La calidad del veneno

Como te iba diciendo, prescindir es un verbo venenoso. Que, además, viene en un frasco que no tiene fondo ni tiene tapón.

Se filtra lentamente desde el filo, nos impregna con su vieja artimaña de virtud hasta que rezumamos su miasma por todos los poros.

Lo anuncian en la tele, con mozas esbeltas y chicos de calendario que parecen pasarlo muy bien sin humo, sin alcohol, sin azúcar o sin grasa. Y nos parece bien y queremos parecernos a ellos y queremos parecernos a los actores y a las actrices de las películas románticas que prescinden de todo para no prescindir del amor de su vida, como si elegir uno no fuese, en el fondo, renunciar a los otros noventa y nueve.

Y luego llegan el estrés y el miedo. Y si con uno prescindimos de horas de sueño, con el otro renunciamos a los sueños mismos, y los dejamos de perseguir.

Por no renunciar a ser libres, nos compramos el móvil más moderno o la última moda de nuestra talla treinta y ocho o escondemos nuestra inclinación política o dejamos de contar chistes de gordos.

Y se prescinde de los migrantes para proteger el paro, se prescinde de políticas sociales para proteger a los bancos, se prescinde de empleados para poder darle oportunidad a otros que cobren menos. Y se prescinde de los jóvenes más preparados para que otros paises prosperen.

Pero ya estamos envenenados hasta la médula. Tan envenenados que casi nos parece sano prescindir del alcohol, del tabaco, de la carne, del amor, del porno, del sexo solitario, de los hidratos de carbono y del champú con parabenos. Tan envenenados que dudamos si prescindir de nosotros mismos y ser como los demás quieren que seamos.

Aunque, a estas alturas del suicidio, ya sé que nadie se salva.

Nadie se salva y, por eso, he decidido, a partir de ahora, preocuparme tan solo de la calidad del veneno y dejar de prescindir de ti.

No bastan

Como te iba diciendo, no bastan las palabras. Y fíjate que te lo digo contradiciéndome con palabras, en este endeble espacio que solo puede contener palabras y que sólo puede conservarlas lejanas.

Me he acordado de que siempre dices que la gente no cambia, que el carácter permanece a través de los años, al ver que ella, un poco confusa, miraba fotos antiguas.

Somos quienes dicen que somos. Sin saber bien por qué, damos un extra de crédito a lo que los demás nos cuentan de alguien, y superponemos ese crédito del contador sobre el del afectado. Incluso, por encima del nuestro. Así, dependemos de quienes tenemos al lado.

Puedes ser gordo o sensible, según sea el color del cristal con que te miran los que te rodean. Obsesiva o alegre, inteligente o feo, buen anfitrión o maniático, todo depende siempre de cómo te ven los demás. La fama nos precede, llega mucho antes que el corazón. Pertenecemos al imaginario colectivo con más fuerza que a los sueños de alguien en particular.

La película que alguien querido te recomienda te parece buena, ya vas predispuesto. Hay un algo de anticipación, otro algo de afecto, sobre la historia que sucede en la pantalla. Quizás te reconoces en el lado contrario y eso ya es suficiente mérito para el arte.

Ella ya lo sabía. Ya conocía todas las manías que después mataron el afecto. Luego aparecen por sorpresa y parece que nunca estuvieron ahí. Pero sí, saltaban a la vista y nos las sabíamos de memoria.

Pero no sabemos calcular el desgaste, no conseguimos entender lo que nos ocurre cuando se domestica el estupor. No ajustamos bien las cuentas que se establecen entre las felicidades pasajeras y el martillo pilón de la rutina.

En el fondo, es que sólo creemos merecer lo bueno. Lo malo siempre es culpa de otros. Y que todo cansa. Y cansa del todo.

Eso que hace que nos amemos, se irá diluyendo entre los capítulos de la novela en la que estamos de prestado. Y aquello por lo que nos odiaremos, ya lo hemos conocido. No hay sorpresas que esperar, excepto la de cuando pesará más el otro lado de la balanza.

Si miramos el final, no vale la pena empezar nada. Aunque, si no se tiene nada empezado, la vida nos pasa por encima.

Quedan estas palabras. Confio en que nunca sobren. Pero sé que no bastan.

Llorar mientras te deslumbras

Como te iba diciendo, lo que nos conmueve es insospechado, nadie puede elegirlo, del mismo modo que nadie decide de quién se enamora.

