Aprender a respirar

«Si he llegado a los cincuenta y dos», decía el monologuista satirizando enseñanzas sobre la respiración, «no lo habré hecho tan mal». Y yo me reí profundamente, como cuando se está convencido de tener razón y saber el camino de vuelta a casa.

Pero luego pienso que están los viajes a América, los paseos en barca por el Nilo, la fiesta de la cerveza alemana, y ya no sé si con otra manera de respirar habría llegado yo, no más lejos, no, pero jadeando más fuerte entre tus manos, con tu palabra vida acampando en mi concepto de noche, con un puñado más de arrugas tuyas marcadas en mi cara.

Quizás aún esté a tiempo y pueda encontrar el mecanismo para aprender a respirar de otro modo, como si hubiera esperandome una tirolina de mi talla, como si una hora perfectamente escrita en un poema pudiera devolverme la tinta perdida, como si una lágrima imposible pudiera reconvertirse en gota de sudor.

Según parece, aprender a respirar no es difícil. Se trata de acoger con el diafragma los días venideros lentamente, mientras se relajan los hombros y se mantiene la boca cerrada para que nos dé en la nariz el pálpito de los acontecimientos, y poder filtrar los problemas adecuadamente y templar el gas para que pierda su temperatura de soledad.

Hay que guardar nervios, alegría, miedo, en el abdomen -también, por supuesto, las mariposas-. Irlo llenando despacio para luego extender el pecho contra la rutina de respirar de prisa y masticar a medias las palabras.

Aguantar así unos segundos la, llamémosle realidad, y proceder después a expulsarla poco a poco, apretando no los dientes, sino la barriga, para que no se quede en los pulmones y nos oxide el corazón, sino que vuelva al sitio de donde ha venido.

Y, aunque no lo dicen los manuales, supongo que toca vivir sin aire el instante anterior a la siguiente inspiración correcta. Sencillo, todo muy sencillo y, si se entrena con constancia, acaba haciéndose sin pensar.

Pero es sólo que algunas veces corro, me desvelo, me palpita el corazón a medianoche o me atraganto con recuerdos. Pero es que algunas veces la nariz se deprime, la garganta se irrita, el pecho se envalentona y el vientre se acobarda. Pero es que, algunas veces, hay que tragar saliva antes que aire o cantar frente a la oscuridad para ahuyentar el miedo.

He buscado por todas partes, porque me parece muy extraño que, en una buena respiración, no quepa un beso; pero ninguna disciplina se pronuncia al respecto. Tampoco se mencionan las verdades cuánticas del sexo -esas que son y no son al mismo tiempo-, ni la gama de olores a la que estamos adscritos por cuestiones de nacimiento.

Aunque parece claro, parece muy claro después de estudiar todas las técnicas de mejora personal, budismo, reiki, yoga… que lo que nos impide respirar bien, lo que estropea el mecanismo de la respiración perfecta, son las palabras.

Las palabras son las que nos matan, lentamente; también las escritas, pues, si es difícil aprobar la asignatura de la respiración diciendo te quiero en un teléfono helado, escribirlo con pulso firme en una sábana es ponerlo a los pies de la memoria y de sus caballos blancos.

Las palabras nos matan, lentamente, porque no nos dejan respirar adecuadamente. Las palabras que decimos, claro; pero, sobre todo, las palabras que nos dicen son las que más nos agitan el ir y venir de aire.

Y sigo sin saber si con otra manera de respirar habría llegado yo, no más lejos, no, pero arrugándome más fuerte entre tus manos, con tu palabra noche acechando mi concepto de vida, con un puñado más de jadeos tuyos en mi cara.

-Ayer estuve observando a los animales y me puse a pensar en ti. Las hembras son más tersas, más suaves y más dañinas. Antes de entregarse maltratan al macho, o huyen, se defienden ¿Por qué? Te he visto a ti también, como las palomas, enardeciéndote cuando yo estoy tranquilo. ¿Es que tu sangre y la mía se encienden a diferentes horas? Ahora que estás dormida debías responderme. Tu respiración es tranquila y tienes el rostro desatado y los labios abiertos. Podrías decirlo todo sin aflicción, sin risas. ¿Es que somos distintos? ¿No te hicieron, pues, de mi costado, no me dueles? Cuando estoy en ti, cuando me hago pequeño y me abrazas y me envuelves y te cierras como la flor con el insecto, sé algo, sabemos algo. La hembra es siempre más grande, de algún modo. Nosotros nos salvamos de la muerte. ¿Por qué? Todas las noches nos salvamos. Quedamos juntos, en nuestros brazos, y yo empiezo a crecer como el día. Algo he de andar buscando en ti, algo mío que tú eres y que no has de darme nunca.

