Olvidar y dejar de querer

¿Recuerda la mariposa que una vez fue gusano, larva, huevo?

Podrá entonces volar por los polvos de las alas, por la aerodinámica de su cuerpo, por el efecto Venturi desplegado sobre el regazo del bosque. Y volando será capaz de escapar de la gravedad de un pasado que la mantenía a ras de suelo.

En el proceso se pierden las fatigas y el esfuerzo, los vagones del tiempo ardiendo detrás y cayendo al pasado, los venenos que se usaron como antídoto contra la soledad, que es nuestro único enemigo. Se pierde la identidad en un acto íntimo y complejo, preservado por un capullo.

¿Acaso puede uno dejar de querer la seda que se obtuvo? ¿Acaso se pueden olvidar los hilos que nos unieron y nos separaron al mismo tiempo? Uno es y será siempre lo que ha ido siendo en cada fase del milagro, porque nos vamos conteniendo a nosotros mismos junto con todo lo que nos hizo ser como fuimos.

Olvidando se esgrime una defensa, se levanta una coraza, se atempera el ruido estridente que hacen los sueños al romperse. Olvidando se calma el corazón que galopaba a la hora del timbre mientras esperamos que la rutina implacable deje que los lunes vuelvan a ser lunes, que la playa vuelva a ser arena, que las siglas pierdan su significado mágico y se vuelvan indescifrables. Olvidar es una crema con la que aliviar los sarpullidos en la nostalgia, aunque no siempre funciona bien contra las canciones.

Pero dejar de querer es cambiar el objeto del deseo o, por lo menos, convertirlo en borroso para no reconocerlo. Vaciar la copa de vino hasta encontrar otra botella que tenga suficientes taninos para nublarnos la razón aunque sólo sea por un ratito. Dejar de querer es comprender, por fin, que Ítaca no estaba allí, sino dentro de uno mismo.

Se puede olvidar sin dejar de querer, sí, porque son muchas las deudas que el estómago tiene con las mariposas, porque son infinitas las maravillas que la mariposa le deberá para siempre al gusano que lleva dentro.

Cuando ya te haya olvidado y no estés, todas las palabras que me enseñaste a decir, silben en el viento que silben, caigan en el oído que caigan, te seguirán queriendo sin ti, sin mí, ellas solas.

Ni Olvidar (Anne Lukin, Sencillo, 2023)

Me acuerdo de todo

No existe el pasado perfecto y sin embargo puede tumbar cualquier intento serio de sacudirse un recuerdo.

Aunque me acuerdo de todo —no sé si el cerebro nos protege o nos secuestra—, la memoria es una extraña que le da brillos deslumbrantes a detalles que, al mismo tiempo que sabemos que duraron un segundo, parecen no haber acabado todavía.

Aunque nos acordemos de todo, no todos los recuerdos pesan lo mismo. El cerebro nos encierra, en la habitación del fondo a la derecha, los tropiezos, las ganas de llorar, el ridículo cotidiano y espantoso de dar continua y exactamente lo que el otro no necesita. Enmaraña el hilo de los agravios y los resuelve en humo que sube formando figuras caprichosas.

La memoria permite que echemos de menos incluso lo que nunca pasó, pero no consiente en revivir las angustias recursivas, los agravios comparativos, el destrozo con el que los sueños explotaron en nuestra cara mucho antes de poderlos tocar con los dedos.

No sé si el cerebro nos protege o nos desarma, dejando que las sombras que perseguimos pesen más que las vísceras que no palpamos. Tal vez es que esos recuerdos amables sean metralla que se lanza uno mismo encima para creer que salimos intactos del derrumbe.

El caso es que nos protege o nos remata, dejando que el hueco de las ausencias se espese hasta formar un nudo en la garganta que hay que tragarse, sobre todo de noche, cuando no se ve nada alrededor a lo que agarrarse, mientras te acuerdas de todo en la penumbra.

No existe el pasado perfecto, pero lo parece. Y lo parece tanto que cualquier canción dispara la fuga del gas, rompe las barreras que nos impusimos, inunda de agua el desierto de la soledad en la que nos hemos perdido a propósito.

