Indicios, sombras y espíritus

Se levanta a la misma hora, como si fuese a verla. Enciende el primer cigarro mientras le da los buenos días y le ofrece café, aunque ella nunca toma.

Después enciende el mundo y rebusca las evidencias de su paso, como quien recrea el barco en la estela que deja al navegar. Y cuando aparecen allí, por detrás de las contraseñas, como si le estuvieran esperando, respira hondo y admite pulpo como animal de compañía.

Entonces se asea, se viste, coge la cartera, las llaves. Se aferra al móvil cuando se lo introduce en el bolsillo y baja al patio, como si fuese a verla. Pero hoy es domingo, siempre es domingo, un largo domingo de noviazgo que tardará semanas, móviles, lluvias, silencios, en terminar.

Y se pasa el día yendo y viniendo a los indicios, persiguiendo sombras e invocando espíritus. «Si termino antes de la una, mañana la encontraré. Si termino antes de la una… vamos… corre…». Por eso diseña recuerdos y acertijos, los escribe con cuidado y los lanza al mar. Para que, en cada guerra del otro lado, también haya indicios y se dejen atrapar las sombras y contesten los espíritus.

Entretanto, la vida sigue -quizás sin sentido-, el día se enfría -tal vez por efecto del calendario-, la noche estorba -o el cansancio-, el esfuerzo de verse se traspapela -puede que subrayado-. Entretanto la felicidad o la desdicha, equivocaciones diversas o risas, somos tan distintos que nos parecemos, te lloraré primero y después me abrazaré al olvido.

Dímelo, dímelo, aunque ya lo sepa, y luego volvemos al venticinco por ciento, que quien está acostumbrado a indicios, quien persigue sombras, quien encierra espíritus, necesita también un cuerpo explícito y una palabra al oído.

Mientras se espera, Audrie, todo es posible. Y todo es posible porque esperar consiste en hacer un pacto con los espíritus, con las sombras, con uno mismo y con los indicios…

Búsqueda
¿Hasta cuándo la luz en la ventana
y el corazón ansioso
bebiéndosela a sorbos?
¿Hasta cuándo
la cacería de sueños
sin destino?
(Maria Clara González)

Pájaro azul
hay un pájaro azul en mi corazón que
quiere salir
pero soy duro con él,
le digo quédate ahí dentro, no voy
a permitir que nadie
te vea.

hay un pájaro azul en mi corazón que
quiere salir
pero yo le echo whisky encima y me trago
el humo de los cigarrillos,
y las putas y los camareros
y los dependientes de ultramarinos
nunca se dan cuenta
de que esté ahí dentro.

hay un pájaro azul en mi corazón que
quiere salir
pero soy duro con él,
le digo quédate ahí abajo, ¿es que quieres
hacerme un lío?
¿es que quieres
mis obras?
¿es que quieres que se hundan las ventas de mis libros
en Europa?
hay un pájaro azul en mi corazón
que quiere salir
pero soy demasiado listo, sólo le dejo salir
a veces por la noche
cuando todo el mundo duerme.

le digo ya sé que estás ahí,
no te pongas
triste.

luego lo vuelvo a introducir,
y él canta un poquito
ahí dentro, no le he dejado
morir del todo
y dormimos juntos
así
con nuestro
pacto secreto
y es tan tierno como
para hacer llorar
a un hombre, pero yo no
lloro,
¿lloras tú?
(Charles Bukowski)

Ausencia de ruido

La conversación, a ratos intrascendente, a ratos tendida, a ratos húmeda, no dejaba de moverse. Se desperezaba con una risa nerviosa, se retorcía como una sábana recién amanecida. Se frotaba, como cuando uno no está acostumbrado a la felicidad y al principio parece urticante notar que la tarde es liviana y amigable, se frotaba digo, y se dejaba acariciar sin aspavientos.

«Pase lo que pase» me dice antes de arder en el acto, como si lo ya pasado nada hubiera sido, y la charla se viste de tiros largos para anunciar palabras mullidas. Pero, en los entreactos de la gala, palabras sueltas, besos imparables pronunciados en el idioma del duermevela, suspiros impetuosos y algún que otro «sí» entrecortadamente inexacto.

Justo entonces, cuando el discurso iba ascendiendo desde el tobillo hasta el cuello sobre un lateral poco explorado del razonamiento, cuando la mano que mece el presente estaba doblando la raya del porvenir en dos partes imaginarias, ha sucedido el momento cuyo detalle quería dejar señalado aquí por escrito.

En ese preciso instante, la conversación y yo hemos disfrutado de ausencia de ruido. Una profunda y nada común ausencia de ruido. Una maravillosa y limpia ausencia de ruido.