(Jaime Sabines)

Cuando no importa qué

Cuanto más lo pienso, más convencido estoy de que yo soy tanto y cuanto como son mis palabras, tanto como las palabras de los demás que me señalan o me tapan.

Lo pienso los días comunes, esos en los que uno se levanta solitario y sabe que no empezará a estar en el mundo hasta que diga su primera palabra. Que las más de las veces es una palabra común y corriente, anodina, que espera hasta la hora del trabajo o los supermercados; si bien es cierto que, de tanto en tanto, me sorprendo hablándole en voz alta al espejo, diciéndole algo así como «venga hombre, hoy va a ser un día bueno».

También lo pienso en los días especiales, que para mi alegría cada vez van haciéndose más comunes, cuando tu voz me saca del silencio y me pone entre el auricular y la pared o me describe con todo lujo de pormenores una novela prestada, a la que atiendo con la devoción de un adolescente que quisiera ser escritor.

Lo pienso en los dias indecisos, esos en que tus palabras me apuntan y me disparan y me aciertan de lleno para levantarme dos palmos del suelo y notar el vértigo del vuelo en el estómago, o para tirarme al mar y acabar salado y enarenado, como revolcado por una ola. Porque sé, al fin y al cabo, que toda mi realidad está en tu boca, como sé que todos los sueños que merece la pena perseguir están en tus manos.

Pero sobre todo lo pienso en los días palpables, esos que espero como a la lluvia, cuando llegas y me quieres como si tuvieras que contarme algo, cuando me miras como si me ofrecieras un secreto, cuando conviertes cada abrazo en una exclusiva que contar con parsimonia.

Digo que soy mis palabras porque a veces no te quiero y no te llamo y no te escribo y no busco, como quien pierde un anillo en la playa, los números que me llevan a tu certeza. Supongo que el descuido, la desgana, la soberbia o el amor propio impiden que se manifieste el ajeno y su caudal de palabras, que no siempre riega con tiento y desborda las orillas y deja llenos de lodo los pasos que al día siguiente damos.

En fin, que ando firmemente convencido de que no hay otra forma de querer que la de siempre tener cosas que decirte al oído. Ni tan siquiera eso: no hay mejor forma de amarte que querer hablarte al oído, precisamente cuando no importa qué.

Debe ser por eso que, hace ya tantísimo tiempo, escribo. Y escribir siempre me pareció como hablar contigo, como el único modo posible de quererte, como cruzar a tientas la raya de la vida hacia esa otra parte en la que siempre estás tú.

A TIENTAS

Cada libro que escribo
me envejece,
me vuelve un descreído.

Escribo en contra
de mis pensamientos
y en contra del ruido
de mis hábitos.

Con cada libro
pago un viaje
que no hice.

En cada página que acabo
cumplo con un acuerdo,
me digo adiós
desde lo más recóndito,
pero sin alcanzar a ir muy lejos.

Escribo para no quedar
en medio de mi carne,
para que no me tiente el centro,
para rodear y resistir,
escribo para hacerme a un lado,
pero sin alcanzar a desprenderme.

(Fabio Morábito, De lunes todo el año, 1992)

Estamos en paz

Supongo que a mis maestros les debo
las primeras letras aprendidas,
como debo a mis padres y abuelos
las primeras palabras,
que luego he ido olvidando poco a poco,
y los primeros pasos,
que después he ido torciendo
yo solo.

A mis hijos les adeudo, también,
las primeras palabras,
que he ido recordando poco a poco,
y los primeros pasos,
que he ido enderezando
con su ayuda.

Le debo al primer amor, supongo
-y digo que supongo
porque cada uno que vino
fue siempre el primero-,
este punto de explosión en el pecho
que algunas veces me redime
de mantener la vida intacta.

