El largo espacio en que no estás

Puede que ese día no haya empezado bien y estorben las reuniones, los minutos se detengan entre lágrimas agridulces o se aceleren con los nervios. Es posible que sea un día de esos en los que las despedidas pesan más que el alma, que se va bajando a los pies.

Llegarás cansada con un cansancio turbio, acarreando pasados que buscan sombra. Llegarás cansada con un cansancio disciplinado por entre las semanas y con la boca seca de tener que respirar por ella. Y yo llegaré cansado también, con un cansancio ondulado que rezuma las vueltas del insomnio, con un cansancio tortuoso por la boca del estómago hecha un nudo de inquietud.

El calor habrá desecho el apetito pero no el deseo, que se irá abriendo camino hacia la punta de mis dedos, que buscará la llave de tu lengua para destapar suspiros. Quizás estemos más a gusto en la cama cuando te tiendas con los ojos cerrados, quizás estemos más a gusto a tientas cuando te vaya subiendo el vestido.

Tal vez ese día no haya empezado bien y esa arena que se escapa de las manos se nos haya vuelto tan viscosa que no nos permita pasar a limpio el borrador de un acto de amor que habremos empezado. Y sonreiremos un lamento por el fracaso y anotaremos sudor en el reverso de la ley del deseo.

Puede que ese día no haya empezado bien y que yo te quite los zapatos con torpeza mientras explota la tarde con su fresa ácida. Puede que tú te enroques en el flanco de la ventana para poner mansedumbre sobre las sábanas humedecidas.

Quizás tengas sueño y tu cuerpo pida abandonarse a mis brazos para el descanso, quizás yo tenga un sueño que se cumple despierto y mis brazos pidan abandonarse a tu cuerpo. Puede que cinco minutos no sean suficientes para encontrar la diferencia entre una multitud pequeña de besos digitales y la sola y larga caricia de una piel que se funde con otra por los dedos.

Seguramente habrá después que restituir el mundo a lo cotidiano, volver a componer el puzle de una cordura que nunca vale lo que cuesta. Seguramente después resumiremos todos los besos en un abrazo final que no sea el último. Seguramente, la vida estará impaciente esperando en la puerta con el motor en marcha y habrá que abrocharse la intuición y agarrarse a las palabras para no permitir que las mentiras nos atropellen.

Puede que ese día no haya empezado bien, puede que su transcurso no sea inocuo. Puede que ese día, que no empezó bien, como tantos otros, sólo haya tenido un rato de cielo. Puede que ese día sea tan mentira como cualquier otro, tan leve como un paso perdido que se da en la arena del rompeolas.

Pero ese día llevará dentro esta verdad que te escribo, esa que sólo las caricias pueden mantener en pie y que no tiene más sitio en donde caerse muerta que el largo espacio en que no estás.

El breve espacio en que no estás (Pablo Milanés, Comienzo y final de una verde mañana, 1984)

Consejo de sabios (Vetusta Morla, Mismo sitio, distinto lugar, 2017)

Pequeñas mentiras sin importancia

 Nadie es suficiente para ser el centro de una vida que no sea la propia. Nadie es suficiente, pero todos somos útiles. Y puede que algunos sean necesarios, los menos.

Cuando me envías señales, cuando me echas de menos, apenas puedo conciliar dos sentimientos contrarios, muy contrarios.

Hay una parte de alegría en el hecho de parecer necesario, una alegría que linda con la soberbia y con el amor propio. Un estado de ánimo positivo al saber que las huellas que nos vamos dejando consciente o inconscientemente, no se borran con la facilidad de un paisaje o con el hielo de un vaso.

También en mí ocurre lo mismo, si es que es lo mismo lo que se nombra igual. Sea cual sea el escenario, los actores, el guión de la rutina o del espectáculo, yo siempre te añado. A veces con tanta fuerza que, pasado el tiempo, cuando la memoria se descuida, no consigo recordar si hablé contigo o con tu ausencia. Y me extraña que tú no recuerdes lo ocurrido y luego me sorprende que me extrañe.