Si bien es verdad que no es nada probable que la vida háyase detenido en varios kilómetros a la redonda de este idioma que practico justo en ese momento al que me refiero, debo poner de manifiesto uno de los datos que podrían inducir a error en la interpretación de este fenómeno que describo.

Porque la ausencia de ruido no es silencio, no. Habrá a quienes podría parecerles que consiste en eso. Pero no, en absoluto. La ausencia de ruido, se llama música.

Y algunas veces, las conversaciones se entrelazan las piernas, entornan los ojos y siguen el ritmo de esa antigua canción tarareando labios en un estribillo.

La conversación acaba luego. Para entonces ya nada importa quién tuvo razón antes ni quién estuvo de acuerdo primero. Sólo queda desear la próxima.

DESEO


Porque el deseo es una pregunta

cuya respuesta nadie sabe.

Luis Cernuda

No, no decía palabras, tan sólo acariciaba,
lentamente, mientras todo su cuerpo
unas manos distintas lo surcaban
y allí, entre esas manos, el silencio.

Dos bocas que se juntan,
renuevan el silencio,
y el aliento y la sangre
cobran sabiduría
de algún secreto ardiente e invencible,
como ola encabritada o tensa brida,
un secreto al que callan y otorgan.

Los cuerpos son tan sólo interrogantes
planteados deprisa,
porque no hay más respuesta
que no sea respuesta de unos labios abiertos,
que no sea de un cuerpo,
cuando un cuerpo es propicio.

El amor también es una sombra
que busca entre las sombras
otro cuerpo silente.

No decía palabras.

Tan sólo se entreabría
a una imperiosa voz no articulada.

(Enric Sòria, Andén de cercanías, 1996, Trad. Carlos Marzal)

ESPERA
Espera, que no es hora
de nada imprescindible. No te marches.

Que el sol ahora acaricia, y en la playa
el rumor de las olas se acerca solitario.

Ven, que andaremos cogidos entre las alquerías
y hablaremos de todo como si lo creyéramos
y el amor en los besos también será creíble.

Ven y pasearemos entre cosas amigas,
plácidamente unidos, como los que se aman.

¿No adivinas qué atardecer diáfano
a la orilla del agua, en nuestra misma mesa,
embriagados de vino y de presencia mutua,
preludio ya de abrazos en el frescor nocturno?
Ven, que hallaré para ti
las flores que te harán aún más bella,
los gestos más amables, un sentido a las cosas.

Todo aquello que solo jamás yo encontraría.

(Enric Sòria, Andén de cercanías, 1996, Trad. Carlos Marzal)

Las leyes de la Mecánica

a Aichan

Permanecemos como estamos hasta que algo nos obliga a cambiar. Inercia, se llama, la pereza del universo, el miedo de los seres humanos a cambiar de posición es, según Newton, lo natural.

Por eso, por la primera ley, es tan difícil decidir; por eso lo dejamos hasta que ya no queda más remedio, hasta que la fractura es evidente, hasta que el desahucio emocional está consumado.

Cambiar de pareja, de casa o de piel, siempre cuesta una metamorfosis, siempre tarda en uno mismo mucho más de lo que tarda en los demás. Y, como dice la segunda, según la línea recta a lo largo de la cual la fuerza que nos empuja se imprime.

Que suele ser hacia el precipicio, hacia un abismo que antes no parecía estar ahí, un acantilado relleno de un miedo proporcional a la fuerza que nos pone en movimiento. ¡Todo es tan complicado!

Y cuando parecía que lo teníamos claro, llega la tercera, la que menos nos esperábamos. Pues sí, aunque a veces nos cueste creerlo, aunque generalmente nos parece más fuerte que la propia, aunque no consigamos entender bien lo que sucede, pues sí, es cierto, toda acción provoca una reacción de igual magnitud y de sentido opuesto.

Pero no es la reacción de los demás la que menospreciamos, en absoluto; más bien suele suceder todo lo contrario, que la imaginamos mucho mayor de lo que realmente sucede luego. Sino que es la nuestra, la que damos por perdida cuando son los otros los que rompen la inercia.

¿Qué queda entonces de dos cuerpos deslizándose sobre un plano inclinado, lentamente, el uno sobre el otro? ¿Para qué los rozamientos cruzados, untados lentamente sobre una tarde frágil, para qué el coeficiente de rodadura calculado a base de labios? ¿Qué hay de la fuerza centrífuga que los expulsa del mismo paraíso en el que pretenden entrar?

Si todo está sujeto a tres leyes inquebrantables ¿qué esperar de la mecánica clásica y cuánto tiempo será entonces necesario para que los dos cuerpos en conflicto rompan definitivamente el momento (cinético o no) y lo pongan a su favor?

