El teorema Cero

Nos estamos muriendo, aquí, entre publicidades intrusivas y mentirosas, calculando entidades esotéricas que tienen vida propia y se nos escurren entre los dedos.

Preferimos que no nos toquen, que no nos agobien con los plazos de las descargas, que no nos hagan salir de casa. Todo se derrumba cuando no acertamos, excepto esta manía de hablar de nosotros mismos en plural, como si así se espantara la soledad.

Quizá pueda demostrarse el teorema Cero, siempre hay alguien empeñado en hacerlo, y todo se resuelva en nada. Si sólo se vive esperando el final de la película, pasan inadvertidas las tramas, los ambientes asfixiantes y la locura estrepitosamente cuerda del protagonista no sirve, efectivamente, para nada.

Siempre queda ser una herramienta, compartir con otras el trabajo y la evasión, aceptar los consejos sobre el amor de un niño de quince años y desear volver a una playa en la que no termina nunca de ponerse el sol.

Nos necesitamos, estamos conectados de alguna manera, confía en mí, pero los principios marcan la línea que se sigue después y ella tiene que irse, desolada, porque las decepciones atacan con más fuerza que la ilusión de la que provinieron.

Respiremos hondo. Estamos esperando una llamada que no llegará nunca. Nadie pulsará nuestros números y, cuando descolguemos, vaciará en nuestros oídos la verdad, ese sentido de la vida que tanto nos empeñamos en buscar y que nunca aparece cuando se le necesita.

No es necesario tener sentido para existir. No hace falta un gran plan del universo para vivir. Estamos aquí. Pero hay que despreocuparse del teléfono.

No nos gustan las fiestas porque no sabemos dónde ponernos. En realidad, cualquier sitio es el nuestro.

Septiembre, 22
Me dices que es absurdo el universo,
que la vida carece de sentido.

Pero no es un sentido lo que busco,
cualquier explicación o una promesa,
sino el estar aquí y a la deriva:
una simple botella que en la playa
aguarda la marea.

Sí, la palabra justa es abandono:
una dulce renuncia que me nombra
señor y dueño al fin de mi camino.

Queden hoy para otros
los afanes del mundo, y que mi mundo sea
la magia de esta casa
tomada en su quietud por la penumbra,
saber que nadie llegará
a interrumpir mi tarde,
que no habrá sobresaltos,
ni voces, ni horas fijas,
porque ahora es tan sólo transcurrir
mi gran tarea.

(Vicente Gallego)

El sentimiento nuevo

Cuando escucho toser a hierro, cuando no tengo noticias o no son buenas, cuando veo ojos mirando al suelo, reconozco tener un sentimiento nuevo.

Una bola de plomo se me adhiere al estómago y me cuesta respirar. Entonces no puedo dar sino pasos cortos, apenas levantando los pies del suelo, en trayectos que nunca son rectos, sino que se oblicuan sobre algún mueble en el que pueda sentarme llegado el caso.

Noto una especie de nudo en la garganta, que no es de llanto ni de grito, sino de silencio. Me tiemblan las manos y procuro tenerlas escondidas en los bolsillos todo lo que puedo.

Sucede que las alegrías cotidianas son más tenues, que no consigo sostener el fino hilo de las conversaciones en las que me veo envuelto de repente, que mi mente deja de estar en blanco para volverse gris y lenta.

No consigo concentrarme en nada útil, leer me parece una utopía y escribir una odisea por entre palabras que me llegan sin orden ni concierto ni objetivo ni belleza.

A veces, el nuevo sentimiento, se parece a un enfado. Como un enfado sin nombre contra cosas innombrables, como una angustia de perdedor mal acostumbrado, como si variara el centro de gravedad de una rabia interior y se desplazara mucho más adentro.

Cuando escucho los adjetivos de la derrota como principal argumento, cuando detecto, en otra voz que sale rota, los armónicos de la decepción. Cuando entreveo el aura inconfundible de la tristeza en cada conversación, padezco enseguida los primeros síntomas de un sentimiento nuevo.

A veces se parece a una transfusión de estupor ajeno y rh negativo, como si se produjera un siniestro de tristezas con daño a terceros, como una arruga del alma que no hay modo de alisar de nuevo. Como una ansiedad impropia, como un pellizco profundo por debajo del diafragma, como un asma que convierte los pensamientos en materia tóxica.

Digo que es nuevo, no porque yo lo haya inventado, ni porque sea el único que lo padece. Sino porque no consigo nombrarlo adecuadamente ni expulsarlo de ninguna manera. Y me enturbia las noches y me ralentiza los días y me convierte las tardes en interminables.

Sólo se me ocurre correr, saltar a la calle de nadie, perderme entre la gente, mirar escaparates que no me interesan o poner alguna música que conozco y cantarla a voz en grito.

También puede ser que no sea tan nuevo este sentimiento, sino que sea antiguo y regrese con renovado efecto. Quizás, simplemente, el miedo a perder el infinito ahora, justo ahora que está tan cerca, en la palma de la mano. Tal vez sea un contagio de temores rubios con agravante navideño. Es posible que se trate de una fisura mal curada en la esperanza o un pinchazo en las ruedas de un sueño.

No consigo sacudírmelo y que caiga al suelo, para dejar de mirar con gula las pastillas prohibidas y con ira la incertidumbre que cada día dibuja en el cielo.

Pero no podrá conmigo. Tarde o temprano, encontraré el modo de respirar hondo y reír al mismo tiempo. Y este nuevo sentimiento, pasará con honores a su lugar preferente en el olvido, como han pasado tantos otros, como tienen que pasar muchos de los venideros.

El miedo, no. Tal vez, alta calina,
la posibilidad del miedo, el muro
que puede derrumbarse, porque es cierto
que detrás está el mar.

El miedo, no. El miedo tiene rostro,
es exterior, concreto,
como un fusil, como una cerradura,
como un niño sufriendo,
como lo negro que se esconde en todas
las bocas de los hombres.

El miedo, no, Tal vez sólo el estigma
de los hijos del miedo.

Es una angosta calle interminable
con todas las ventanas apagadas.

Es una hilera de viscosas manos
amables, sí, no amigas.

Es una pesadilla
de espeluznantes y corteses ritos.

El miedo, no. El miedo es un portazo.

Estoy hablando aquí de un laberinto
de puertas entornadas, con supuestas
razones para ser, para no ser,
para clasificar la desventura,
o la ventura, el pan, o la mirada
-ternura y miedo y frío- por los hijos
que crecen. Y el silencio.

Y las ciudades rutilantes, huecas.

Y la mediocridad, como una lava
caliente, derramada
sobre el trigo, y la voz, y las ideas.

No es el miedo. Aún no ha llegado el miedo.

Pero vendrá. Es la conciencia doble
de que la paz también es movimiento.

Y lo digo en voz alta y receloso.

Y no es el miedo, no. Es la certeza
de que me estoy jugando, en una carta,
lo único que pude,
tallo a tallo, hacinar para los hombres.
(Rafael Guillén)