Teléfono

Todo lo que escribo es cierto en el momento en que lo escribo, si bien también es cierto que al mismo tiempo es mentira. Porque todo lo que escribo ya lo escribieron antes otras y otros, con el mismo estilo o con uno diferente según la época o el siglo, con las mismas palabras consabidas o con palabras más antiguas, de aquellas anteriores a la extinción de los sinónimos.

Así, golpe a golpe, texto a texto, voy rellenando los huecos que me quedan en este papel lleno de tachones en que consiste mi vida y en esta conversación ininterrumpida que a veces sucede por teléfono.

Entonces, cuando se revisa la biografía —un ataque de nostalgia, una duda empedernida, un silencio interminable— el teléfono te devuelve el error exacto de la camiseta que no llevabas aquel día, la pregunta que dejaste respondida a medias, el punto escapado de su renglón y todas las comas mal puestas en cada frase de amor franqueadas en destino.

Todo lo que pongo detrás de un buenos días está siempre confundido con su correspondiente mentira o, en el peor de los casos, aturullado alrededor de supuesta literatura. Pero me consuela pensar que también a los antiguos escribas les salían torcidos los dibujitos de corazones que pasaban como un secreto a sus amores sin correspondencia en su papiro dobladito.

Nunca he dicho escrito nada nuevo y todo lo que he escrito dicho acabará siendo mentira cuando los números de teléfono de la esperanza cambien nuestros dígitos y cada llamada se resuelva en un problema de cobertura.

A pesar de todo, entretanto llegan los finales posibles y ya conocidos, quiero seguir llenando de siglas los siglos que vivo pendiente del aparato y de su nivel de batería, deseando que inventen un chip portentoso que nos permita comunicarnos con el pensamiento.

Porque entonces sabrás, a ciencia cierta, que no es mentira lo que te escribo y que no necesito teléfono para decirte siempre lo que siempre decimos todos, eso que siempre te digo.

Telefonía (Jorge Drexler, Salvavidas de hielo, 2017)

Otras llamadas varias y teléfonos a juego:

Tu voz

Aún no había dicho ni una sola palabra y seguía encerrado en esa especie de jaula que le limitaba al norte con la electrónica y al sur con la pereza. Ni siquiera sabía si estaba completamente despierto o solo lo fingía delante del café templado de cada día, cuando las pantallas artificiales le anunciaron visita.

Tras la música de rigor que siempre hace de prolegómeno, percibió como un susurro que le mantenía entre algodones aquel contacto sincronizado que, dicho sea de paso, tuvo que superar algún que otro problema técnico para suceder.

Al otro lado del mundo, aquella voz le sonaba a lo que siempre le sonaba aquella voz: a aire limpio, a cristal tallado, a caricia rápida y furtiva que iba cambiando de tema casi al mismo ritmo de una respiración.

No lo supo entonces, sino desde siempre. Era un conocimiento largamente practicado el de saber que a la velocidad del wireless, desde algún satélite frío e ignoto de las corporaciones que gobiernan el mundo, cada palabra que recibía era un te quiero modulado por la transformada rápida de Fourier, que convertía eléctricos destellos en un sonido familiar y acogedor.

Aquella voz, a veces tierna, a veces dura o alegre o triste o enfadada o risueña, era la brújula que le explicaba, aunque no brevemente, cómo se sentían los dos antes y después, durante y mediante, asíncronos y perpendiculares, lívidos o inexpugnables.

Él sabía del negro y del arcoiris, del púrpura y del ocre, del gris y del rosa, lo sabía sin más duda que la acertar con el nombre de ciertos colores australianos de moda, pero cuando aquella voz le decía blanco, él sólo era capaz de imaginar nieve, sal, azúcar, leche, tango. Y se dejaba mecer cuando aquella voz le decía música o mariposa, y se dejaba resbalar cuando, en cambio, pronunciaba estrépito o desatino. Incluso seguía oyéndola desde dentro de su cabeza cuando, al cabo de un buen rato, al aparato le decaía su potencial con un melancólico y opaco clic.

Y en sus sueños, todas las voces eran la misma voz; en sus libros, todas las palabras se pronunciaban así mismo; en sus películas, todas las bandas sonoras paseaban por los fotogramas el timbre de aquella voz.

Pero entonces no supo hacerlo mejor —ni siquiera ahora sabría— y el milagro, y todos sus verbos, cuando no son suficientes y dejan de ser cotidianos, tiemblan impotentes en las baterías de litio hasta desvanecerse como un aroma y caerse de la lista de números siguiente.

Porque todo cambia excepto aquello que nos empeñamos en cambiar, si aquel hombre pudiera leer este texto, pronunciar su propio nombre despacio con los ojos cerrados, tararear torpemente aquella delicada canción, aún ahora, la escucharía —como yo la escucho siempre— con tu voz.

Tu voz (Lena Carrilero, Paraíso terrenal, 2017)
(cantando con Adriana Moragues)

Una de esas noches sin final (Javier Limón, Todos lo saben BSO, 2018)
(cantada por Inma Cuesta)