Esquinas, rincones, portales (I)

Deshaucio
La luz de la lámpara ensordecida
en aquella noche sin ventanas.

O el tumulto de un roce.

Las palabras, que vuelven o se escapan,
de tantas veces como estuvieron dichas.

Las lágrimas y las risas,
el cuarto del incendio, la nieve
que chorreaba aquella tarde de marzo
entre tus besos llenos de frío.

El olor a carne recién amada
y el desencanto posterior.

La parte del color del trigo
que todavía me asalta la memoria,
las noches de insomnio, la soledad
cuando se va deshaciendo la madrugada
en cigarros y duermevela.

Todo lo que siempre llega tarde
y todo lo tarde que llegamos siempre.

Unos cuantos litros respirados de aire
en las proximidades de los besos,
las manos que se buscan, los ojos
que traen un sueño mientras otro es el sueño
que los cierra en la lejanía.

Diversos números de teléfono olvidados.

Aquel aroma tuyo a dulce melancolía.

Todo lo que he sido, todo lo que soy,
todo lo que tengo
está en eso que ya no es mío:
este es el inmenso desahucio
a que nos va sometiendo la vida.

Aunque más tristeza la de quien pueda
vivir sin necesitar algún olvido
que espantar en las canciones de moda,
que echarse a los poemas.

(La vida es insomnio, diciembre 2011)

De la nostalgia
Recuerdo solamente que he olvidado el acento de las más amadas voces,
y que perdí para siempre el olor de las frutas de la infancia,
el sabor exacto del durazno,
el aleteo del aire frío entre los pinos,
el entusiasmo al descubrir una nuez que ha caído del nogal.

Sortilegios de otro día, que ahora son apenas letanía incolora,
vana convocatoria que no me trae el asombro de ver un colibrí entre mi cuarto,
como muchas madrugadas de mi infancia.

¿Cómo recuperar ciertas caricias y los más esenciales abrazos?
¿Cómo revivir la más cierta penumbra, iluminada apenas con la luz de los Beatles,
y cómo hacer que llueva la misma lluvia que veía caer a los trece años?
¿Cómo tornar al éxtasis de sol, a la luz ebria de mis siete años,
al sabor maduro de la mora,
a todo aquel territorio desconocido por la muerte,
a esa palpitante luz de la pureza,
a todo esto que soy yo y que ya no es mío?
(Darío Jaramillo Agudelo, Poemas de amor, 1986)

Un día perfecto

Desde dentro cualquier guerra parece un juego de niños con pistola. Un balón que se arrebata, una estrategia comercial alrededor de un pozo.

No hay tiempo para pensar en la barbarie y en las ruinas. La vida se resume en acertar el lado por el que sortear las vacas muertas.

Uno se olvida de que el traductor tiene familia en el centro del huracán y los días pasan transitando caminos polvorientos en busca de una cuerda.

Porque una cuerda que se rompe es la clave del drama, una pelota escondida en la masacre, un perro condenado a muerte por soledad.

Porque tu ex aparece para recordarte que jugar es lo que haces siempre, como si la vida no fuese en serio y pudiera pararse la guerra para elegir entre salmón y beis.

He empezado diciendo desde dentro porque suele confundirnos la rutina de los días, el devenir de los acontecimientos se empecina en no dejarnos mirar alrededor y nos parece estar dentro. Pero cuando todo, la bandera, los cadáveres, el perro, desaparecen al compararlos con una cuerda, la realidad es que estamos fuera.

Es difícil distinguir entre ser espectador y cooperante, tan difícil cómo saber si estás fuera o dentro, tan complicado como querer entrar estando fuera, tan jodido como querer salir sin que se enteren los vecinos.

Supongo que hay que mirar alrededor e imaginar lo que pasaría si uno abandonase la trama, hacia dónde cambiaría de sitio el dolor que se rezuma. Supongo que poder abandonar el campamento, poder salir a la calle mientras suben los títulos de crédito, te coloca fuera del todo aunque haya un pellizco del corazón que se te quede doblado.

Supongo que volver cada uno a su vida es síntoma de que un día perfecto no puede ser perfecto si no desemboca en otro más perfecto todavía. Y aunque reconozco el mérito, el gran mérito de querer quedarse, de creer que se ayuda, entiendo que poder irse lentamente es lo mismo que estar fuera.

Uno nunca sabe dónde está. Y siempre sobrecoge creerse dentro y averiguar que se está fuera, completamente fuera, tan lejos… que ni siquiera es necesario irse: basta con colgar el teléfono.

O dejarse llover, como se deja llover esta mañana de domingo de otro día perfecto.

Un día en la penumbra te enamoras de tu amor imposible.

Una breve charla, si acaso una mirada, una sonrisa leve,
un levísimo guiño inolvidable
y cae el azul entero de cielo sobre tu alma
y desfalleces de la dicha,
llueve la luz en tus adentros.