Pero hay otra parte contraria. Una desazón que se acumula conforme voy descubriendo que uno se acostumbra a echar de menos a otro. Un miedo a que, precisamente eso, sea el punto de partida del olvido. Porque en eso consiste olvidar, en acostumbrarse a la ausencia y seguir viviendo.

Acostumbrarse nos deja respirar, porque no se puede vivir sin aliento, sin un espacio en que la velocidad del mundo aminore y deje de atenazarnos el vértigo. Acostumbrarse permite que la vida siga, cosa que haría de todos modos, pero nos deja que sigamos en ella.

Sin embargo, las costumbres no nos mueven, sino lo contrario, nos anestesian, nos atan a las rutinas, nos cierran las ventanas. Aquello que no nos remueve, no está vivo, no es cierto: solo son pequeñas mentiras sin importancia que necesitamos para no sucumbir.

Una vez te dije que cambiaría tu vida de puertas para adentro. Otra pequeña mentira sin importancia que te pido que me perdones. Era un propósito verdadero, un modo de ponerle palabras a un sueño. Un exceso de confianza en mis sentimientos y en mi capacidad.

Pero no. La única persona que puede cambiar tu vida por dentro, eres tú. Yo nunca seré suficiente, sólo puedo querer estar allí para ayudarte en el combate que nunca termina, para que no sientas la soledad contra molinos o para acercarte agua entre batallas.

A pesar de que ahora ya sé que son pequeñas mentiras sin importancia, déjame decirte que cada vez encuentro formas más perversas de echarte de menos. Supongo que lo hago para intentar encontrar el improbable equilibrio entre acostumbrarme y no.

Comer perdices

«LA GUERRA ES LA PAZ»

1984 – George Orwell

A fuerza de comer perdices, a Cenicienta le dio por engordar mórbidamente. Añoraba quizás, su antigua soledad. Una soledad de tareas domésticas y hermanastras, sí, pero con esperanza de encontrar otra vida.

La de ahora, en cambio, era una soledad de multitudes en las calles y camas inmensas y asoladas por la ausencia. El príncipe dejo de ser príncipe y se hizo de sapo y hueso, como todos los seres humanos cuando olvidamos aquel estupor primero, aquella adrenalina corriendo venas abajo.

Como adictos a una sustancia, aquellos abrazos de 5 segundos, que eran el mundo condensado, dejaron de bastar y ahora ni siquiera merecen el esfuerzo de levantarse del chaise-long para buscarlos.

A fuerza de comer perdices, Juan sin miedo conoció los celos, el desencanto y la lamentable costumbre de su amada de acostarse muy muy temprano.

Templado su carácter a base de solucionar peligrosas pruebas de valor e ingenio, habituado a explorar los castillos encantados de la noche, experto en burlar los hechizos de las brujas y los zarpazos de los ogros,  no supo asimilar que tocaba hacer el amor los jueves terceros de mes y que los sábados pares había que comer en casa de los suegros.

A fuerza de ganar batallas y conquistar civilizaciones, Alejandro Magno no resistió el veneno que venía acompañando las perdices. Después de haber esquivado siete mil flechas que le lanzaron sus guerras, no vio venir a los siete traidores que le lanzó la paz.

Tampoco el samurai supo nunca aliviar esa taquicardia inoportuna que le daba a media mañana, después de llevar 3 horas sin nada que hacer en el jardín que le regaló su Señor en pago a las veces que le salvó la vida su espada.

Los enemigos, pronto se vuelven comunes. Y cuanto más comunes se ven, más fácil es acercarse y cerrar filas y poner la mano en el hombro. Pero –y es que no me acuerdo del título del cuento– cuando desaparece el enemigo, uno descubre en el compañero esa mirada de incredulidad, de hastío, de desapego, cuando la broma no se soporta o se toma al pie de la letra lo que antes era una preciosa metáfora.

La guerra es la paz porque hace falta un adversario para la felicidad. Y si no está fuera –así somos los seres humanos–, entonces lo buscamos dentro, convirtiendo nueve meses de acercamiento en veinte años de matrimonio.

