La desaparición de Eleanor Rigby

Algunas veces es díficil encontrarle algún sentido a la vida. Te tiras por el puente como esperando que debajo del agua todo esté más claro.

Huir o volver, no parece abierto ningún otro camino. Entre tanto, los rostros se van perdiendo en la memoria en un proceso que desgarra.

Volver a la universidad, a la vieja casa, al restaurante propio que te tenga la cabeza ocupada. O huir al nuevo, retomar la tesis abandonada.

Encontrar otro cuerpo que habitar o echar de menos el antiguo. No es que no se sepa qué camino tomar, sino que no se ve ningún camino.

La depresión es el estado natural del hombre consciente de sí mismo, cuya única cura estriba en la capacidad de soñar y en el alivio de olvidar. Ayer y mañana son días en los que no se puede hacer nada, es cierto, pero le prestan algo de sentido a lo que vivimos hoy.

Puede que no seamos capaces de contarlo, porque esperamos cosas sin nombre, sin fecha, sin documentos que firmar. Esperamos que alguien siga estando y que cada vez lo notemos más cerca, esperamos que las sorpresas de la vida nos alegren más de lo que nos entristezcan, esperamos poder contar este año que empieza cuando comience el siguiente, esperamos que haya algo que seguir esperando. Seguramente deseamos tanto, tan por dentro, tan difícil de expresar, que es como si no esperáramos nada.

Yo tampoco espero nada de la vida, Elly, nada que se pueda contar a un conocido al que no ves hace años. Es algo que uno siente dentro, como un murmullo intermitente que se enciende a ratos y a ratos se apaga y te ayuda a dormir por las noches.

Uno elige huir, la otra prefiere volver, dos formas de comenzar de nuevo. Quizás la clave no sea sino no dejar de empezar nunca.

Pero es que la depresión y la tristeza hablan idiomas extraños. Es muy difícil saber cómo se pronuncian las palabras mágicas para que surtan efecto, cual es el gesto que dispara el calor, cómo bailar la música con que laten unos corazones tan extranjeros.

Tractatus de amore
I
No digas nunca: Ya está aquí el amor.

El amor es siempre un paso más,
el amor es el peldaño ulterior de la escalera,
el amor es continua apetencia,
y si no estás insatisfecho, no hay amor.

El amor es la fruta en la mano,
aún no mordida.

El amor es un perpetuo aguijón,
y un deseo que debe crecer sin valladar.

No digas nunca: Ya está aquí el amor.

El verdadero amor es un no ha llegado todavía…V
Aunque quizá todo esto es mentira.

Y el único amor posible (entiéndase, pues el Amor con mayúscula)
sea un ansia poderosa y humilde de estar juntos,
de compartir problemas, de darse calor bajo los cubrecamas…

Reír con la misma frase del mismo libro
o ir a servirse el vino a la par, cruzando las miradas.

Deseo de relación, de compartir, de comprender tocando,
de entrar en otro ser, que tampoco es luz, ni extraordinario,
pero que es ardor, y delicadeza y dulzura…

No la búsqueda del sol, sino la calma día a día encontrada.

El montón de libros sobre la mesa, tachaduras y tintas
en horarios de clase, el programa de un concierto,
un papel con datos sobre Ophuls y la escuela de Viena…

Quizá es feliz tal Amor, lleno de excepcionales minutos
y de mucha, mucha vulgaridad cotidiana…

Amor de igual a igual, con arrebato y zanjas, pero siempre amor,
un ansia poderosa, pobre, de estar unidos, juntos,
acariciar su pelo mientras suena la música
y hablamos de las clases, de los libros,
de los pantalones vaqueros,
o simplemente de los corazones…

Aunque quizá todo esto es mentira.

Y es la elección, elegir, lo que finalmente nos desgarra.

(Luís Antonio de Villena)

Ask me anything

¿Será verdad que se puede cambiar, dejar de autonovelarse la propia vida y empezar de nuevo?