Uno mira sin ver, a través de los cristales de sus gafas, en todas direcciones, como si la vida transcurriese en una playa y perder la vista hacia quienes no están a tu lado fuese el acto ritual de la existencia.

Uno mira sin ver, acepta sin creer, siente sin temblar, hasta que, de repente, siempre de repente, algo nos llama la atención. Pueden ser unos ojos concentrados en un móvil por una cuestión de bicicletas, que dejan de ser huidizos y nos pemiten, entre luces azuladas, descubrir un rostro sereno al que mirar serenamente y encontrar en él un paisaje en el que apetece perderse.

O una mano que recoje a otra sobre un fondo negro de estrellas que, minutos atrás se convertían en nieve sobre la decepción de otro paisaje, esta vez dibujado y sin palabras.

Aquello que nos conmueve verdaderamente, siempre es mínimo. Leer «suicidio» en los últimos párrafos de la biografía de Stefan Zweig, o entender, por entre los diálogos destacados en un artículo sobre una película de amor y casualidad, que el espacio para la trascendencia sólo existe compartido.

Tal vez dos hombres, dándose la mano sobre un universo negro lleno de estrellas, no tengan el halo místico, o romántico, según gustos, que permita que se erice la piel del pensamiento y se nos quede otra cruz marcada en el viejo plano del tesoro que escondemos.

Sin embargo, enciende una chispa que arranca no sé qué endiablado engranaje que empuja al sofá sobre las teclas y precipita la imagen de una noche cayendo suavemente sobre el horizonte de un chiringuito al borde del mar; mientras pides que te lean en voz alta, mientras te piden que les leas en voz baja, mientras llega el dilema de la película a su estreno inminente.

Siempre es insospechado. Así que, cuando uno pensaba que la luna llena sólo era un adorno vacío de la noche y que la importancia estribaba en las palabras… Espera… Tal vez no sea tan insospechado lo que nos conmueve.

Tal vez, piensas, si es que tener la tele enmudecida como paisaje lejano permite pensar, que no, que no es tan imprevisto ni tan repentino, que aquello que nos conmueve ya se veía venir desde lejos y que no hay camino que no conduzca a Roma por mucho que se enrevese.

Es posible que aquello que nos conmueve no sea tan mínimo, que no suceda de repente y que se deje sospechar tranquilamente. Es posible que aquello que nos conmueve esté escrito en una lista, en un calendario lunar o en una búsqueda de google.

Es perfectamente posible que, aquello que nos conmueve, aquello que verdaderamente nos conmueve hasta el fondo, nos retumbe por dentro y se nos salga por los sueños y estemos previamente visados de su importancia y de su intensidad. Y es posible que no permitamos que nos lo parezca por si el ridículo acecha, y es posible que no seamos capaces de contarlo ni de dar pistas.

Porque es completamente imposible escribir mientras te estremeces, es imposible hablar mientras tiemblas, es imposible llorar mientras te deslumbras…

Elegantes maneras de decir que no

Como te iba diciendo, según como fluya la vida, iremos desgranando todas las margaritas que tenemos en las manos. Según como fluya, entenderemos la paridad de muchas y contribuiremos inexorablemente al deterioro de las otras.

Quizá toquemos alguna vez un sueño, justo antes de que nos explote en las manos. Según fluya la vida, lloverá tímidamente en las primaveras o vendrán gotas frías en otoño.

Los misterios se acabarán resolviendo a destiempo, las dudas se cambiarán por otras nuevas con más prestaciones de fábrica, los secretos se convertirán en historia que contar delante de una cerveza. Según como fluya la vida, tomaremos café para alargar un poco más las escasas visitas o nos despediremos con un beso rápido y discreto que evite que alguien nos vea suspirar.

Se aclarará una parte del paisaje y se oscurecerá el otro hemisferio. Se doblarán todos los mapas por las líneas confusas que no llevan a ningún tesoro; elegiremos entre tomar u ofrecer veneno, cambiaremos de talla y de certezas, seguiremos escogiendo extraños modos de no parecer ridículos.

Según como fluya la vida, el azar nos tomará de la mano o del cuello. Resistiremos o nos dejaremos caer, y vendrán días pretéritos para alegrarnos los ojos o para humedecerlos. Haremos planes que se cumplirán con su puntito de imprecisión necesario o tendremos que cambiarlos a última hora por avisos naranjas.

Según fluya la vida iremos viendo si el dichoso porvenir es tan amable de presentarse a las citas o nos sigue dejando plantados; según fluya la vida, empezaremos a entender que no eran sino éstos los días venideros que esperábamos ansiosamente devenir.