A los amigos también les debo
todas las otras redenciones
y unos cuantos cubatas
de esos que desanudan
la soga del cuello.

La mirada perdida es lo que adeudo
a multitud de poetas que admiro
-algunos de lo cuales incluso cantan.

A mis congéneres les agradezco
que no me hayan dejado ser demasiado distinto,
a las mujeres, que no me vean feo,
a los vecinos, les debo mi gusto por el silencio
y su empeño en que siempre se debe seguir
un estricto horario
para sacar correctamente la basura.

A los sacerdotes les debo la fe en mí mismo
y los monjes mi gusto por el gregoriano.

A los sicólogos, que me hayan hecho el honor
de poner todos mis complejos en sus libros.

Debo a los ordenadores la extinción total
de mi caligrafía y esta sequedad continua de los ojos.

Debo, a quienes me leen, una impenitente
adicción a mirar por si hay comentarios.
A Mark Knopfler y a Paco de Lucía
tengo que agradecerles
su teoría de las cuerdas del universo,
y a José Luis Cuerda, que amanezca siempre
por el lado correcto.

Debo, en fin, a cientos de personas,
cientos de pensamientos, habilidades, noticias,
risotadas o sonrisas, compras con tarjeta,
malabares del corazón, complicidades técnicas
y un puñado de anécdotas que algún día contaré.

En cambio, a ti no te debo nada.

Porque sí,
es cierto que me has enseñado a escribir
cuando no puedo hacerte el boca a boca.

Por eso,
con este poema,
ahora que lo escribo,
ahora que lo lees,
respiramos,
y por fin juntos
estamos en paz.

AHORA

Me has enseñado a respirar

Juan Gelman

(Piedad Bonnett)

Lo amargo

Me gusta mucho la fresa ácida, esa que, al pasearse entre mi lengua, me enciende la misma electricidad que yo le transmito al recipiente, que se despierta y se yergue. Si acaso, me gusta con un punto dulce, quizás nata, aunque no lo he probado. Dos puntos dulces, pero no demasiado.

La vainilla es la siguiente, un sabor de infancia, suave, larga, intensa. Probarla es como dar besos chiquitos, como recorrer lentamente un espacio que se convierte en hogar. Me gusta extendida sobre cojines, a la luz de velas que titilan tornándola caramelo. Aunque también me gusta con la luz del sol entrando por los agujeros ordenados en filas.

Pero como más disfruto es con el sabor de lo amargo, con esa repentina avalancha de saliva en que se convierte la boca. Porque cada vez que tomo aire, entregado al manjar que apenas se adivina, en mi lengua resucita un escalofrío. Y entonces quiero más, sólo o con avellanas, como si no me bastara nunca, hasta el punto de que, a veces, alguien me tiene que parar el paladeo con una carantoña.

He comprado esta tarde las pastillas que atrapan los sueños. No sé si me los traerán de fresa ácida, de vainilla, de ciruela, de gominola o de turrón. Todos me gustan, es verdad, me gustan mucho. Pero sé que cuando, dentro de un rato, ponga mi fe en su bioquímica indescifrable, desearé que todos los sueños que me toquen esta noche, tengan chocolate.

Porque me gusta lo amargo; no tengas ninguna duda. Aunque a veces me salgan ronchas y me dé por rascarme el corazón con uñas imaginarias.

INSOMNIO
Estar cerca no es suficiente
para esculpir los olores de la rosa,
porque el apetito que me abre en la química
es un hambre que no desaparece.

Ni decirle que me mire es suficiente
para borrar de cada tarde una ausencia
que se acaba volviendo confortable y tenue.

Me paso el día entero diluviando palabras
que se estrellan contra el suelo inerte,
contra las paredes vencidas y blancas,
sobre las mesas de los bares de siempre.

Palabras que no le llueven a nadie
porque en ese instante todos duermen,
todos duermen menos yo
que me dedico, de cien en cien,
a ir contando gotas de amor
para tomármelas después en el recipiente
cóncavo e inacabable de la noche,
porque estar cerca no es suficiente
para esculpir los olores de la rosa
que gravitan sobre mí en el aire,
porque estar cerca ya no es suficiente
y quiero pincharme.