Se divorcian, y se te parte el corazón, pero no recuerdas cómo te agarrabas a la pierna de tu padre para que no se fuera y te parte el corazón que guardara tus tarjetas de cumpleaños.

Te enamoras y se te parte el corazón. Tienes amigas, y se te parte el corazón. Te lías con un hombre casado, y se te parte el corazón. Te suicidas, y se te parte el corazón. Debe ser que tenemos corazón para compartirlo y partirlo muchas veces, que quien no lo tiene roto es que no tiene corazón.

La peor edad de la vida, dice uno de cuarenta, es la década de los treinta. Y si así fuera, sucesivamente, siempre estás pasando por la peor época de tu vida, contemplada desde diez años después. Porque sí, en eso estoy de acuerdo, lo peor de una vida siempre son los recuerdos; aunque, posiblemente, también son lo único verdadero.

¿Quiéres saberlo todo? Las diez cosas que te diga son rigurosamente ciertas, pero no te sirve para nada saberlas ahora, ni saberlas de mi puño y letra, así que no te las diré. Ya ves, cada uno somos nuestra propia contradicción, aunque haya quien lo disimule muy bien. No esperes escapar indemne ni del sexo ni de los textos, incluyendo este blog.

La vida es una película extraordinaria y sólo las películas extraordinarias consiguen sobrevivir en la pantalla. Sin necesidad de balas, que las palabras ya tienen efecto suficiente en la salud, ni de sucesos misteriosos que nadie ha sabido resolver, que bastante tienen sin resolver los asuntos cotidianos.

No, no estás deprimida: estás de duelo, siempre hay alguien por quien estarlo. Tampoco estás loca, yo te comprendo del todo, aunque siempre después de que ya lo hayas hecho. Te comprendo del todo. Pero ya no tengo edad, ni inconsciencia, ni nunca tuve los huevos suficientes para hacer lo mismo que tú: jugar a estar vivo.

Quizás tengan que romper tus cartas de amor o tus poemas, esconder tus regalos para no dejar evidencias, mentirte para no matarte, suicidarse para no morir, contradecirse para disimular la ruina, olvidarte para no romperse, huir para no luchar.

Quizás tenga el corazón que romperse otras mil veces. Quizás no tengas vida por dentro y ya no seas joven y sigas sin ser inocente.

Pero te entiendo perfectamente. Sólo se puede vivir desconcertado. Cualquier sensación diferente del estupor, no es más que el final feliz o triste de alguna película.

Trenes en la noche
Imagina dos trenes,
rodando en la alta noche,
que se cruzan de golpe,
camino cada cual de su destino.

En cualquier parte,
en medio de un empalme en ningún sitio,
por vías oxidadas, los vagones,
de pronto, se detienen.

Miras por el cristal y allí,
en lo negro,
se ilumina una cara justo enfrente.

De momento has pensado que es la tuya
reflejando tu insomnio y tu cansancio.

Es una sensación. Dura un instante.

Te fijas con cuidado en la ventana
y el rostro que se enciende al otro lado
es, sin duda, de otro.

De una oscura mujer, para más señas.

Es hermosa, te dices, mientras miras
sus ojos en los tuyos duplicados.

La escena es momentánea.

Tras un ruido metálico
y muy seco, el movimiento
empieza a separaros para siempre.

Ninguno de los dos hacéis ya nada
que impida lo que es inevitable.

Con el ruido del tren y el traqueteo
supones que pensabais en lo mismo:
que fue un vano espejismo,
que fue un sueño.

(Álvaro Valverde)

De un viajero
Quise volver de donde no se vuelve.

Si el viaje duró lo que dura una vida,
fue el destino culpable.

Nada hice que hoy me recuerde el pasado.

Una bruma extravía los mares que cruzara
y en el puerto se cubren las balizas de sal.

De las ciudades guardo la nostalgia del límite
y ningún barco lleva el nombre de mi reino.

Demoré la llegada sin saber que perdía
esa clave dudosa que dibujan los atlas.

