1438 anónimos

Todos los días tienen un minuto de cielo escondido entre los pliegues de las rutinas. Todos los días tienen un minuto que, unas veces sólo dura un segundo y otras veces puede durar horas. Todos los días, también, tienen su minuto de infierno.

Parece, por lo que digo, que el resto del día no sirve para nada, que son minutos inútiles, que no dejan huella, que nacen sin nombre para luego morir anónimamente.

En la memoria sólo se nos quedan, grabados a fuego algunas veces, las visitas horizontales, las discusiones obtusas, los nervios escapados por la garganta. Se nos quedan, y no para siempre, sino sólo hasta que el olvido nos separe, la alarma conectada al dolor, el fuego encendido de las palabras venenosas, la lluvia ácida del deseo convertida en ducha fría.

Y parece que los otros, estos en los que tecleo, aquellos en los que sueño, se desvanecieran en el aire sin pena ni gloria ni necesidad de mención. Como si vivir fuese un relámpago que se enciende, dura un instante y luego vuelve a la oscuridad de la que vino.

Quizá es que ponemos el techo demasiado alto, quizás es que el infierno lo encendemos demasiado pronto, quizás es que pintamos el cielo demasiado azul.

El caso es que a mí se me van cayendo como a un pozo en el que se superponen aquellos minutos que fabricaron un sueño con los que lo estropearon después, se me deshacen los que me prepararon un encuentro por entre los restos de otros que me dejaron en medio de una decepción, se me derriten las palabras que quise decir con las siguientes que no dije, con las últimas que escuché, con las que espero oír dentro de un rato.

Por eso quiero hacerte saber, en nombre de mis mil cuatrocientos treinta y ocho anónimos, cuánto admiro ese don que tienes para ponerle nombre a todos los tuyos, recordarlos concienzudamente, ordenarlos por colores y tratarlos como prodigiosa lluvia que te roza la piel.

Cuánto admiro ese don que tienes para poner la vida en palabras salpicadas de risas o de lágrimas, ese don que tienes para ver dentro de lo que está encerrado en silencios, ese don que tienes para salpicar los mapas del tiempo con gotas de humor documental y de melodrama.

Quiero que sepas cuánto admiro ese don y, sobre todo, cuánto agradezco que cada día reserves sesenta, más o menos, para  que, mientras yo intento acordarme de cuatro o cinco míos, tu puedas contarme absolutamente todos los tuyos al oído. A veces, incluso, contándome algunos dos veces.

Aunque en demasiadas ocasiones me los cuentes a una distancia tan larga… Tan larga como ésta desde la que te escribo.

Una palabra
De nada sirve abrir una palabra
y vaciar por ella lo más duro,
lo más incomprensible, si no tienes
fuerzas para cerrarla cuando llega
la hora sin minutos del silencio,
cuando todo es espejo de tu solo
suspiro helado, voz que nadie toma
entre sus labios para convertirla
de nuevo en tu palabra y en la suya.

(María Sanz)

Anónimo
Porque el destino mira siempre al frente,
porque los cuatro puntos desleales
de mi vida se pierden en un mapa
cada vez más pequeño, yo diría,
aprovechando que no me oye nadie,
unas palabras, una frase, algo
más que esos versos. Porque si el destino
es una línea recta, si hay un norte
orientado a las luces de poniente,
yo quisiera decir o ser el eco,
tan sólo el eco ya, de algún poema,
aprovechando que no lee nadie
en este libro abierto de mi vida.

(María Sanz)

Una pistola en cada mano

Te equivocas, como yo me equivocaba, si piensas que hay cosas que nunca se cuentan. Todo se cuenta: a los amores, a los familiares, a los amigos, a los compañeros o a los vecinos. Al confesor o a la terapeuta.

Los secretos también se cuentan, sólo que a muy pocas personas. Hace falta intimidad para contarlos, desde luego, pero esa intimidad no suele ser suficiente. También es necesario que, quienes escuchan, no sean testigos, ni partes contratantes, ni víctimas, ni verdugos, ni agentes colaterales, ni fiscales, ni jueces del asunto en cuestión.

No hay más intimidad que la que ocurre, a veces, cuando se habla con un completo desconocido. El susodicho incógnito puede cobrarte por horas mientras estás tendido en un diván, o escucharte por amor al arte, con la curiosidad de quien lee una novela que ha caído en sus manos sin esperarlo. Pero siempre es un desconocido el mejor receptor de los secretos que, entonces, se convierten en novelas anónimas.

La técnica del «yo tengo un amigo al que un día» es otro modo de forzar ese anonimato. Lo que pasa es que está muy visto y los más perceptivos de entre quienes te rodean, te pillan enseguida el truco.

Pero todos los secretos se cuentan. Incluso, para los más valiosos, dibujamos un mapa en el que marcamos cruces rojas y senderos escondidos. Todos los secretos se acaban sabiendo.

La otra manera de publicar secretos es escribir la verdad como si fuera mentira, taladrarlos en la mente de quienes te leen pero en un idioma indescifrable. Contarlos envueltos en metáforas, cambiando las partes del cuerpo por nombres de frutas, evitando el orden exacto de los sucedidos y llamando a todas las mujeres Margarita.

Hacer trocitos la verdad y desordenarlos para que parezcan mentira es, en el fondo, el objeto último de este mapa, por cuya boca, sé que se irán muriendo todos mis secretos, tarde o temprano. Confío en que sean parecidos a los tuyos, a los de todos, a los de alguien que, alguna vez, descubrirá que todas las metáforas que se necesitan para vivir convergen en un solo punto.

A mí, naturalmente, también me gustaría descubrir algunos secretos de los demás: por qué se entristece aquel cuando nota que parece sonreirle el destino y abrirle una noche, cómo hay quien puede sentirse a gusto y, sin embargo, romper a llorar disimulando, cual es la razón por la que alguien permite insistentemente que se estropeen sus planes o hacia dónde quiere ir y con quién cuando le preguntas y te responde que «estoy bien».

Imagino que no me los contarán hasta que ellos y yo no consigamos ser unos completos desconocidos. O, al menos, hasta que puedan confiar en que yo no llevo una pistola en cada mano.

Me pregunto si, para poder ser buenos amigos, no será imprescindible, también, tratarse como completos desconocidos que se cruzan en un parque, que se cruzan en el mismo ascensor, que se cruzan sobre una misma mujer o sobre secretos parecidos.

LAS CLARAS PALABRAS
Hay más polen en el aire que en las flores
esta tarde y cualquier certeza
depende del gesto con que la aceptemos.

Tan dulcemente como decirte algún secreto
al oído y sentir que la piel
se te enciende otra vez de deseo.

Cuando cese el viento, la noche, con lentos pasos,
nos devolverá el espacio de los sueños
casi perdido pero aún meciéndose
en los confines del cuarto.

Será entonces el momento de decir las claras
palabras tan sabidas, las mismas
palabras con que hemos compartido
por igual, quizá sin saberlo,
destinos oscuros y brillantes sorpresas.

(Martí i Pol, versión de Adolfo García)