todo.

Escribo aquí por la soberbia de creer que puedo, por la vanidad de parecerte más listo de lo que soy, por el egoísmo de tenerte pendiente de mis letras. Escribo por el entusiasmo de un reto, por la envidia de los que son capaces de explicar todo con el detalle suficiente para ser entendidos. Escribo para no sentirme solo.

Por la alegría de que me lo hayas pedido, contra la inconsciencia de los efectos secundarios, por si te cambia la vida sin que lo sepas. Escribo por el placer, para añadir coquetería a mi vida, con el atrevimiento de la ignorancia más supina. Y la última, es que escribo porque quiero.

Del mismo modo que deseo por otras doce razones consecutivas, aparentemente distintas, pero muy similares, a las doce por las que quiero, a las doce por las que me siento vivo, a las doce por las que me levanto cada mañana, a las doce por las que canto bajito algunos boleros.

Sé que hay doce razones para todo. Pero -y de esto me acabo de dar cuenta mientras pensaba en las doce razones necesarias para escribir este encargo-, del mismo modo, por la misma razón, sé que también hay siempre doce razones para lo contrario.

Que, además, podrían ser exactamente las mismas sólo que, quizás, con la botella más medio vacía. Y entonces, quizás podría no haber escrito este texto por la soberbia de creer que no puedo, por la vanidad de parecerte más discreto al callar como si supiera de un secreto, por la enorme retahíla de etcéteras que antes puse a favor…

Si la vida se analiza, uno encuentra doce razones para todo, doce para lo contrario, doce para festejar cualquier error, doce para fastidiar el mayor de los aciertos. Pero si se analiza la vida, deja de ser vida y se convierte en un puro razonamiento confuso.

Hay doce razones para todo y para todo lo contrario. Pero la cuestión verdaderamente importante es que yo he elegido escribir.

Hoy sí.

COREOGRAFÍA

Para mí amigo Carlos Cortés

No sé qué cosa es una guerra
y tengo como prisión al cuerpo
y alma como campo de batalla.

Me debato entre la duda
de reflexionar o fluir;
esto es situarse en el palco de los espectadores,
o estar
en cada íntimo instante del milagro.

Vivo de pedacitos,
pero aspiro a la totalidad,
es decir a Mozart y al poema que me redima
y me revele los espacios absolutos
y la nada.

Percibo de mí
los sitios más secretos:
la culpa,
una tercera conciencia de las cosas,
la dualidad del pensamiento,
la ira pequeña
por lo que ya ocurrió.

Pero he vivido poco. Treinta años.

Dos amores de piel
y un querer abandonar
esta espera que me señala la vida.

Anhelo la anarquía,
el más tierno desorden del amor,
la cábala
los relojes de arena y una habitación sencilla.

Quiero tener un destino trazado de antemano,
encontrarme con Dios
y los abismos
y no tener conciencia de la llama.

Ser la llama misma y la aventura.

Pero vengo de soledades últimas,
de conversaciones que nunca concluyeron,
de espejos que me miraron desde la infancia hasta ahora,
de abandonados armarios de caoba que fueron
de tías o de abuelas remotísimas.

Cuán poco he vivido.

No conozco la guerra. Y tampoco la paz.

Me duele la orfandad,
el desarraigo,
el sentirme extranjera en cualquier sitio,
el no pertenecer
a una familia o a una patria.

No puedo narrar una batalla;
ni hablar del hambre y de la peste,
ni escribir la canción de algún soldado herido,
ni hablar de mujer violada,
ni decir cómo es un cementerio después de una llovizna.

Pero anhelo decir en el poema
que la vida me conmueve,
que respiro mejor cuando me entrego,
que necesito amar de la manera más simple y primitiva.

Me gusta la paz y la defiendo
y la guerra cuando es justa,
y el sabor de las mandarinas cuando llega el verano,
que me gusta ser una y arraigarme en el cosmos,
y sentir que mi vida palpita al mismo tiempo que la vida,
aunque no haya vivido,
aunque mi hambre sea de infinito,
aunque no sepa expresar
que por alguna razón precisa estoy aquí,
a punto de vencer,
a punto de morir,
de vivir.

(Mía Gallegos)

La madeja roja

Suavemente, despacio, agua mansa,
llega la tristeza transeúnte
para alojarse donde el frío
nunca se quita, donde habita
el temor a lo que no retrocede.

Y se queda, como una tarde de domingo
que ya nace desmesurada y rota,
la obsesión de las amapolas
por nacer entre las tapias
de las que nadie se acuerda.

¡Qué oportuna la lluvia
quedándose fuera del túnel
que nos impide ir a Francia!
Porque siempre hay un túnel,
y siempre hay unas tijeras que acuden
a hurtar el cabello de las derrotas.

De tu ventana a la mía,
por el brillo reflejado de un espejo,
va rodando una madeja roja.

Es muy difícil decidir
entre arroz y judías,
entre palparse completa el alma vacía
u ofrecerle el corazón a las sombras.

También yo habría querido,
aún quiero, seguir andando,
matar la luz del invernadero,
ir a Francia; aun sabiendo
que todas las cartas son mentira,
que las mariposas volvemos a ser larvas
con el paso de los años.

ABANDONADOS
Tocamos la noche con las manos
escurriéndonos la oscuridad entre los dedos,
sobándola como la piel de una oveja negra.

Nos hemos abandonado al desamor,
al desgano de vivir colectando horas en el vacío,
en los días que se dejan pasar y se vuelven a repetir,
intrascendentes,
sin huellas, ni sol, ni explosiones radiantes de claridad.

Nos hemos abandonado dolorosamente a la soledad,
sintiendo la necesidad del amor por debajo de las uñas,
el hueco de un sacabocados en el pecho,
el recuerdo y el ruido como dentro de un caracol
que ha vivido ya demasiado en una pecera de ciudad
y apenas si lleva el eco del mar en su laberinto de concha.

¿Cómo volver a recapturar el tiempo?
¿Interponerle el cuerpo fuerte del deseo y la angustia,
hacerlo retroceder acobardado
por nuestra inquebrantable decisión?
Pero… quién sabe si podremos recapturar el momento
que perdimos.

Nadie puede predecir el pasado
cuando ya quizás no somos los mismos,
cuando ya quizás hemos olvidado
el nombre de la calle
donde
alguna vez
pudimos
encontrarnos.

(Gioconda Belli)