Sólo sé que fue inútil.

Viviré de olvidarme.

(Álvaro Valverde)

Sexo por compasión

Tu exceso de bondad es un acto de soberbia, no eres diferente de los otros. Tu abnegación es un egoismo depurado, tu preocupación está hecha de miedo al abandono.

Si soy virgen a mis cuarenta años, es porque no conozco más generosidad que la del suicidio. Y si la inválida anda, y si la muda habla, no es por tu bondad, sino por su propia desesperación.

¿Acaso el que se te acerca enarbolando su desgracia, lo hace por bondad? Y si el mundo deja de ser un desierto y todo se llena de color y los muertos florecen, ¿piensas que es por amor al arte o por el arte del amor, que consiste en un egoismo satisfecho?

Algunas veces crees que te quieren por lo que y como eres, pero tarde o temprano se descubre la mentira. Que no es por la lluvia que guardas en ti, ni por los silencios que le das. Que tienen que llegar los celos incorrectos y las putas al abordaje, para que lo que se veía blanco, avance gris hacia el negro.

Si eres feliz no preguntes. ¿Hablamos de amor y de clientela? Pero si no se negocia con el corazón, si los sentimientos no se compran ni se venden, ¿cobrar por bondad es una chulería?

Ellas hablan del cambio y de donde habrá aprendido, ellos se preguntan por el marido de Lolita y su paciencia. Siempre se entiende posesión cuando alguien dice amor, siempre se entiende egoismo cuando se dice bondad.

¡Dios, que no le perdone! Si ella es buena, te sientes malo. Pero si es puta, entonces te sientes peor. Y todo es por bondad. ¿O nos has engañado haciéndonos creer que nos ayudabas?

Cuando la vida se mira en blanco y negro, todo está más triste, más lúgubre, porque ningún color existe salvo el gris. Y las mujeres toman las riendas y el sexo por compasión se extiende para entenderse, porque eso no es un hombre, es un animal.

¿Quién soy yo para juzgar? Todo sucede por juicios erróneos. La justicia condena los hechos, pero actuamos movidos por una intención que no se puede saber. ¿Los celos, en el amor, son pecado? Muy grave, pero aún más grave es el pecado de la compasión.

La única verdad del amor son los celos y la única certeza del sexo odia la compasión. Todo lo demás son hospedajes del deseo y de la fantasía en su camino inevitable hasta el desamor.

Pero si yo pudiera otorgarte un deseo para los tiempos venideros, eso es precisamente lo que te pediría. Lo terrible es que lo único que sólo puede concederse sin petición previa y sin unidades de medida.

Amor
La regla es ésta:
dar lo absolutamente imprescindible,
obtener lo más,
nunca bajar la guardia,
meter el jab a tiempo,
no ceder,
y no pelear en corto,
no entregarse en ninguna circunstancia
ni cambiar golpes con la ceja herida;
jamás decir «te amo», en serio,
al contrincante.

Es el mejor camino
para ser eternamente desgraciado
y triunfador
sin riesgos aparentes.
(Eduardo Lizalde)

No sobran las palabras

Me he acordado de que siempre dices que la gente no cambia, que el carácter permanece a través de los años, cuando ella, un poco confusa, miraba fotos antiguas.

Somos quienes dicen que somos. Sin saber bien por qué, damos un extra de crédito a lo que los demás nos cuentan de alguien, y superponemos ese crédito del contador sobre el del afectado. Incluso, por encima del nuestro. Así, dependemos de quienes tenemos al lado.

Puedes ser gordo o sensible, según sea el color del cristal con que te miran los que te rodean. Obsesiva o alegre, inteligente o feo, buen anfitrión o maniático, todo depende siempre de cómo te ven los demás. La fama nos precede, llega mucho antes que el corazón. Pertenecemos al imaginario colectivo con más fuerza que a los sueños de alguien en particular.

La película que alguien querido te recomienda te parece buena, ya vas predispuesto. Hay un algo de anticipación, otro algo de afecto, sobre la historia que sucede en la pantalla. Quizás te reconoces en el lado contrario y eso ya es suficiente mérito para el arte.

