Como todas las mañanas

Como todas las mañanas de este verano apacible y no tan desértico como muchos de sus predecesores, me levanto tarde. He perdido el control del sueño, como siempre lo pierdo en cuanto me descuido un poco, y mi cuerpo me dicta los pasos a seguir.

No puedo achacarle al calor mis desavenencias con las horas de la cama. Quizás sea mi propia naturaleza la que me empuje a esta noche perpetua en la que me sumerjo, debo decir, que con agrado. Siempre he pensado que, de noche, el mundo es más pequeño, y ahora entiendo que yo solo sé ir por caminos estrechos y mal iluminados.

El caso es que no hago nada en todo el día. Nada que se pueda plasmar en una novela de éxito, nada que se pueda contar a desconocidos vagamente familiares ni a familiares vagamente desconocidos. Nada que rellene una conversación medio sensata entre dos adultos responsables y coherentes. Nada.

Y sin embargo paso las venticuatro horas del día, y digo venticuatro porque me temo que también durante mis sueños me dedico al fantaseo, imaginando situaciones, sucesos, conversaciones, rostros… Me dedico a «vivir» en mis propias carnes, muertes, enfermedades, rupturas, éxitos, idilios, sexo y un buen número más de anécdotas imposibles que no se pueden contar.

Porque la vida por dentro es la vida o, al menos, mi vida, la vivo intensamente durante las horas lentas que rellenan estos días de espera. Pero no puedo contar mi vida a nadie, ni siquiera a ti, porque no es la verdad verdadera que todo el mundo reclama con la devoción de una fe a la que aferrarse.

No es ni cierta ni falsa, solo es mi vida conmigo, el modo que tengo que pensar, de sentir y de contarme a mí mismo todas las mentiras que necesito para averiguar hacia dónde quiero caminar.

Como todas las mañanas, y todas las tardes, y todas las noches, una de mis dedicaciones consiste en intentar encontrar algo de esa vida que pueda decirte por teléfono. Pero a duras penas encuentro algo que no me dé pudor contarte; a duras penas encuentro algo que no me dé un miedo atroz explicarte; a duras penas encuentro algo de mí que decirte sin llamar a la decepción.

Conociste más de mí cuando escribía para nadie que cuando hablo contigo. Me duele la veracidad de esa afirmación y, sin embargo, no se me ocurre otra manera de vivir más cerca del escaparate.

Como todas las mañanas, converso contigo sin que estés presente y luego, cuando lo estás, callo lo conversado. A pesar de tanto tiempo pasado, a pesar tantas palabras vertidas, de tanto amor y tanta poesía, te tengo miedo. Eres el enemigo y, en cuanto algo se me escape que no te guste, volverá la escena del malentendido y nos alejaremos un poco más.

Como todas las mañanas me levanto con miedo. Pero no es miedo a perderte, sino a estropearlo todo en el último instante.

Supongo que es un miedo que solo perderé cuando ya todo esté estropeado y sea imposible volver atrás. Y como todas las mañanas pienso, espero, deseo, que no sea hoy.

Deixis en fantasma
Aquello.

No eso.

Ni
-mucho menos- esto.

Aquello.

Lo que está en el umbral
de mi fortuna.

Nunca llamado, nunca
esperado siquiera;
sólo presencia que no ocupa espacio,
sombra o luz fiel al borde de mí mismo
que ni el viento arrebata, ni la lluvia disuelve,
ni el sol marchita, ni la noche apaga.

Tenue cabo de brisa
que me ataba a la vida dulcemente.

Aquello
que quizá hubiese sido
posible,
que sería posible todavía
hoy o mañana si no fuese
un sueño.

(Ángel González)

Ausencia de ruido

La conversación, a ratos intrascendente, a ratos tendida, a ratos húmeda, no dejaba de moverse. Se desperezaba con una risa nerviosa, se retorcía como una sábana recién amanecida. Se frotaba, como cuando uno no está acostumbrado a la felicidad y al principio parece urticante notar que la tarde es liviana y amigable, se frotaba digo, y se dejaba acariciar sin aspavientos.

«Pase lo que pase» me dice antes de arder en el acto, como si lo ya pasado nada hubiera sido, y la charla se viste de tiros largos para anunciar palabras mullidas. Pero, en los entreactos de la gala, palabras sueltas, besos imparables pronunciados en el idioma del duermevela, suspiros impetuosos y algún que otro «sí» entrecortadamente inexacto.

