El jardín de las Delicias

Me encanta ese cuadro. Tiene algo hipnótico, una luz antigua atrapada en sus colores. Los personajes parecen moverse cuando no los miras y, en el momento en que vuelves la cabeza, se quedan parados en mitad de la fiesta.

Me encanta ese cuadro. Si acaso, quizás debería el autor haber atemperado un poco a pastel sus contrastes de verde. Así las escenas tendrían un halo de sueño interrumpido, un tal vez pintado al óleo en sus caras.

Pero me encanta ese cuadro, me gusta mucho. Desde que me fijé en él, por eso de las casualidades de la vista, me pareció profundamente atractivo. Aunque, en realidad, el agua oscura debería ser más gris en tanto que metáfora, quizá el cielo menos azul, puede que estuviera mejor sobre un paisaje menos llano.

Me encanta ese cuadro y me gustaría aún más si los desnudos fuesen más explícitos, si el aroma a incienso que parece quemarse en el panel derecho cuando entornas los ojos, fuese más lavanda, más anís, más néctar.

Me encanta ese cuadro, si bien hay que reconocer que ese modo naif y daliniano no le favorece nada al mensaje que expresa, a la contradicción que propone; que, por otra parte, no es tan contradictoria ni tan expresiva como si hubiese centrado la acción en unos pocos personajes, en lugar de mostrar un crisol de multitudes todas conscientemente distintas.

Me encanta ese cuadro, aunque creo que no debería ser un tríptico. Quedan como aislados los mundos, se satirizan mutuamente y se estorban. Habría que reunirlo todo en un solo lienzo, en una única mirada.

Me encanta ese cuadro, pero, la verdad, sobran escenas que restan atención al paisaje, en unos casos, y a la trama en otros.

Me encanta ese cuadro. Sin embargo, echo a faltar el blanco, con lo que a mí me pone el blanco, entendiéndolo como infinito, como karma, como zona sin límites que extiende la pintura más allá del marco, hacia las paredes y la vida.

Me encanta ese cuadro. Y el hecho de que haya cosas que yo le cambiaría, la realidad cruda de las pinceladas que desentonan en mi concepto de jardín o el pequeño detalle de que es demasiado grande para mi casa, no impiden que me encante ese cuadro.

Me encanta ese cuadro como yo lo veo, sin necesidad de ser perfecto, sin la obligación de ungirlo con agua bendita antes de tocarlo, sin que tenga que ser exactamente como a mí me gustaría.

Me encanta ese cuadro, me encanta, me encanta. Lo que no termino de tener claro, es si yo le gusto a él, así, como soy.

El jardín de las delicias
Flores, pedazos de tu cuerpo;
me reclamo su savia.

Aprieto entre mis labios
la lacerante verga del gladiolo.

Cosería limones a tu torso,
sus durísimas puntas en mis dedos
como altos pezones de muchacha.

Ya conoce mi lengua las más suaves estrías de tu oreja
y es una caracola.

Ella sabe a tu leche adolescente,
y huele a tus muslos.

En mis muslos contengo los pétalos mojados
de las flores. Son flores pedazos de tu cuerpo.

(Ana Rossetti)

Mi insomnio sin mí

Gritar en el centro de una plaza rebosante de uvas y gente desconocida, ver mi propia casa desde el estómago vacío de un parapente frágil y altísimo o hacer el amor desnudo en la cubierta de un yate, mar adentro, donde la palabra «tierra» haya perdido ya todo su significado.

Son cosas que tal vez intentaría hacer antes de que todo estalle, propuestas de sueños que me urgirían en mitad del huracán último. Tantas cosas que no hice, tantas otras que no dije, muchas más que no sentí.

Es extraño echar de menos todo aquello que no se vivió, como si lo sucedido no bastara nunca. Porque la vida interior es la vida, todas las sensaciones que sí he sentido son las que me han hecho como soy y las que me mantienen vivo.

Así que, por si el tercer acto acude presuroso y de improviso, y me pilla sin afeitar y con el chandal desolado, por si todo ocurre cuando la chimenea se ha vuelto ceniza y la emoción desnuda de tu tacto no pudiera distinguirse del frío de un otoño que se vierte a ras de suelo en un sitio desde el que no se ve mi casa; por si hubiera que susurrar en una habitación vacía y desangelada para no atraer al oído de las paredes y los teléfonos, y hacer el amor medio vestidos en tierra, allá donde la palabra «mar» dejó de existir hace milenios.

Por si no da tiempo a soñar, ni a elegir diez tareas como ofrenda. Por si no hay agua suficiente en el vaso, por si me falla la saliva al intentar decirte todo aquello que nunca podría terminar de decirte, quiero que sepas, hoy, esta noche, que me encantó soñar contigo.

Me encantó soñar contigo.

Isolda
Si alguien sabe de un filtro que excuse mi extravío,
que explique el desvarío de mi sangre,
le suplico:
Antes de que se muera el jazmín de mi vientre
y se cumplan mis lunas puntuales y enteras
y mis venas se agoten de tantas madrugadas
en las que un muslo roza al muslo compañero
y lo sabe marfil pero lo piensa lumbre;
antes de que la edad extenúe en mi carne
la vehemencia, que por favor lo diga.

Contemplo ante el espejo, hospedado en mis sábanas,
las señales febriles de la noche inclemente
en donde el terso lino aulaga se vertiera
y duro pedernal y cuerpo de muchacho.

Ciño mi cinturón y el azogue me escruta,
fresas bajo mi blusa ansiosas se endurecen
y al resbalar la tela por mi inclinada espalda
parece una caricia; y la boca me arde.

Si alguien sabe de un filtro que excuse mi locura
y me entregue al furor que la pasión exige,
se lo ruego, antes de que me ahogue
en mi propia fragancia, por favor,
por favor se lo ruego:
que lo beba conmigo.

(Ana Rosseti)