No obstante, estoy descubriendo que hay que empeñarse en recolectar las imperfecciones de aquellos escasos momentos que parecen de acero inoxidable y darles un hervor en las noches de memoria perfecta.

Quiero decir —sin querer herir a nadie— que intento olvidar el blanco y el negro recuperando los grises del tiempo que ya sólo existe en mi memoria, esa extraña, no sé si tortura o consuelo, contra la que solo se puede sobrevivir por los pelos.

Memoria

No tomes muy en serio
lo que te dice la memoria.

A lo mejor no hubo esa tarde.

Quizá todo fue autoengaño.

La gran pasión
sólo existió en tu deseo.

Quién te dice que no te está contando ficciones
para alargar la prórroga del fin
y sugerir que todo esto
tuvo al menos algún sentido.

José Emilio Pacheco

Aún me acuerdo de todo (Cariño, Sencillo, 2023)

Paraíso

En el centro del paraíso, oculta tras un atardecer sonrosado, está la puerta del infierno. A un paso de la primavera se esconde el invierno que amenaza granizo.

A un milímetro de tu piel acecha tu ausencia hecha kilómetros. En el mínimo espacio que separa el pronombre te del verbo quiero, sucede el más amargo desconsuelo, real o figurado.

Es cierto que hay un espacio en el que no sabemos si está lloviendo afuera y no importa. Pero es tan frágil la burbuja que lo envuelve que nunca nos la creemos, como si lo que pasa dentro se transfigurara en una mentira de jabón que nos salpica al romperse.

Ni siquiera aquí, en el rectángulo de las palabras, está el cielo libre de un… —perdona, pero tengo que hacer una llamada—… y ahora ya no sé por donde iba.

Supongo que iba a hablar del miedo, del miedo como un vértigo que te empuja hacia el abismo que hay escondido en algún grano de arena de cada playa.

Todas las veredas bordean el mismo precipicio, el tiempo es infinito aunque nos pase por encima como una losa y nunca habrá paz para los malvados que tienen la soberbia de no pedir nunca lo que siempre están deseando de esa boca.

El despertar

Y aún me atrevo a amar
el sonido de la luz en una hora muerta,
el color del tiempo en un muro abandonado.
En mi mirada lo he perdido todo.
Es tan lejos pedir. Tan cerca saber que no hay.

(Alejandra Pizarnik, Los trabajos y las noches,1965)

El paraíso (Mikel Izal, El miedo y el paraíso, 2023)

Otros textos más lejanos sobre paraísos o no:

Saberse poquita cosa

Dejarse llevar por la desazón, por el desencanto, recibir lo cotidiano como limosna.

No hay que tomar grandes decisiones, no se trata de empujar hasta el abismo, no consiste en presionar contra la ausencia. Se trata de seguir haciendo lo mismo que te ha traído hasta la pesadumbre.

Degustar lo insípido de la relación que aun se sostiene vacilante, pero sin derribarla. Basta con prohibirse la ilusión que tiempo atrás señalaba los encuentros, las siglas, los mensajes inesperados.

Recibir cordialmente los donativos que ayudan a saberse poquita cosa. No protestar ante los impedimentos ni poner en duda las ganas del otro, saberse poquita cosa y aceptar que en cada vida siempre habrá mejores atractivos que nosotros.

No dar mucho pues, al saberse poquita cosa, uno entiende que no se puede pedir más. Pero agradecer, agradecer sinceramente, las dádivas que de tanto en tanto dejan caer en nuestras manos.

Para empezar a olvidar, hay que saberse poquita cosa y sobrellevar la lástima que se irradia. Nada como sentir la lástima de los demás para saberse poquita cosa. Nada como el óbolo de un mensaje sobre el calor que ya hace en este tiempo, para saberse, a ciencia cierta, tan poquita cosa como sea necesario para empezar a olvidar.

Memoria

No tomes muy en serio
lo que te dice la memoria.

A lo mejor no hubo esa tarde.

Quizá todo fue autoengaño.

La gran pasión
sólo existió en tu deseo.

Quién te dice que no te está contando ficciones
para alargar la prórroga del fin
y sugerir que todo esto
tuvo al menos algún sentido.

(José Emilio Pachecho)

Poquita cosa (Chica Sobresalto, Oráculo, 2023)
(cantando con Ventiuno)