Ella ya lo sabía. Ya conocía todas las manías que después mataron el afecto. Luego aparecen por sorpresa y parece que nunca estuvieron ahí. Pero sí, saltaban a la vista y nos las sabíamos de memoria.

Pero no sabemos calcular el desgaste, no conseguimos entender lo que nos ocurre cuando se domestica el estupor. No ajustamos bien las cuentas que se establecen entre las felicidades pasajeras y el martillo pilón de la rutina.

En el fondo, es que sólo creemos merecer lo bueno. Lo malo siempre es culpa de otros. Y que todo cansa. Y cansa del todo.

Eso que hace que nos amemos, se irá diluyendo entre los capítulos de la novela en la que estamos de prestado. Y aquello por lo que nos odiaremos, ya lo hemos conocido. No hay sorpresas que esperar, excepto la de cuando pesará más el otro lado de la balanza.

Si miramos el final, no vale la pena empezar nada. Aunque, si no se tiene nada empezado, la vida nos pasa por encima.

Queda la palabra. Nunca sobran, pero no bastan.

EL PORQUÉ DE LAS PALABRAS
No tuve amor a las palabras;
si las usé con desnudez, si sufrí en esa busca,
fue por necesidad de no perder la vida,
y envejecer con algo de memoria
y alguna claridad.

Así uní las palabras para quemar la noche,
hacer un falso día hermoso,
y pude conocer que era la soledad el centro de este mundo.

Y sólo atesoré miseria,
suspendido el placer para experimentar una desdicha nueva,
besé en todos los labios posada la ceniza,
y fui capaz de amar la cobardía porque era fiel y era digna
del hombre.

Hay en mi tosca taza un divino licor
que apuro y que renuevo;
desasosiega, y es
remordimiento;
tengo por concubina a la virtud.

No tuve amor a las palabras,
¿cómo tener amor a vagos signos
cuyo desvelamiento era tan sólo
despertar la piedad del hombre para consigo mismo?
En el aprendizaje del oficio se logran resultados:
llegué a saber que era idéntico el peso del acto que resulta de
lenta reflexión y el gratuito,
y es fácil desprenderse de la vida, o no estimarla,
pues es en la desdicha tan valiosa como en la misma dicha.


Debí amar las palabras;
por ellas comparé, con cualquier dimensión del mundo externo:
el mar, el firmamento,
un goce o un dolor que al instante morían;
y en ellas alcancé la raíz tenebrosa de la vida.

Cree el hombre que nada es superior al hombre mismo:
ni la mayor miseria, ni la mayor grandeza de los mundos,
pues todo lo contiene su deseo.

Las palabras separan de las cosas
la luz que cae en ellas y la cáscara extinta,
y recogen los velos de la sombra
en la noche y los huecos;
mas no supieron separar la lágrima y la risa,
pues eran una sola verdad,
y valieron igual sonrisa, indiferencia.

Todo son gestos, muertes, son residuos.

Mirad al sigiloso ladrón de las palabras,
repta en la noche fosca,
abre su boca seca, y está mudo.

(Francisco Brines)

Cuchara de madera

Tienes razón. Duele tu ausencia
y cuesta mucho respirar
aquí sentado en el sofá
de una vida común y corriente
completamente desamueblada.

Como duele esperar tierra adentro
que suba la marea o que explote
una ventisca en mitad de esta nada,
cuando una y otra vez me atacan los lunes
con su típico pellizco en el estómago.

Ahora no puedo verte, quizá esta tarde,
qué lástima de crema, se me hace muy largo
el crepúsculo de las películas
y odio la cena expuesta a los pies
del telediario de las nueve.

