Soplo

Lo que apaga el fuego, no es el agua, ni es la tierra. Es el aire, o mejor dicho, su ausencia. Los otros elementos tienen la virtud de impedir que el oxígeno alimente las llamas.

Aquello mismo que te hace arder, puede apagarte en un instante, con sólo irse, con el único esfuerzo de desaparecer sin dejar rastro, con la única necesidad de perder el contacto.

Quiero decir que las lágrimas desahogan, pero no apagan el fuego, lo duermen, lo vuelven rescoldo desesperado de aire.

Quiero decir que echar tierra encima, no concluye un incendio. Lo tapa, lo limita, lo cubre. Pero las ascuas siguen encendidas mucho más adentro.

Tú, que siempre vives bombera en acto de servicio, que siempre corres de un fuego a otro, que lías con una manta toda llama que atormenta a quienes te piden auxilio, lo sabes bien por tus fuegos propios que arden exactamente, que queman muy despacio, que abrasan desde el centro.

A veces te soplo, lo sé, me quedo parado en una definición y te soplo, me escalda una sensación y te soplo, me tuesto en mitad de un deterioro imaginario y te soplo. Luego me arrepiento de haberme encendido un desastre que te acaba quemando las manos con que me envuelves, la voz con que me tranquilizas el vello, el agua con que te despides dando besos.

Tú corres de un fuego a otro, de tu propia quemazón al humo siguiente, desde la pesadumbre que te achicharra hasta el corazón de la llama que prende en otros. Y yo, descuidado y soberbio, en lugar de contener la respiración y espantarme mis propios fantasmas, a veces soplo.

En lugar de soplar, de aquí en adelante, prometo guardar las palabras para abrazarte y rodar por algún sitio esponjoso y cálido, donde ya no nos corra el aire, donde el único fuego que quepa entre nosotros sea ese que desabrocha con prisa las camisas torpemente,  ese que atornilla las bocas frente a frente y consume muslos mientras los minutos arden.

INCENDIO
En mis sueños hace mucho calor
y cuando, al cabo,
me levanto y me visto
sin saber el color que tendrá el cielo,
salgo buscando,
en todos los ojos que miro,
los ojos que llevo en mi sueño.

Incluso ahora que escribo,
sí, precisamente ahora mismo,
en estos bordes que comparten
el insomnio, la vigilia y un incendio,
no puedo dejar de pensar ni un instante
en este calor ni en este sueño.

Y lo peor es que esta llama
que me quema tan desde dentro
no puede sofocarse con agua,
sólo se puede apagar ardiendo.

La vida secreta de las palabras

Me habló de su sueño con «tata de tocholate» y tuve que reírme a todo pulmón. Me invitó a asistir a una estancia rural y rechacé la oferta. Me contó sus problemas de intendencia como disculpa para las cervezas y me extrañó su acercamiento a estas alturas de partido.

Me pidió que arreglara un ordenador y le expliqué el mecanismo del enchufe. Me propusieron que arreglara otros dos más y les recordé las precauciones que no habían tomado. Me contó la operación de su madre y me alegré de que ya estuviera en casa.

Me dijo que su hijo estaba mejor y sonreí al saberlo. Me invitó a subir al coche y preferí bajar la cuesta, aunque luego me alegró que, cargado, a la vuelta, me la subiera sin pies.

Me comentó sobre una película con bolero y le recordé un chiste antológico. Me escribió «anexos» y yo respondí con «zafes». Me preguntó cuántos kilos de tomates y le dije que dos. «Fortuna» fue la palabra que le dije mientras me preguntaba con cara de circunstancias. Me dijo sin pronunciar ninguna erre que la tela de mosquitero estaba en la otra tienda y le di las gracias.

Me habló de su infancia valenciana y respondí con una frase genérica. Me dijo que vendría hoy y mañana, y le dije que cuando quisiera. Me pidió un número de teléfono y se lo dí con los dedos. «Bienvenido», parpadeó; y yo le dije «Retirada de efectivo». En tres mensajes apareció mi nombre, en la ventanita de una factura y en la foto de un comentario.

Primero fue «ni hao» y luego «zian jian». Ninnette dice que está embarazada y el señor de Murcia calla. Los muertos vivientes no dicen nada, solo muerden; y ella tampoco dice mucho, solo dispara. Hay que dejar la bellota una noche en agua antes de plantarla, dijo a la audiencia, mientras yo pulsaba el seis.

Estrategias metodológicas rezaba el apartado que borré por accidente. Le dejo escrito en una nota que me cobre los productos de limpieza que faltan. Su pedido ha sido confirmado, decía el email. «Es que no estoy en la casa, luego te lo digo» me dice cuando le pregunto por la cena. Suena el móvil con dos pitidos y al leer reflexiono que las palabras no deberían perderse con el suministro eléctrico. En todo caso, que se pierdan en el aire; o en la traducción.

Se me ocurrió decir algo para matar el silencio y darle ánimos, me respondió con una serie de catastróficas desgracias y un beso. Este texto se titula «la vida secreta de las palabras». Tecleo «palabras», «vida», «secreta», «decir», «contar», «hablar», «comunicación» y algunas otras etiquetas más. Le doy a «publicar».

Entonces releo el artículo y recuento todas las palabras propias y ajenas de hoy. Y echo de menos las que no he dicho, las que no me han dicho. Las pronuncio en voz baja, muy baja, tan sólo para mí; como si esas palabras tuvieran una vida secreta que se deshace cuando, otro yo, las lee o las escucha.

Y muy bajito vuelvo a decírmelas, mientras pienso que a dónde irán a parar -a qué oscuro pozo de memoria, a qué claro manantial del olvido-, todas las palabras que nacen y mueren en este nueve de octubre, y que no me han servido para nada.