Justo entonces, cuando el discurso iba ascendiendo desde el tobillo hasta el cuello sobre un lateral poco explorado del razonamiento, cuando la mano que mece el presente estaba doblando la raya del porvenir en dos partes imaginarias, ha sucedido el momento cuyo detalle quería dejar señalado aquí por escrito.

En ese preciso instante, la conversación y yo hemos disfrutado de ausencia de ruido. Una profunda y nada común ausencia de ruido. Una maravillosa y limpia ausencia de ruido.

Si bien es verdad que no es nada probable que la vida háyase detenido en varios kilómetros a la redonda de este idioma que practico justo en ese momento al que me refiero, debo poner de manifiesto uno de los datos que podrían inducir a error en la interpretación de este fenómeno que describo.

Porque la ausencia de ruido no es silencio, no. Habrá a quienes podría parecerles que consiste en eso. Pero no, en absoluto. La ausencia de ruido, se llama música.

Y algunas veces, las conversaciones se entrelazan las piernas, entornan los ojos y siguen el ritmo de esa antigua canción tarareando labios en un estribillo.

La conversación acaba luego. Para entonces ya nada importa quién tuvo razón antes ni quién estuvo de acuerdo primero. Sólo queda desear la próxima.

DESEO


Porque el deseo es una pregunta

cuya respuesta nadie sabe.

Luis Cernuda

No, no decía palabras, tan sólo acariciaba,
lentamente, mientras todo su cuerpo
unas manos distintas lo surcaban
y allí, entre esas manos, el silencio.

Dos bocas que se juntan,
renuevan el silencio,
y el aliento y la sangre
cobran sabiduría
de algún secreto ardiente e invencible,
como ola encabritada o tensa brida,
un secreto al que callan y otorgan.

Los cuerpos son tan sólo interrogantes
planteados deprisa,
porque no hay más respuesta
que no sea respuesta de unos labios abiertos,
que no sea de un cuerpo,
cuando un cuerpo es propicio.

El amor también es una sombra
que busca entre las sombras
otro cuerpo silente.

No decía palabras.

Tan sólo se entreabría
a una imperiosa voz no articulada.

(Enric Sòria, Andén de cercanías, 1996, Trad. Carlos Marzal)

ESPERA
Espera, que no es hora
de nada imprescindible. No te marches.

Que el sol ahora acaricia, y en la playa
el rumor de las olas se acerca solitario.

Ven, que andaremos cogidos entre las alquerías
y hablaremos de todo como si lo creyéramos
y el amor en los besos también será creíble.

Ven y pasearemos entre cosas amigas,
plácidamente unidos, como los que se aman.

¿No adivinas qué atardecer diáfano
a la orilla del agua, en nuestra misma mesa,
embriagados de vino y de presencia mutua,
preludio ya de abrazos en el frescor nocturno?
Ven, que hallaré para ti
las flores que te harán aún más bella,
los gestos más amables, un sentido a las cosas.

Todo aquello que solo jamás yo encontraría.

(Enric Sòria, Andén de cercanías, 1996, Trad. Carlos Marzal)

No sé por dónde empezar

Hablar a oscuras sobre la luz partida, recreando esa mezcla de afecto y angustia que nos va acercando lentamente sobre un beso. Permanecer atentos cuando el verbo corroer se amortigua sobre la pulcritud de una pregunta que nadie hace.

Entonces, escrutar el sabor que genera una idea discutible, combatir el fragor de los gestos idénticos con señas inequívocas, elaboradamente descuidadas hasta parecer una tormenta del horizonte que no termina de venir ni de alejarse.

Seguir fracturando esta pasión encogida que me carcome, adoptando un enfoque indolente, un modo ingenuo de desafiar al éxito sin necesitar adorarlo en primera persona.

Y, en contra del instinto de creer que se sabe cómo se es, amortiguar cada destello con un agradecimiento o contra una disculpa, recomponerse en los labios del otro y viajar con las manos sobre un vientre suave.

Me gustaría cambiar el sueño inquieto de esta noche por una conversación interminable y sin sentido, cuando ya los cuerpos dejan de pesar y las lenguas olvidan el final de cada frase, que se difumina entre sábanas con aspecto de mecánico cansado.

Pero no sé por dónde empezarla.

DE VISITA
Cuando llegue la hora, no hagas ruido.

La casa bulliciosa
olvidará tu paso al poco de irte
como se olvida un sueño desabrido.