«Si hubiera una guerra«, le dijo, ahora sabe que con muy mal gusto, «que me pille a tu lado. Pero no sirves para la paz«. Aparte de algunas cuestiones médicas y de domicilio, de lo siguiente que hablaron fue de los términos de un divorcio que ahora le parece lejanísimo.

Amar el desenlace, pero adorar la trama. Comer perdices, bueno… ¿por qué no?… Pero no dejar que se convierta en el final de los cuentos.

Como el primer cigarro…
Como el primer cigarro,
los primeros abrazos. Tú tenías
una pequeña estrella de papel
brillante sobre el pómulo
y ocupabas la escena marginal
donde las fiestas juntan la soledad, la música
o el deseo apacible de un regreso en común,
casi siempre más tarde.

Y no la oscuridad, sino esas horas
que convierten las calles en decorados públicos
para el privado amor,
atravesaron juntas
nuestras posibles sombras fugitivas,
con los cuellos alzados y fumando.

Siluetas con voz,
sombras en las que fue tomando cuerpo
esa historia que hoy somos de verdad,
una vez apostada la paz del corazón.

Aunque también se hicieron
los muebles a nosotros.

Frente a aquella ventana -que no cerraba bien-
en una habitación parecida a la nuestra,
con libros y con cuerpos parecidos,
estuvimos amándonos
bajo el primer bostezo de la ciudad, su aviso,
su arrogante protesta. Yo tenía
una pequeña estrella de papel
brillando sobre el labio.

(Luis García Montero)

Mapa de los sonidos de Tokio

Esa fue la primera vez que rieron juntos, quizás ahí empezó todo. Pero ¿cómo matar a un hombre que siempre está en el cine? ¿cómo amar a una mujer cuando es tan feliz que no puede soportarlo?

Esta es la historia de un silencio larguísimo, brevemente apenas interrumpido por algún que otro monosílabo susurrado. Es como trabajar de noche en el mercado en algo que te permita no pensar.

El argumento ya está visto, porque amar y matar son las dos alas de un mismo pájaro que vuela sin hacer ruido, porque ella siempre necesitaba más pero es que él no supo entenderla. ¿Acaso no te suena el estribillo de esta canción? En eso estoy contigo, entre el silencio y la distancia.

Cómo puedes saber lo que busco si nadie cambia, si tengo cara de entender de vinos. Puede suceder que quien te muere te ama y quien te ame te muera. Supongo que los discursos no te hacen gracia; y las preguntas tampoco. Parece ser tarde desde el principio.

El silencio no consiste en distancia, no estoy de acuerdo contigo, aunque no es tanta la diferencia. Ausencia de palabras hay también cuando se entrecruzan las manos y las bocas entre sí o sobre un sexo desprevenido. Ausencia de palabras cuando dormimos abrazados, cuando tu cabeza se va dejando pesar lentamente sobre mi pecho. Silencio cuando aparecen los otros desde el teléfono o el último programa pospone una discusión ante los anuncios.

Por eso no lo creo; es más bien que la distancia se camufla en un silencio disperso, siempre incómodo pero asumido, desvaído entre el clima y sus goteras, el eco de las enfermedades y la desclasificación de los camareros.

Pero el silencio no es distancia, porque hay cosas que se dicen sin mover los labios, porque si es verdad que da muchos problemas ser sincero, tantos también como no serlo y tantos como creer que no lo es el otro.

La vida puede ser un metro que no nos lleva a ninguna parte, excepto quizás hacia un momento en donde la vida deja de parecer ficticia. ¿Si le hubieras dicho que la querías, habría sido todo distinto? Me parece que siempre fue tarde desde el principio. Acaso tu silencio me pedía que te diera algo más que mi silenciosa compañía.

El silencio no es distancia, la distancia es el frío. ¡Qué noche tan espléndida, tan negra, tan magnética, para decirlo! Hay alguien aquí que tiembla.

Caminos del espejo
XII

Pero el silencio es cierto. Por eso escribo. Estoy sola y escribo. No, no estoy sola.

Hay alguien aquí que tiembla.

(Alejandra Pizarnik)

Cuchara de madera

Tienes razón. Duele tu ausencia
y cuesta mucho respirar
aquí sentado en el sofá
de una vida común y corriente
completamente desamueblada.

