Corta historia de amor

Como en una pequeña historia de amor, al principio no sabes de dónde viene, ni cómo ha aparecido. Suele suceder que nadie se explica nada, que solo se siente, que se está como fuera del mundo y del tiempo. Que en un sólo rostro sucede todo lo que importa.

Luego nos hacemos adolescentes que juegan, como en una corta historia de amor, con gestos incontenibles y palabras desmesuradas para la edad que se tiene. Vienen sueños revueltos, se imagina y se inventa, las leyes de la física no tienen validez. Y el azar se pone de nuestra parte y nuestra parte pone los dos pies en el día de mañana.

Nos vamos conociendo irremisiblemente, jóvenes alocados que se toman la sensatez como píldoras de la realidad que nos decepciona. Aprendemos cuánto vale un sí, lo poco que dura; y cómo duele cada no y la longitud de su eco. Dejamos un pie en mañana, el otro queremos que pise hoy y casi nunca se logra. Pero, como en una tierna historia de amor, todavía manda la inconsciencia de seguir el camino hasta donde nos lleve.

Adultos ya, dejamos de esperar y queremos que llegue todo ahora. Pedimos cuentas, exigimos resultados, aplicamos leyes contables que no habíamos escrito o, si hay suerte, suscribimos tratados de no agresión. Como en una trágica historia de amor, descubrimos la infidelidad de no haber sido quienes creíamos ser. Pintamos la verdad con lágrimas y rabia, la gran estafa del mundo nos transforma en cínicos cuando descubrimos que algunos sueños duelen más que la realidad.

Y luego todo es recordar o perder la memoria, retrasar el deterioro, sobrellevar la impotencia. Ancianos que esperan lo irremediable deseando que tarde en llegar, cuando todo lo que se mastica sabe a ceniza, cuando, como en una antigua historia de amor, se nos infecta aquello que no hicimos y que ni siquiera sabemos por qué.

Recostados sobre el ayer, asustados por el goteo de aquello que se nos va yendo y ensordecidos por el torrente de todo lo que ya no llegará, sólo queda pedir que el tercer acto sea rápido y nos dé tiempo, una vez, por fin, a tener las riendas. Como en una amarga historia de amor, nos gusta legar a quienes nos importan eso que ya no nos importará, eso que ahora nos preguntamos si realmente era lo que importaba.

No sé bien de qué te estoy hablando. Porque confieso que hay ratos en los que no sé distinguir si nuestra vida es una corta historia de amor o si es que nuestra corta historia de amor es la vida. Ni consigo aclararme si la edad que tenemos es la que creemos tener.

Aunque te digo que esto: saber bien lo que me espera, tener la certeza de que, aquello que durante tanto tiempo se deseó alcanzar, luego pasa como un soplo y se acaba con amargura, es el antídoto que empleo contra la impaciencia.

Ese antídoto que tú me pides y que, en el fondo, no quisiera darte. Porque es, precisamente tu impaciencia, ese hueco en el que siento que mi corazón late con más fuerza. Con tanta que, a veces, se me olvida tomarme la pastilla.

LO QUE PUEDA CONTAROS…
Lo que pueda contaros
es todo lo que sé desde el dolor
y eso nunca se inventa.

Porque llegar aquí fue una larga sentina,
un extraño viaje,
una curva de sangre sobre el río,
mientras todo era un grito
y ya se perfilaba resuelto en latigazos
el crepúsculo.

Las historias se cuentan con los ojos del frío
y algún sabor a sal y paso a paso
-lengua y camino-
porque la sangre se nos va despacio,
sin borbotón apenas,
desmadejadamente por los labios.

Las historias se cuentan una vez y se pierden.

(Javier Egea)

Quizás boca abajo

He pensado que, quizás boca abajo, el mundo que tengo patas arriba consiga ponerse derecho. Que tal vez así la gravedad suba, y los sueños se me agarren a los pies y los arrastren en su camino hasta donde ni la vista pueda seguirlos.

Podría ser que boca abajo, con mis manos entregadas a separarme del mundo, pudiera dejar de sentirme colgado en tu ausencia; y mis piernas, en lugar de pender absurdas como agarrado al filo de un precipicio, pudieran buscar sol hasta la altura de árboles inquietos.

Se me ha ocurrido que quizás, boca abajo, la sangre ahogaría las conversaciones del interior y expulsaría las palabras hacia afuera. Y aunque, tal vez, en esa difícil posición, las palabras tengan significados aturdidos al desparramarse por entre la saliva, pudieran llegarte erguidas y nobles, y alzarse contra este silencio de oficina que algunas veces me certifica la soledad.

Sí, quizás boca abajo, el paisaje encuentre tu sitio en el don de lo oblicuo, quizás floten las verdades del sentimiento entre la espuma de lo cotidiano y afloren sobre el mar de todo lo que ya no te crees a pie juntillas. Podría ser que puesta la estabilidad en entredicho, pudieras amar mi temblor y mi desasosiego sin necesidad de someterlo a juicio sumarísimo.

Quizás boca abajo no importen tanto mi estatura y la presbicia, y pueda dejar de ser tan pequeño que no me veas. Quizás, al mirarme de otro modo, consigas apartar todo lo que me esconde, y reírte un rato con mis cosas revueltas y quererlas de tanto reír y esculpir otra sonrisa más permanente en tus ojos.

Podría ser, que tal vez la ternura te tienda una trampa y vengas corriendo a rescatarme de este mundo de patas de mesas y pelusas bajo el sofá. Podría ser que encontrara el otro equilibrio, ese en el que se vacían los bolsillos y el jersey te desenvuelve el ombligo sin que pueda mirármelo.

Sí, quizás boca abajo, la nariz no sea parapeto contra los besos y puedas extender tus manos sobre una piel indefensa, sobre un sexo ridículamente descolocado. Quizás boca abajo, el tronco deje de ser tronco y pueda sea raíz para los abrazos. Quizás boca abajo, podría roncar afinado.

Quizás boca abajo, todo vuelva a tener sentido y este mareo me produzca una confusión distinta en los principios, quizás así la fiebre sea ventisca en lugar de desierto, quizás el corazón lata más fuerte por entre la anestesia de los días y zumben en clave de sol los oídos.

Quizás, si me pusiera boca abajo, dejarías de pensar y me harías caso. Quizás, boca abajo, podrías quererme tal y como soy.

Quizás, boca abajo, no me resultarían tan imprescindibles tus labios.

ALABANZA TUYA
Es malo que haya
gente imprescindible.

No es muy buena
la gente que a sabiendas
se vuelve imprescindible.

La fruta
ha de continuar atesorando sol,
no ha de menguar la fuerza del torrente
si por acaso un día
se pierden unos labios.

Pero
             -y este pero me abrasa-
no puedo
decir que sea malo
que tú seas imprescindible.

(Jorge Riechmann)