El corazón se me ha quedado sin cobertura
y un ventilador inexorable gira sobre mi cabeza
removiendo el aire que me cuesta respirar;
porque tu ausencia duele, arrasa,
pero lo que más duele no es tu ausencia
sino tanta razón, tanta sensatez,
tanta paciencia,
duele esta vieja cuchara de madera
a la que nos agarramos como si estuviera ardiendo,
como si fuese el único trofeo
que pueden ganar los que pierden.

CINÉREA
Me hablan de la vida
como si tuvieran sus llaves
y estuviera aparcada cerca de aquí.

Me cogen las manos y me las sueltan.

Temen que en algún momento me levante
anunciando que voy a buscar algo,
porque en todos mis cajones,
en todos mis armarios,
hay muertos.

Mis manos son
de la misma materia de lo que tocan:
mis manos son de ceniza.

Por eso quienes me visitan
se despiden de mí sólo de palabra,
sin estrechármelas entre las suyas.

Por eso se despiden de mí.

(Elena Román)

Idioma

Y… ¿cómo está aquello? ¿Vas de vez en cuando por allí? -le pregunto, casi sin curiosidad.

No, no, que va -sonríe al responderme, tiene una sonrisa encantadora, una alegría verdadera por el encuentro-. Para poder amar algo, hay que vivirlo plenamente, no se puede tener un pie en cada lado.

Hay personas que desde que las conociste sabes que están en sintonía. Pasa el tiempo, te las encuentras corriendo por la vereda que acompaña al río, y te vuelven a demostrar que siguen en la misma onda en que siempre estuvisteis juntos. Incluso, usan el mismo vocabulario que llevas encendido.

Es verdad -le respondo con la alegría de escuchar palabras a las que muchos les tienen miedo-. Nada más inútil que un corazón dividido. No se puede querer a medias.

Hay personas que hablan y curan, que miran y alegran, que sonríen y consiguen que el mundo deje de ser por un momento ese sitio extraño en donde estamos siempre como de visita.

Hay personas que hablan mi mismo idioma. Por eso mis días son palabras que alguien pronuncia y que no necesito traducir.

¿Qué historia es ésta y cuál es su final?
Ya no quiero ser más vendedor de palabras.

Ya mi cabeza está demasiado aturdida
y mi canción es sólo un montón de hojas muertas.

Me da lo mismo la ciudad que el campo.

Trataré de olvidar los poemas y los libros
abrigaré mi cuello con una vieja bufanda
y me echaré un pan en el bolsillo.

Oleré a mal vino y suciedad
enturbiando los limpios mediodías.

Y me haré el tonto a propósito de todo.

Y sin tener necesidad de triunfar o fracasar
trataré que la escarcha cubra mi pasado
porque no puedo sino hacer estupideces
seguir caminando en estos tiempos.

(Jorge Teillier, adapt. Serguei Esenin, 1996)

LA PORTADORA
Y si te amo, es porque veo en ti la Portadora,
la que, sin saberlo, trae la blanca estrella de la mañana,
el anuncio del viaje
a través de días y días trenzados como las hebras de la lluvia
cuya cabellera, como la tuya, me sigue.

Pues bien sé yo que el cuerpo no es sino una palabra más,
más allá del fatigado aliento nocturno que se mezcla,
la rama de canelo que los sueños agitan tras cada muerte que nos une,
pues bien sé yo que tú y yo no somos sino una palabra más
que terminará de pronunciarse
tras dispensarse una a otra
como los ciegos entre ellos se dispensan el vino, ese sol
que brilla para quienes nunca verán.

Y nuestros días son palabras pronunciadas por otros,
palabras que esconden palabras más grandes.

Por eso te digo tras las pálidas máscaras de estas palabras
y antes de callar para mostrar mi verdadero rostro:
«Toma mi mano. Piensa que estamos entre la multitud aturdida y satisfecha
ante las puertas infernales,
y que ante esas puertas, por un momento, llenos de compasión,
aprisionamos amor en nuestras manos
y tal vez nos será dispensado
conservar el recuerdo de una sola palabra amada
y el recuerdo de ese gesto
lo único nuestro».

(Jorge Teillier, Poemas secretos, 1965)