Como duele esperar tierra adentro
que suba la marea o que explote
una ventisca en mitad de esta nada,
cuando una y otra vez me atacan los lunes
con su típico pellizco en el estómago.

Ahora no puedo verte, quizá esta tarde,
qué lástima de crema, se me hace muy largo
el crepúsculo de las películas
y odio la cena expuesta a los pies
del telediario de las nueve.

El corazón se me ha quedado sin cobertura
y un ventilador inexorable gira sobre mi cabeza
removiendo el aire que me cuesta respirar;
porque tu ausencia duele, arrasa,
pero lo que más duele no es tu ausencia
sino tanta razón, tanta sensatez,
tanta paciencia,
duele esta vieja cuchara de madera
a la que nos agarramos como si estuviera ardiendo,
como si fuese el único trofeo
que pueden ganar los que pierden.

CINÉREA
Me hablan de la vida
como si tuvieran sus llaves
y estuviera aparcada cerca de aquí.

Me cogen las manos y me las sueltan.

Temen que en algún momento me levante
anunciando que voy a buscar algo,
porque en todos mis cajones,
en todos mis armarios,
hay muertos.

Mis manos son
de la misma materia de lo que tocan:
mis manos son de ceniza.

Por eso quienes me visitan
se despiden de mí sólo de palabra,
sin estrechármelas entre las suyas.

Por eso se despiden de mí.

(Elena Román)

Cartas de ausencia

Estoy intentando encontrar alguna languidez que escribir como por ejemplo, eso de «el mundo de los que nunca se sintieron adultos empieza a resquebrajarse bajo mis pies». Pero inmediatamente, sin dilación ninguna, la mente inmediata se me escurre hasta la cama y se acurruca contra tu ausencia.

De la felicidad también se sale, supongo. Lo digo por mi pobre producción escrita de los últimos tiempos, que habrá que impulsar nuevamente. Por falta de tiempo no será, que este verano sólo tengo proyectado realizar un largo viaje hasta septiembre.

Pero necesito inspiración, pérdidas, frustraciones o deseos sin correspondencia. Al menos, ese es el tópico. Y tengo un encargo reciente que quiero atender con mucho interés y necesito, para llevarlo a cabo, ponerme en situación… ¡Qué curioso pensamiento éste de fingir para escribir! ¿Acaso soy un actor que escribe en lugar de recitar un texto aprendido?

No es la única duda que tengo en este momento. Dime, por favor ¿tú crees que un hombre feliz debe y puede coger un teclado y escribir cartas de amor? ¿O más bien debería dedicarse a repasar cuidadosamente la fina línea vertical de unos labios que le sonríen desde la cama?

Como un aceite que escurre sobre la piel que se desea y la recorre lentamente, hacia el origen; como una mano que aparta unos cabellos sobre el hombro en el que se quiere apoyar la vida, como un gemido que ni siquiera tiene que tocar el aire para pasar de una a otra boca, no, nunca, jamás redactaré cartas de amor tan hermosas como esas que se escriben sin usar ni una sola palabra.

De hecho, no existen las cartas de amor. Todas esas que lo parecen, sólo son cartas de ausencia.

QUERENCIAS

A Juan Gelman

(Claribel Alegría)

SOLOS DE NUEVO
Solos de nuevo
solos
sin palabras
sin gestos
sin adornos
con un sabor a fruta
en nuestros cuerpos.
(Claribel Alegría)

TIEMPO DE AMOR
Sólo cuando me amas
se me cae esta máscara pulida
y mi sonrisa es mía
y la luna la luna
y estos mismos árboles
de ahora
este cielo
esta luz
presencias que se abren
hasta el vértigo
y acaban de nacer
y son eternos
y tus ojos también
nacen con ellos
tu mirada
tus labios que al nombrarme
me descubren.

Sólo cuando te amo
sé que no acabo en mí
que es tránsito la vida
y que la muerte es tránsito
y el tiempo un carbúnculo encendido
sin ayeres gastados
sin futuro.

(Claribel Alegría)