No te valdrá el amor ni la paciente
entrega a su cuidado.

Márchate silenciosa,
suavemente.

Entre sus moradores, alguien crece
para quien defendiste la techumbre,
los muros y los altos ventanales
donde la luz cernida comparece
cada nueva mañana.

Es la costumbre:
Permanecer no entraba en el contrato
y es preciso partir
(de todos modos,
no pensabas quedarte mucho rato).

(Jon Juaristi, Diario de un poeta recién cansado, 1985)

Pues en eso quedamos

Tú me llamas o yo te llamo, sin más acuerdo contractual que la infinita fe en alguna de las dos impaciencias. Y ya entonces hablamos, de esto o de lo otro, sin guión previo ni velocidades exactas. Nos ha costado mucho trabajo sincronizar ese sin ton ni son que siempre apalabramos.

Le damos una vuelta de tuerca a algún misterio ya desmenuzado o emprendemos uno nuevo, flamante, sin estrenar. Saltamos de la publicidad a lo privado, de la oralidad del sexo mundano a la sexualidad muda del asombro. Contamos en primera persona todas esas mismas cosas que les pasan siempre a un amigo de los demás y añadimos ejemplos de un repertorio un poco inventado, pero no tanto.

Pedimos perdón sin usar ese lúgubre vocablo y damos las gracias como se recita un mantra. Especificamos canciones como posología de un acierto y escribimos a mano, entrecortadas, contraindicaciones personales en el prospecto de la medicina que espanta la tristeza.

De tanto en tanto, nos sentimos perversos y nos denunciamos a la policía científica para que investigue el polvo de mariposa que nos brilla en los dedos. Nos interrumpimos el ying para incrustarle una dosis redonda de yang, o nos robamos los argumentos para cambiarlos de labios y asombrarnos de lo diferente que suenan.

Tú me llamas o yo te llamo, para emprender tonterías diversas que pudieran servirnos de precedente, de medias preguntas y simulacros de respuesta, de hilo para la ósmosis inversa o de guarnición para un almuerzo sin carne. Tú me llamas o yo te llamo, aunque también es evidente que tu te llamas y yo me llamo.

Sé que se me olvida algo que quería decirte cuando se acerca la hora de colgar el aparato y ya nada duele como antes dolía. Entonces, tú me llamas o yo te llamo. En eso quedamos.

Pues en eso quedamos, precisamente en eso es donde vamos quedando, dejándonos, aparentando y dejando de aparentar. En eso quedamos como una huella, porque la memoria es un pasaporte sellado que luego nos dice, mientras parecemos estar en mitad de otro mundo, que ahí ya habíamos estado.

Pues en eso quedamos y, sin embargo, nunca nos quedamos en eso. Siempre miramos más allá, como si nada fuera suficiente, como si todo lo hubiéramos perdido antes incluso de tenerlo.

4 DE OCTUBRE EN LANDMARK HOTEL

-Si es un sueño no quiero que nada me despierte
-decías con El ángel que nos mira en la mano
y corriendo bajo la lluvia- decías
la tormenta es un tigre,
el tigre tiene un movimiento de árbol
que va entrando en la noche.

Bajo la lluvia,
a solas con tu vida entre cielos e infiernos,
entre nada ya es suficiente y demasiado no basta,
mirabas caer la oscuridad en los parques
-como un sonido de campanas sobre el agua-
y decías una canción es sólo
la forma de salir de un callejón sin salida,
mirabas la oscuridad,
con tu corazón perseguido por los leones,
con tus plumas azules y tus sortijas árabes.

20 años después, mientras me hablas
de pequeñas ciudades -me pregunto
si un recuerdo es algo que conservamos
o algo que hemos perdido-, de pequeñas ciudades junto al mar,
yo comprendo que sólo fuiste un sueño. Y como dice
Delmore Schwartz en una canción de Lou Reed,
en nuestros sueños comienzan nuestras responsabilidades.

La última playa es fría y tiene una luz extraña,
una luz blanca hecha de pájaros caídos.

20 años después, desde este mundo
de las cosas tal como son, tenemos
nuestras propias preguntas y respuestas
que huyen de tu nombre
como animales asustados por un trueno.

El sueño es dulce, sientes
grandes ruedas de fuego en el calor del día.

y Lou Reed también dice
que si cierras la puerta
tal vez la noche dure para siempre.

(Benjamín Prado, Cobijo contra la tormenta, 1995)