Mi insomnio sin mí

Gritar en el centro de una plaza rebosante de uvas y gente desconocida, ver mi propia casa desde el estómago vacío de un parapente frágil y altísimo o hacer el amor desnudo en la cubierta de un yate, mar adentro, donde la palabra «tierra» haya perdido ya todo su significado.

Son cosas que tal vez intentaría hacer antes de que todo estalle, propuestas de sueños que me urgirían en mitad del huracán último. Tantas cosas que no hice, tantas otras que no dije, muchas más que no sentí.

Es extraño echar de menos todo aquello que no se vivió, como si lo sucedido no bastara nunca. Porque la vida interior es la vida, todas las sensaciones que sí he sentido son las que me han hecho como soy y las que me mantienen vivo.

Así que, por si el tercer acto acude presuroso y de improviso, y me pilla sin afeitar y con el chandal desolado, por si todo ocurre cuando la chimenea se ha vuelto ceniza y la emoción desnuda de tu tacto no pudiera distinguirse del frío de un otoño que se vierte a ras de suelo en un sitio desde el que no se ve mi casa; por si hubiera que susurrar en una habitación vacía y desangelada para no atraer al oído de las paredes y los teléfonos, y hacer el amor medio vestidos en tierra, allá donde la palabra «mar» dejó de existir hace milenios.

Por si no da tiempo a soñar, ni a elegir diez tareas como ofrenda. Por si no hay agua suficiente en el vaso, por si me falla la saliva al intentar decirte todo aquello que nunca podría terminar de decirte, quiero que sepas, hoy, esta noche, que me encantó soñar contigo.

Me encantó soñar contigo.

Isolda
Si alguien sabe de un filtro que excuse mi extravío,
que explique el desvarío de mi sangre,
le suplico:
Antes de que se muera el jazmín de mi vientre
y se cumplan mis lunas puntuales y enteras
y mis venas se agoten de tantas madrugadas
en las que un muslo roza al muslo compañero
y lo sabe marfil pero lo piensa lumbre;
antes de que la edad extenúe en mi carne
la vehemencia, que por favor lo diga.

Contemplo ante el espejo, hospedado en mis sábanas,
las señales febriles de la noche inclemente
en donde el terso lino aulaga se vertiera
y duro pedernal y cuerpo de muchacho.

Ciño mi cinturón y el azogue me escruta,
fresas bajo mi blusa ansiosas se endurecen
y al resbalar la tela por mi inclinada espalda
parece una caricia; y la boca me arde.

Si alguien sabe de un filtro que excuse mi locura
y me entregue al furor que la pasión exige,
se lo ruego, antes de que me ahogue
en mi propia fragancia, por favor,
por favor se lo ruego:
que lo beba conmigo.

(Ana Rosseti)

Pretextos y ser feliz

EL VIAJERO

para Javier Egea

Te acompañaban siempre los violines.

Tus poemas estaban en ti como los peces
en el fondo de un río.

Eso es lo que vi en ti:
peces en el desierto,
música amenazada.

Te vi hacer bosques y subir montañas,
te vi cavar abismos con tus manos.

No supe dónde ibas.

Te vi buscar la sombra entre la luz,
te vi buscar la muerte entre la vida,
y no pude entenderte.

Yo no sé qué has ganado, pero sé qué has perdido:
tu música,
                      tus peces,
                                            tus montañas azules.

No puede ser feliz quien entierra un tesoro.

No puede ser feliz
quien envenena el agua de su vida.

(Benjamín Prado, Un caso sencillo, 1986)

Quizás si no hubiera escrito en este rectángulo, mi vida me pasaría desapercibida, confundida entre la multitud que se cruza entre las velas, dentro del río de gente que inunda las calles en noches como ésta.

Puede que, aunque no escribiera, tampoco llamara mi atención. El brillo de las palabras es incontrolable, tan imprevisto como la coincidencia de un autobús, tan curioso como las formas que adopta una nube en el cielo de un niño.

Investigar las causas y los efectos solo es un pretexto para continuar con lo que ya se había decidido. Justificar la mansedumbre, embriagarse de vocabulario, amartillar los adverbios ante un pronombre asustado. Discernir es un mero pretexto para no querer ser consecuente con la evidente verdad de la fisiología.

Así me tomo la literatura, como excusa que invoca una ceremonia delicada. Para esta liturgia amarga y sublime de sentarnos enfrente de la pantalla y conversar en silencio.

Algunas veces, confieso que echo de menos un cuerpo al que asirme, que me ofrezca un calor ajeno que, a golpe de roces y fragores de batalla, acabe confundiéndose con el mío propio. Pero enseguida me doy cuenta de que esa nostalgia comedida sólo es un pretexto que esgrimo contra mi cobardía calculada.

¿Pero perder qué, si todo se pierde, si nada puede retenerse?

Estoy descubriendo, no sin una cierta tristeza suave con la que no contaba en mis planes, que tiene este blog una luz avejentada, un velo de error embellecido, el maquillaje sutil de un desasosiego largamente amamantado. El de saber que, a la frustración y sus fracasos, le debemos tanto como a los recuerdos, como a los sueños. Tanto como a la vida.

Les debemos ese delicadísimo hilo que separa los pretextos y ser feliz.

EL VIAJERO

para Javier Egea

Te acompañaban siempre los violines.

Tus poemas estaban en ti como los peces
en el fondo de un río.

Eso es lo que vi en ti:
peces en el desierto,
música amenazada.

Te vi hacer bosques y subir montañas,
te vi cavar abismos con tus manos.

No supe dónde ibas.

Te vi buscar la sombra entre la luz,
te vi buscar la muerte entre la vida,
y no pude entenderte.

Yo no sé qué has ganado, pero sé qué has perdido:
tu música,
                      tus peces,
                                            tus montañas azules.

No puede ser feliz quien entierra un tesoro.

No puede ser feliz
quien envenena el agua de su vida.

(Benjamín Prado, Un caso sencillo, 1986)