Sabes que es un amor imposible.

Sabes que no hay manera de cruzar una vida con la otra,
que, acaso, fue una fortuna que un día tocaras a tu amor imposible.

Pero también sabes que es imposible tu amor,
que no lo verás más,
que el amor que le tienes a tu amor imposible
no necesita a tu amor imposible,
que amas a una quimera que un día se encarnó debajo de la piel
más lejana y que más amas.

(Darío Jaramillo Agudelo)

El misterio de la felicidad

Sólo hablamos de lo que vivimos, de cómo lo vivimos y sólo somos capaces de desear aquello que nos falta.

La «bastantidad» es un espejismo. En realidad, necesitamos muchas cosas para ser felices, para sentirnos bien. Pero no por una cuestión de cantidad, o de diferenciación de necesidades, sino porque olvidamos con facilidad lo que tenemos.

Comer y beber, el resto es divertirse. Hablamos de lo que vivimos, civilizados, relativamente cultos, asentados. Rápidamente obviamos lo que tenemos asegurado, empezando por obviar, precisamente, a quien tenemos delante mientras hablamos.

Como no vivimos en Gaza, ni en Liberia, ni en Etiopia, ni en Groenlandia, olvidamos lo importante que es poder dormir sin el miedo a que un proyectil derribe tu casa, sin el miedo a que cada dolor de cabeza corresponda a un virus mortífero, sin el miedo a que te secuestren los narcos. Llegamos a final de mes, tenemos casa, oficio, familia, espacio, tranquilidad.

Dormimos en un colchón, ponemos nuestro aire acondicionado o la calefacción y despreciamos el agua fría que sale del grifo hasta que alcanza la temperatura que preferimos para la ducha. Y pintamos la casa o le ponemos un toldo, cambiamos los cuadros de sitio y pasamos una tarde entera eligiendo los cojines nuevos del sofá.

Comer y beber, el resto es divertirse. Porque ya damos por supuesto todo lo que olvidamos que tenemos. Te decía yo, que también existe una necesidad estética, de rodearnos de un entorno material que nos agrade. Pero más importante todavía es la necesidad ética de ser los buenos de nuestra película.

Me salen más necesidades. Si no tenemos a quién contárselas, se nos olvidan las cosas, nos pasa por encima lo vivido sin pena ni gloria. Por eso necesitamos memoria, aunque siempre se nos olvida que hay un alguien ahí, que nos escucha o nos lee.

La última necesidad que propongo, no sé si es general o sólo de mi película. Necesitamos expectativas, planes, sueños; la inconsciencia de creer que mañana no será el último día para contrarrestar la indolencia de saber que todo acaba, que todo cansa.

Me preguntaste una tarde que qué espero de la vida. Comer, beber, divertirme, por supuesto. Pero también espero que me permita, antes de que sea demasiado tarde, aprender a hablarte como te escribo. Porque si no tenemos a quién contarle las cosas, los sueños, la parte de la vida que nos toca, se nos olvida quiénes somos, que estamos vivos, que alguna vez alguien, algo, nos rozó.

Comer, beber, divertirse. Pero también, y sobre todo, desear lo que no tenemos, lo que hemos perdido, lo que nunca conseguiremos encontrar.

En contra del olvido
Si el tiempo en la memoria no muriese
tan lento y torturado, disponiendo
por tanto una manera melancólica
de volver al pasado y de sentirlo
no como un algo muerto, sino siempre
a punto de morir y siempre herido
-y renacido siempre, y de tiniebla.

Si el tiempo, en fin, tuviese potestad
para borrar su estela de memoria,
para enterrar sin daño los recuerdos
en vez de darles rango de abstracción
-y en las tardes vacías recordar;
con algo de tahúr y algo de mago,
lo que ya sólo es ficción del tiempo
como un viento lejano, un eco frío.

Si todo fuese así, si en el pasado
no fuera uno la estatua de sí mismo
en una plaza oscura y sin palomas
o el actor secundario de una obra
retirada de escena, me pregunto
qué sería -imagina- de nosotros,
que sellamos un pacto tan antiguo
como el color del aire en la mañana.

Qué habría de ser entonces, sin memoria,
de nosotros, que hacemos renacer
al juntar nuestras manos esta noche
tantas noches y lunas y ciudades
y tembloroso mar de las estrellas.

(Felipe Benítez Reyes)

Podría perfectamente suprimirte de mi vida,
no contestar tus llamadas, no abrirte la puerta de la casa,
no pensarte, no desearte,
no buscarte en ningún lugar común y no volver a verte,
circular por calles por donde sé que no pasas,
eliminar de mi memoria cada instante que hemos compartido,
cada recuerdo de tu recuerdo,
olvidar tu cara hasta ser capaz de no reconocerte,
responder con evasivas cuando me pregunten por ti
y hacer como si no hubieras existido nunca.

Pero te amo.
(Darío Jaramillo Agudelo)