Le dije que no podíamos dejar tantos meses hasta el siguiente encuentro, que tendríamos que vernos antes. Parpadeó levemente. Durante una respiración dirigió la vista hacia el infinito ese en el que hallamos todas las respuestas difíciles y, cuando la encontró, le dibujó a la tarde una sonrisa amable:

Claro… según -hizo una imperceptible pausa- como fluya la vida.

Así pues, sin más dilación ni más literatura, dejemos que fluyan suavemente la vida y sus elegantes maneras de decir que no. Dejemos que rezume el azar sus trampas y sus obsequios, que el tiempo mane sus terribles o maravillosas estafas. Dejemos que circule el mundo en el que nos ha tocado sentirnos vivos, dejemos que las palabras y los silencios se vayan derramando sobre esta inmensa partitura que nunca parece estar derecha.

Dejemos que fluya la vida como fluyen las películas que jamás hemos visto, como fluyen las palabras nos quedan por decir, como fluye el mar jugando con la arena que nunca pisaremos.

 

Si te revuelca la ola…

A Sandra Suter
que se quedó nadando

Si te revuelca la ola
procura que sea joven,
esbelta, ardiente,

te dejará molido el cuerpo
y el corazón más grande;

cuídate de las olas
retóricas y vejas,
de las olas con prisa,

y la peor de todas,
de la ola asesina,

la ola que regresa.

(Fabio Morábito)

Ciento sesenta minutos

Como te iba diciendo, me quedan ciento sesenta minutos.

¡Qué extraño saberlo! La maquina te lo dice con una precisión imperturbable. Y una vez que se sabe, es imposible que no salte una alarma, es imposible no empezar una cuenta atrás meticulosa que a ratos se confunde con una cuenta hacia delante imaginaria.

Porque tengo el síndrome de las croquetas, no puedo evitar hacer conjeturas con los repartos. De tres en tres minutos, a razón de veinte al mes, me quedan tres meses o hasta fin de año, lo que suceda antes, para retomar los hilos que aún ni siquiera sé si quedarán pendientes.

Lo primero que he pensado es en los finales. Yo sé, y tú también sabes, que nada dura para siempre, es un conocimiento que, pasados unos años de vida se va incorporando a nuestra manera de ver el mundo hasta que se convierte en certeza. Pero tener acotada la fecha última produce una sensación aún más terrible de indefensión, porque no nos permite eludir la pregunta más importante: ¿para qué?

Y en esas estaba cuando, de repente me he sorprendido pensando en lo corto, en la escasez, en lo poco que me parece la cifra. Da la sensación al pronunciarla de que esconde un truco perverso, que no puede quedar el porvenir tan cercano, que por muy rápido que escriba, voy a dejar muchas cosas sin imaginar, muchos yos sin poder ser inventados, muchas palabras sin decir.

Más tarde, no sé, derroteros impredecibles de la mente, he pensado en lo contrario. Tanto tiempo y yo tan callado, tan pesado, tan concentrado en arrastrar una carga de tan poco valor… Ciento sesenta minutos son muchos para que alguien los reciba a bocajarro, para que cualquiera se canse de tantos pensamientos arbitrarios que ir contando, para que la persona más paciente del mundo pierda su epíteto y quiera silencio para dormir tranquilamente.

En este momento, ya más tranquilo, he decidido hacer lo que siempre hago, lo que me pide el cuerpo: huir hacia ahora. Y pensar en este poema, en esta película, en esta playa, en este párrafo, en esta palabra, que no es exactamente la que quería decir pero es que no se me ocurre otra mejor.

Meter el reloj en un cajón, abrir una cerveza y seguir inventando mentiras que me hagan olvidar, me temo que sin éxito, los ciento cincuenta y siete minutos que me quedan.

CERO

Mi saldo disminuye cada día
qué digo cada día
cada minuto cada
bocanada de aire

muevo mis dedos como si pudieran
atrapar o atraparme
pero mi saldo disminuye
muevo mis ojos como si pudieran
entender o entenderme
pero mi saldo disminuye
muevo mis pies cual si pudieran
acarrear o acarrearme
pero mi saldo disminuye

mi saldo disminuye cada día
qué digo cada día
cada minuto cada
bocanada de aire

y todo porque ese
compinche de la muerte
el cero
está esperando

(Mario Benedetti)

Respirar

Como te iba diciendo, que no se nos olvide respirar.