Discúlpeme, míster Newton, pero sus leyes se me quedan cortas durante largas conversaciones, sus leyes me resultan impredecibles cuando me tocan ciertas manos, sus leyes me hacen cosquillas cuando aletean sobre mí unos labios diciendo que sí.

Discúlpeme, señor Newton, pero tenga en cuenta, para la próxima vez que enuncie unas leyes tan mecánicas, que el corazón del hombre siempre será un músculo cuántico.

ARTE POÉTICA
«No hables en tus poemas del ruiseñor
de Wilde, ni menciones amor, perfume, labio o rosa»
–me dice en los manuales Ariel Rivadeneira–
y yo evito poner en cada verso escrito
un ala, algún jardín, la luna de Virgilio,
y hasta a veces me niego, sentado
en el alféizar, a mirar las heladas
del invierno en España, porque queman
las ramas de los árboles todos y la niebla
me invita a escribir con nostalgia
«y ese signo, nostalgia, –me dicen
los manuales– es señal del pasado,
y se debe escribir sin alma, con estilo,
igual que si torcieras el cuello
de una garza con desprecio en tus dedos».

«Habla de cibernética y de física cuántica,
menciona blog, pantalla, correos
electrónicos» –me aconsejan los críticos–.

Y yo sumo las cifras o despejo ecuaciones,
digo leyes, neones, sistemas invisibles
que arman genios, científicos.

También menciono genes, vídeos,
ordenadores, y hay instantes, incluso,
que hablo sin meditar y construyo asonantes
al decir aeropuertos, submarinos, aviones
y algún laboratorio (…), móviles, cines, clones.

Pero aunque logre versos posmodernos
siguiendo los consejos de sabios
que hablan de poesía como hablar
de la historia, de mercados, teoremas
que establecen los pliegues en las cuerdas
del tiempo, no he logrado escribir
el poema perfecto, e incluso
cuando leo alguna línea aislada
de Wilde entre las sábanas, y todos
mis maestros (con diplomas de masters
y perfil de doctores) se divierten
en bares o en los pubs de internet,
yo lloro como dama sin remedio
y me jode el viejo de Quevedo,
y me arriesgo, en la cama, a que digan
los críticos en los post o en revistas:
«¡qué anticuado y qué griego se volvió
Dolan Mor leyendo a los antiguos!,
si hasta le creció un día, encima
de las cejas, (en lugar de la gorra
ladeada sobre un piercing) un ramo
de laurel…
Pero logró dos cosas: pasar
imperceptible delante de los hombres,
como dijo Epicuro, y escribir con la espalda
inclinada en la hoja, sin cederle la mano
al influjo variable del tiempo y de las modas».

(Dolan Mor)

Pretextos y ser feliz

EL VIAJERO

para Javier Egea

Te acompañaban siempre los violines.

Tus poemas estaban en ti como los peces
en el fondo de un río.

Eso es lo que vi en ti:
peces en el desierto,
música amenazada.

Te vi hacer bosques y subir montañas,
te vi cavar abismos con tus manos.

No supe dónde ibas.

Te vi buscar la sombra entre la luz,
te vi buscar la muerte entre la vida,
y no pude entenderte.

Yo no sé qué has ganado, pero sé qué has perdido:
tu música,
                      tus peces,
                                            tus montañas azules.

No puede ser feliz quien entierra un tesoro.

No puede ser feliz
quien envenena el agua de su vida.

(Benjamín Prado, Un caso sencillo, 1986)

Quizás si no hubiera escrito en este rectángulo, mi vida me pasaría desapercibida, confundida entre la multitud que se cruza entre las velas, dentro del río de gente que inunda las calles en noches como ésta.

Puede que, aunque no escribiera, tampoco llamara mi atención. El brillo de las palabras es incontrolable, tan imprevisto como la coincidencia de un autobús, tan curioso como las formas que adopta una nube en el cielo de un niño.

Investigar las causas y los efectos solo es un pretexto para continuar con lo que ya se había decidido. Justificar la mansedumbre, embriagarse de vocabulario, amartillar los adverbios ante un pronombre asustado. Discernir es un mero pretexto para no querer ser consecuente con la evidente verdad de la fisiología.

Así me tomo la literatura, como excusa que invoca una ceremonia delicada. Para esta liturgia amarga y sublime de sentarnos enfrente de la pantalla y conversar en silencio.

Algunas veces, confieso que echo de menos un cuerpo al que asirme, que me ofrezca un calor ajeno que, a golpe de roces y fragores de batalla, acabe confundiéndose con el mío propio. Pero enseguida me doy cuenta de que esa nostalgia comedida sólo es un pretexto que esgrimo contra mi cobardía calculada.

