Como la niña pequeña…

Como la niña pequeña que espera en el porche a la hora de la salida del colegio con la mirada puesta en la, para ella, remota cancela del patio.

Y distingue, a lo lejos, la silueta delgada de un hombre joven que se acerca sonriendo, mientras grita entusiasmada «¡papiii!» y se muestra inquieta y desbordante.

Yo la observo con ojos de adulto y párpados de casa vacía. La sujeto por los hombros, con un ademán que pretende ser cariñoso –si bien no todo el mundo encuentra una película parecida al final de la misma retahila de fotogramas–, y le digo con un gesto concienzudamente desatendido: «No, espera a que venga».

Pero la niña pequeña no puede esperar. Ya hace rato que no está en el porche. Su cuerpo sigue pegado a mis piernas, pero ella hace tiempo que flota en las manos de aquel joven que se agacha y abre los  brazos para convertir el mundo en un espacio más cómodo y cercano.

No puede esperar y se me escurre entre los dedos y sólo acierto a decirle un «no corras» tan inútil y tan antiguo como aquel «que tengas cuidado» que oía en mi adolescencia. Entonces me doy por vencido y simplemente me dedico a mirar el balanceo gracioso de su mochila mientras se come a zancadas torpes la distancia a la que siempre se colocan los deseos.

No es justo que la vida no tenga posibilidad de cámara lenta. No es justo que de la euforia al llanto solo medie un parpadeo, que cuando se tiene el infinito en la palma de la mano nos pique ese punto de la espalda al que es imposible acceder si no se es contorsionista. No es justo que aprendamos a tropezar antes que a andar.

La escena termina en abrazo, es cierto, como quienquiera que nos haya acompañado hasta este renglón barruntaba desde el principio. Pero es un final retorcido, inhóspito, amargo. Real y, al mismo tiempo, torpemente inventado.

La metáfora da para mucho. Podría hablar ahora del llanto, de la risa, del deseo y de la frustración; podría desarrollar con alguna frase ingeniosa una teoría sobre el sueño y la pesadilla; podría, rizando un rizo literario, añadir una cántara de leche y reinventar un cuento. Incluso, podría poner Esperanza con mayúsculas y engarzar otra historia también adulta e infantil de contratiempos y desconsuelo.

Pero lo cierto es que lo que me lleva rondando la mente toda la tarde, es el hecho de que mañana –o a lo más tardar el lunes–, por suerte y por desgracia, el padre, la niña, los testigos presenciales y ustedes y yo mismo, habremos olvidado completamente esta anécdota dos veces infantil.

La olvidaremos incluso, aunque seamos nosotros los que estemos en el suelo, mascando polvo y autocompasión, temiendo que no haya nadie que venga a levantarnos. La olvidaremos porque siempre cuesta un poquito empezar a sentirse desgraciado y porque quien no encuentra consuelo es porque no lo necesita.

La culpa es de uno
Quizá fue una hecatombe de esperanzas
un derrumbe de algún modo previsto,
ah, pero mi tristeza sólo tuvo un sentido,
todas mis intuiciones se asomaron
para verme sufrir
y por cierto me vieron.

Hasta aquí había hecho y rehecho
mis trayectos contigo,
hasta aquí había apostado
a inventar la verdad,
pero vos encontraste la manera,
una manera tierna
y a la vez implacable,
de deshauciar mi amor.

Con un sólo pronóstico lo quitaste
de los suburbios de tu vida posible,
lo envolviste en nostalgias,
lo cargaste por cuadras y cuadras,
y despacito
sin que el aire nocturno lo advirtiera,
ahí nomás lo dejaste
a solas con su suerte que no es mucha.

Creo que tenés razón,
la culpa es de uno cuando no enamora
y no de los pretextos
ni del tiempo.

Hace mucho, muchísimo,
que yo no me enfrentaba
como anoche al espejo
y fue implacable como vos
mas no fue tierno.

Ahora estoy solo,
francamente solo,
siempre cuesta un poquito
empezar a sentirse desgraciado.

Antes de regresar
a mis lóbregos cuarteles de invierno,
con los ojos bien secos
por si acaso,
miro como te vas adentrando en la niebla
y empiezo a recordarte.

(Mario Benedetti)

Las ventajas de ser un marginado

Adolescente y viejo son dos caras de la misma tristeza, cuando la invisibilidad nos separa del mundo.

Hace falta un espejo, deprisa, un espejo que nos permita vernos, una luz que nos ilumine, una voz que no pase de largo y se nos quede grabada dentro la como banda sonora de un corazón que parece inexplicable.

Se olvida que tuvimos dieciséis cuando cumplimos los diecisiete y así sucesivamente van descarrilando vagones del calendario y quedando atrás en llamas.

Pero este momento, cuando la miro y veo lo preciosa que es, cuando sus brazos me envuelven y la noche tiene el tacto de una piel desnuda y el tiempo pesa lo que una cabeza sobre mi hombro, puedo jurar que estoy vivo, que me siento infinito, que no soy la anécdota que se cuenta en una noche de parque bajo las estrellas.

Aceptamos, seguramente, el amor que creemos merecer, el que conocemos, el que somos capaces de entender. Y cuando dejamos de merecerlo, de conocerlo o de ententerlo, un vacío muy hondo y muy ancho nos abre desde la boca del estómago hasta el túnel sin luces en el que acabamos entrando.

No somos supervivientes, somos héroes de una historia que se vuelve sepia y descolorida. Somos héroes si, al recordar todo lo perdido, nos damos cuenta de que esto no es sino otro principio.

¿Dónde se quedaron los amigos? Aquí dentro, ahí fuera, sobre el espejo en que nos miramos y nos reconocemos el día después de la víspera.

Somos héroes aun sabiendo que no podemos salvar a nadie, excepto, quizás, a nosotros mismos; y sólo por hoy.

Imaginar los sitios posibles donde estabas…

…en un rincón del año…

Supongo que también te dejarán a ti
este mismo vacío,
esta impaciencia por estar sin nadie
mientras se nos olvida
todo el calor que duele de olvidado.

El naufragio es un don afín al hombre.

Después de que sucede
suelen tener las huellas
esa incomodidad que tienen las mentiras,
el recuerdo es un dogma,
la soledad el pecho que tú me acariciaste.

Pero cambiando de conversación
el tiempo -buen amigo
que deforma el pasado como el amor a un cuerpo-
hará que cada día no parezca un disparo,
que volvamos a vernos una tarde cualquiera,
en un rincón del año y sin sentir
demasiada impotencia.

Será seguramente
como volver a estar,
como vivir de nuevo en una edad difícil
o emborracharnos juntos
para pasar a solas la resaca.

Igual que quemaduras debajo de los dedos,
en un segundo plano
seguiremos presentes y esperando
ese momento exacto del náufrago en la orilla,
cuando al salir del mar
me escribas en la arena:
«Sé que el amor existe,
pero no sé dónde lo aprendí».

(Luís García Montero)