Detalles

Aquel aroma, sin duda, era la felicidad. En el entramado de la vestimenta a prueba de prisas, no ocupaba ni un miligramo de peso, ni un milímetro de espacio.

Parece raro, lo sé, como si yo ponderara de menos tus otros volúmenes densos, la destreza de unos labios entregándose a la deriva o la textura de ese sitio mágico en donde los dedos del cuello aprenden a entornar los ojos y el mundo.

Como aquel silencio estaba hecho de angustia. El concierto de ascensores, el ir y venir de la frontera transparente y ese cierto tono despreocupado de las conversaciones desganadas, se diluían en el silencio que lo iba ocupando todo, expulsando el aire, condensando los minutos y haciéndolos viscosos.

Me siento abocado a los detalles porque, sin ellos, la escena de los nervios parece ridícula, la fe en la bioquímica resulta inconmovible. Sin ellos, los cuerpos abrazados se convierten en una estadística desangelada y el resultado de toda eliminatoria se reduce a pasar de cuartos o no.

Del mismo modo que conservo, en no sé qué exacto idioma que tanto me cuesta pronunciar más a menudo, la longitud de tus brazos alrededor de mi cuello, he pensado que también debería envolver con cuidado la asfixia de los pijamas verdes y regalármela como recuerdo; para afrontar menos asombrado las noches de sombra que aún me queden. Aunque también pienso que, cuanto menos me asombre el futuro, menos vivo me pareceré.

El nombre de algún color australiano, el peso de una cabeza sobre el hombro, el sonido de una lágrima que se seca en la mejilla, la visión interminable de un fuego, las siglas entendidas como amuleto, el tono de voz con que se reprime un beso o ese pellizo de encontrarte cuando ya daba la cita por perdida, son detalles que tengo guardados para mirar a través de ellos el otro matiz de la vida.

Pero creo que añadiré también, como consuelo del humo propio que se han fumado estos días, otros dos nuevos detalles: las palabras que se escuchan con sabor a herrumbre dulce y el ladrido de los perros que te muerden piernas que no son tuyas.

Y si el futuro me asombrara menos de aquí en adelante, tendré que mirar más adentro de los detalles nuevos y prohibirme los abrazos tibios.

Y cierra
la puerta, vuelve
el rostro: mira al perro
por encima del hombro
izquierdo. Siente la punzada.

También ha sido
zarandeado por la noche, pero
pensando en ello nunca
se salva cosa. Vale
sólo luchar contra el caolín molido
de la esperanza, una
y otra vez sacar brillo al mismo objeto,
roer el mismo juguete.

(Juan Carlos Suñén, El hombro izquierdo, 1997)

Si el instante reclama
su derecho al pasado,
si tanto se parecen
la luz, el vaso, el libro,
tanto él mismo, esa mano, el derrotero
del día. Si no hay otra diferencia
que el momento siguiente, ¿a qué venimos?
¿A qué se vuelve el signo, la lectura
de un verso de perdón, la algarabía
de los pájaros? ¿Dónde?
¿A qué se vuelve que no es ya el recuerdo
sino una vana y seca
solicitud? ¿Qué puede
la intención, qué la prisa,
la delación de un nuevo sobresalto
ganado o no, qué puede
que cambia todo en este lance y torna
prudente la mirada,
la tentación consuelo,
aperitivo el vino?
(Juan Carlos Suñén, La prisa, 1994)

Discrepancia

«Demasiada sal en los calamares», pienso, mientras compruebo que el sonido del partido llega antes que la imagen.

El asunto del seguro se alarga, no le arranca el coche al que venía a limpiarme el sofá. Mañana no tengo que hacer lo que tenía que hacer mañana, porque me han avisado casi sin querer.

Si la peluquera tiene prisa pero habilidad, si te cuelas en la fila del cajero sin que nadie se enfade, si te acaban regalando tres mecheros que no pensabas comprar… ¿por qué todo se me descuadra?

Cuando pregunto y te duele la cabeza entre la fisiología y las discusiones, ya sé que todos tienen la misma talla, mientras barrunto que seguro que distinta de la mía. Y queda esa ambigüedad de niños que corren raro, la cruzada contra el desconocimiento y la tristeza de la metáfora de tardar más en venir que en volver a donde ya estabas.

Me he quedado helado delante de estas letras y, en cambio, me dio calor levantarme del silencio al unísono de un teléfono intempestivo. Al cambio de hora, tengo sueño por las mañanas y, cuando subo a acostarme, me despierto recién extendido sobre la cama.

Se me ha olvidado preparar un trabajo para mañana, y ya no es plan de ponerse. He tomado después de la cena más chocolate que el de rigor, y aún me he quedado con ganas. Todo me sale perturbado, todo me llega discordante. Hasta este texto que escribo parece desarticularse entre los renglones.

Hoy ha sido un día atravesado, de esos en los que habría que quejarse al proveedor y que nos lo devolvieran ajustado, como hice con aquellos pantalones vaqueros que me compré. Todo chirría por algún lado, que alguien engrase esta noche, con urgencia por favor, la maquinaria correspondiente para que el día de mañana venga con más prestaciones de serie y mejor acabado.

Aunque tal vez sea que, al llevar puesto tu aroma y, sin embargo, no verte, yo mismo me desconcentre los relojes, me desafine sobre mis propios pasos, me discrepe la vida.

Debería pedirte que dejaras de ser tan disidente, me ayudaras a conciliar la distancia y el corazón con un nudo marinero, y me concedieras el tiempo suficiente para sintonizarte Radio Pirineos en mitad de una canción.

Brevedad

Hablo de la suavidad que crece
cuando todo se funde, del calor
que difunden las palabras,
de las persianas que apenas confunden
 la luz del sol.

Hablo de un segundo, de una décima,
del dolor de los relojes
tras el mecanismo de un parpadeo.

Hablo del aroma en carne viva,
del corazón desarmado y desnudo,
del latido que se escapa
en un suspiro interior.

Hablo de las lágrimas que caen sordas
y de la sal que destila el desencanto.

Hablo de la ceguera de la tinta y del roce
que va dejando su caligrafía
en el lienzo de una piel.

Hablo del silencio que se enciende
en el tumulto, del movimiento cosido
a la quietud, de la esperanza tendida
al sol de la mañana.

Hablo del peso de la nostalgia
y de la nostalgia del peso.

Hablo de la niebla que envuelve
cada palabra dicha al oído.

Hablo de rellenar el hueco inmenso de mí mismo
que amanece después
del breve espacio en el que estás.

NOS RECIBEN LAS CALLES CONOCIDAS…
Nos reciben las calles conocidas
y la tarde empezada, los cansados
castaños cuyas hojas, obedientes,
ruedan bajo los pies del que regresa,
preceden, acompañan nuestros pasos.

Interrumpiendo entre la muchedumbre
de los que a cada instante se suceden,
bajo la prematura opacidad
del cielo, que converge hacia su término,
cada uno se interna olvidadizo,
perdido en sus cuarteles solitarios
del invierno que viene. ¿Recordáis
la destreza del vuelo de las aves,
el júbilo y los juegos peligrosos,
la intensidad de cierto instante, quietos
bajo el cielo más alto que el follaje?
Si por lo menos alguien se acordase,
si alguien súbitamente acometido
se acordase… La luz usada deja
polvo de mariposa entre los dedos.

(Jaime Gil de Biedma)