«Si he llegado a los cincuenta y dos», decía el monologuista satirizando enseñanzas sobre la respiración, «no lo habré hecho tan mal». Y yo me reí profundamente, como cuando se está convencido de tener razón o de saber el camino de vuelta a casa.

Pero luego pienso que están los viajes a América, los paseos en barca por el Nilo, la fiesta de la cerveza alemana, y ya no sé si con otra manera de respirar habría llegado yo, no más lejos, no, pero jadeando más fuerte entre tus manos, con tu palabra vida acampando en mi concepto de noche, con un puñado más de arrugas tuyas marcadas en mi cara.

Quizás aún esté a tiempo y pueda encontrar el mecanismo para aprender a respirar de otro modo, como si hubiera esperandome una tirolina de mi talla, como si una hora perfectamente escrita en un poema pudiera devolverme la tinta perdida, como si una lágrima imposible pudiera reconvertirse en gota de sudor.

Según parece, aprender a respirar no es difícil. Se trata de acoger con el diafragma los días venideros lentamente, mientras se relajan los hombros y se mantiene la boca cerrada para que nos dé en la nariz el pálpito de los acontecimientos, y poder filtrar los problemas adecuadamente y templar el gas para que pierda su temperatura de soledad.

Hay que guardar nervios, alegría, miedo, en el abdomen -también, por supuesto, las mariposas-. Irlo llenando despacio para luego extender el pecho contra la rutina de respirar de prisa y masticar a medias las palabras.

Aguantar así unos segundos la, llamémosle realidad, y proceder después a expulsarla poco a poco, apretando no los dientes, sino la barriga, para que no se quede en los pulmones y nos oxide el corazón, sino que vuelva al sitio de donde ha venido.

Y, aunque no lo dicen los manuales, supongo que toca vivir sin aire el instante anterior a la siguiente inspiración correcta. Sencillo, todo muy sencillo y, si se entrena con constancia, acaba haciéndose sin pensar.

Pero es sólo que algunas veces corro, me desvelo, me palpita el corazón a medianoche o me atraganto con recuerdos. Pero es que algunas veces la nariz se deprime, la garganta se irrita, el pecho se envalentona y el vientre se acobarda. Pero es que, algunas veces, hay que tragar saliva antes que aire o cantar frente a la oscuridad para ahuyentar el miedo.

He buscado por todas partes, porque me parece muy extraño que, en una buena respiración, no quepa un beso; pero ninguna disciplina se pronuncia al respecto. Tampoco se mencionan las verdades cuánticas del sexo -esas que son y no son al mismo tiempo-, ni la gama de olores a la que estamos adscritos por cuestiones de nacimiento.

Aunque parece claro, parece muy claro después de estudiar todas las técnicas de mejora personal, budismo, reiki, yoga… que lo que nos impide respirar bien, lo que estropea el mecanismo de la respiración perfecta, son las palabras.

Las palabras son las que nos matan, lentamente; también las escritas, pues, si es difícil aprobar la asignatura de la respiración diciendo te quieros frente a un teléfono helado, escribirlo con pulso firme en una sábana es ponerlo a los pies de la memoria y de sus caballos blancos.

Las palabras nos matan, lentamente, porque no nos dejan respirar adecuadamente. Las palabras que decimos, claro; pero, sobre todo, las palabras que nos dicen son las que más nos agitan el ir y venir de aire.

Y sigo sin saber si con otra manera de respirar habría llegado yo, no más lejos, no, pero arrugándome más fuerte entre tus manos, con tu palabra noche acechando mi concepto de vida, con un puñado más de jadeos tuyos en mi cara.

Por si acaso, y comote iba diciendo, que no se nos olvide respirar.

 

AHORA

Me has enseñado a respirar
Juan Gelman

 

Porque ahora paso mi mano sobe el envés de las hojas y sé leer su alfabeto
y si cierro los ojos oigo correr un río y es tu voz que despierta

porque mi cuerpo comienza ahora en ti y acaba más allá de la lluvia
donde alcanzan tus brazos y el miedo acuartelado no vigila

y sé llamar las cosas
de modo que éstas salten se desnuden
y todo sea reciente
para mis ojos que aman en tus ojos

porque en mi llanto crecen blandas plantas carnívoras
y mi sangre palpita como una iguana abierta

porque ahora mi cuerpo recupera sus partes
y nace una piel nueva que derrota el verano

porque me has enseñado a respirar.

(Piedad Bonnett)