¿Pero perder qué, si todo se pierde, si nada puede retenerse?

Estoy descubriendo, no sin una cierta tristeza suave con la que no contaba en mis planes, que tiene este blog una luz avejentada, un velo de error embellecido, el maquillaje sutil de un desasosiego largamente amamantado. El de saber que, a la frustración y sus fracasos, le debemos tanto como a los recuerdos, como a los sueños. Tanto como a la vida.

Les debemos ese delicadísimo hilo que separa los pretextos y ser feliz.

EL VIAJERO

para Javier Egea

Te acompañaban siempre los violines.

Tus poemas estaban en ti como los peces
en el fondo de un río.

Eso es lo que vi en ti:
peces en el desierto,
música amenazada.

Te vi hacer bosques y subir montañas,
te vi cavar abismos con tus manos.

No supe dónde ibas.

Te vi buscar la sombra entre la luz,
te vi buscar la muerte entre la vida,
y no pude entenderte.

Yo no sé qué has ganado, pero sé qué has perdido:
tu música,
                      tus peces,
                                            tus montañas azules.

No puede ser feliz quien entierra un tesoro.

No puede ser feliz
quien envenena el agua de su vida.

(Benjamín Prado, Un caso sencillo, 1986)

Diferencias

Aunque pudiera parecerlo, no es la primera vez que la almohada de un pecho te invita al sueño. Sucede también, que una mano que recorre lentamente espirales sobre tu vientre atrae un silencio expectante sobre la escena y, como otras veces, las luces te parecen ojos atónitos que interrumpen la oscuridad.

Nada es nuevo. Sobre tus vértices se alza salvaje el señuelo que atrapa las mariposas de tus párpados y las posa sobre la tarde. Hay un indicio anfitrión en la humedad que resbala, pugnando por salir de entre los pliegues.

El mundo gime y echa hacia atrás el pensamiento que dice que sí, mientras tu cuello estira un no tímido y lento. Ha pasado muchas otras veces que notas eso cuando el centro del universo se abre al contacto de otra piel bienvenida, se expande como acto reflejo bajo la presión de un peso de sabor dulce y liviano.

No son los primeros labios que se te adhieren al sentimiento, no es la primera lengua tenaz que te arranca un suspiro, no es la primera mejilla tibia que te ofrece sitio en donde guarecer los silencios. No es la primera caricia que hace galopar tu corazón hacia el vacío.

El placer, cuando estalla, es el mismo de tantas otras veces, acude por los mismos sitios, estira los mismo músculos y despliega sobre tu piel las mismas azucenas, los mismos lirios. No hay nada nuevo, ni siquiera el algodón para los sentidos que arropa después, cuando la habitación vuelve a resurgirte de entre las sombras.

Nada es nuevo, nada es distinto. La diferencia no estriba en la mecánica de los cuerpos, ni en la fugacidad de un instante que se aloja a borbotones en la memoria. La diferencia no procede de la llama de las velas, ni de la paz posterior que acalla el remolino, ni de la ausencia que se pare tras el último beso.

Es hermosa la diferencia, pero no es necesaria. La vida corriente es suficientemente vida, es extraordinariamente única, no necesita más distinción que ser vivida a corazón abierto, a pleno pulmón, limpia de miedo.

La diferencia no es necesaria. Pero, por si existe y quieres buscarla, mira bien en el corazón de las palabras que se dicen y en los ojos de las que no.

EL AMOR
Las palabras son barcos
y se pierden así, de boca en boca,
como de niebla en niebla.

Llevan su mercancía por las conversaciones
sin encontrar un puerto,
la noche que les pese igual que un ancla.

Deben acostumbrarse a envejecer
y vivir con paciencia de madera
usada por las olas,
irse descomponiendo, dañarse lentamente,
hasta que a la bodega rutinaria
llegue el mar y las hunda.

Porque la vida entra en las palabras
como el mar en un barco,
cubre de tiempo el nombre de las cosas
y lleva a la raíz de un adjetivo
el cielo de una fecha,
el balcón de una casa,
la luz de una ciudad reflejada en un río.

Por eso, niebla a niebla,
cuando el amor invade las palabras,
golpea sus paredes, marca en ellas
los signos de una historia personal
y deja en el pasado de los vocabularios
sensaciones de frío y de calor,
noches que son la noche,
mares que son el mar,
solitarios paseos con extensión de frase
y trenes detenidos y canciones.

Si el amor, como todo, es cuestión de palabras,
acercarme a tu cuerpo fue crear un idioma.

(Luís García Montero)