En el parque

Soy y no soy aquel que te ha esperado

en el parque desierto una mañana

JOSÉ EMILIO PACHECO

Aún persigo tu sombra
por detrás de las gafas oscuras,
mirando ese ciprés huérfano de cementerios
que me susurra en no sé qué idioma
la indigesta letanía de lo lejos
que estás.

Pero yo te siento cercana,
jugando con las palabras en mi pensamiento,
haciendo gimnasia de mantenimiento en los artilugios
de color indefinido y dudoso gusto
que delimitan la ciudad de las edades.

Caen las hojas del calendario
como las páginas de un álbum de fotos
que me echa en cara tener más barriga
y que no se note que tengo menos miedo.

Otro color de pelo que conduce despacio
y me aparca en los límites de la vista,
me hace volver al teléfono
y darme cuenta de que ya es hora
de no seguir esperando tómbolas por hoy.

Me vuelvo a perder en tus ojos de niña
que sonríen todas las travesuras de los gestos
y miran el mundo y me lo enseñan
como misiles directos al corazón.

Tus ojos ya son el recuerdo de tus ojos,
tus besos la memoria de un año de mayo,
y aquel amor ha traspasado sin pasaporte
la frontera de los cinco segundos.

Me voy ahora, tomo los mandos de la noche
para recoger a tiempo las vidas de otro
cuyo último autobús sale a las once
y después me paseo un rato por la mía
que está aquí escrita en estas páginas.

Podríamos asesinarnos mutuamente
atravesando las tardes de parque
con un dardo envenenado de viernes
o de inmunidad diplomática,
pero yo no quiero perderte;
aunque algunas veces ocurra
que me disuelvo en redundancias
o en aguarrás.

COSAS EN COMÚN
Habernos conocido
un otoño en un tren que iba vacío;
La radiante, aunque cruel
promesa del deseo.

La cicatriz de la melancolía
y el viejo afecto con el que entendemos
los motivos del lobo.

La luna que acompaña al tren nocturno
Barcelona-París.

Un cuchillo de luz para los crímenes
que por amor debemos cometer.

Nuestra maldita e inocente suerte.

La voz del mar, que siempre te dirá
dónde estoy, porque es nuestro confidente.

Los poemas, que son cartas anónimas
escritas desde donde no imaginas
a la misma muchacha que un otoño
conocí en aquel tren que iba vacío.

(Joan Margarit)

¿De qué harías una película?

Me aburren las persecuciones de coches, me enervan los detectives y lo exacto de la ciencia dactilar americana. No puedo tragar la sal gorda de los universitarios desnudando universitarias. Me horroriza ver a muchachas gritando en primer plano mientras una sombra las golpea y las mata.

No soporto las vísceras ensangrentadas, ni las peleas interminables al borde de un precipicio, ni los ultrajes antigravitatorios del más allá. Me cae gordísimo el típico personaje al que le dicen «quédate aquí que estarás a salvo», pero que nunca hace ni puto caso y se mete en mitad del tiroteo.

Odio que desactiven las bombas en el último segundo, detesto que lo primero que haga el protagonista al llegar a casa sea echarse un copazo. Me fastidia el glamour de los malvados ricos y el pánico de las masas presas de una hecatombe.

Si pudiera hacer un largometraje, así, sin ponerle trabas de realidad a la imaginación, no hablaría en ella de ninguna guerra. No habría asesinatos que resolver, ni traumas profundos derivados de un momento terrible. No recrearía ninguna época pasada, ni investigaría en la biografía de ningún ser humano de renombre.

Tampoco usaría paisajes nevados del círculo polar como ambientación para la escenografía, ni selvas, ni desiertos, ni las grandes ciudades esas que, a fuerza de verlas en tecnicolor, ya parece que las conocemos de memoria. No hablarían los animales, nadie vería fantasmas algunas veces y procuraría que los espectadores no tuvieran que reírse cada minuto y medio de metraje.

Los diálogos no serían chispeantes, sino cotidianos. Los personajes contarían lo que sienten, lo que saben, lo que esperan. Y lo harían sin orden, ni turnos, ni mesura. Hablarían de esos secretos que tenemos y que a nadie le parecen importantes salvo a uno mismo.

Nada de oficinas en el piso cincuenta, nada de trajes de noche para ella y ellos con un elenco de corbatas, nada de cócteles, ni de callejones oscuros, ni de viajes en coche, ni de casualidades asombrosas.

Si pudiera hacer una película, trataría sobre las cosas que se dicen, que se hacen, que se sueñan, en una cama. En mi película, no pasaría nada, absolutamente nada. La haría tan solo con personas, piel y palabras. Y una cama o, en su defecto, un sofá ancho. Me gustan los interiores con conflicto y los conflictos interiores.

Y claro, como me conozco, si pudiera hacer una película, se que me empeñaría en que acabara mal, muy mal, del peor modo posible; que no es otro que ese que consiste en no dejar pistas de lo que puede pasar después. Mi película acabaría muy mal, desde luego, porque no pueden acabar de otra forma las cosas que se acaban.

Efectivamente, has adivinado que lo que más me gusta es la ciencia ficción. Sobre todo cuando la ciencia es una colección de mentiras veraces contadas desde diferentes puntos de vista; sobre todo, cuando la ficción se parece tanto a la vida misma que muy bien podría parecerse un poco a la tuya y otro poco a la mía.

ALBADA
Despiértate. La cama está más fría
y las sábanas sucias en el suelo.

Por los montantes de la galería
              llega el amanecer,
con su color de abrigo de entretiempo
              y liga de mujer.

Despiértate pensando vagamente
que el portero de noche os ha llamado.

Y escucha en el silencio: sucediéndose
hacia lo lejos, se oyen enronquecer
los tranvías que llevan al trabajo.

               Es el amanecer.

Irán amontonándose las flores
cortadas, en los puestos de las Ramblas,
y silbarán los pájaros -cabrones-
desde los plátanos, mientras que ven volver
la negra humanidad que va a la cama
               después de amanecer.

Acuérdate del cuarto en que has dormido.

Entierra la cabeza en las almohadas,
sintiendo aún la irritación y el frío
               que da el amanecer
junto al cuerpo que tanto nos gustaba
               en la noche de ayer,
y piensa en que debieses levantarte.

Piensa en la casa todavía oscura
donde entrarás para cambiar de traje,
y en la oficina, con sueño que vencer,
y en muchas otras cosas que se anuncian
                desde el amanecer.

Aunque a tu lado escuches el susurro
de otra respiración. Aunque tú busques
el poco de calor entre sus muslos
medio dormido, que empieza a estremecer.

Aunque el amor no deje de ser dulce
                 hecho al amanecer.

-Junto al cuerpo que anoche me gustaba
tanto desnudo, déjame que encienda
la luz para besarte cara a cara,
                 en el amanecer.

Porque conozco el día que me espera,
                 y no por el placer.

(Jaime Gil de Biedma)