Lo que falta

Como te iba diciendo, cuando releo lo que escribo, noto que me faltan sílabas, que me faltan palabras, que me faltan frases enteras. Sin embargo, debe ser alguna clase de propensión, raramente me parece que sobren.

Será que siempre me quedo corto, que me da pudor no dejar nada a la imaginación, que me da más miedo un error verbalizado que ese silencio del que dice el adagio que uno es dueño. Será que escribir palabras es perderlas entregándolas a los demás para que hagan con ellas lo que les parezca; aunque lo que les parezca no tenga nada que ver con lo que quise decir.

El caso es que cada vez que releo, añado, como si no quisiera terminar nunca de escribir. Mis renglones siempre están en obras y, aún los más antiguos, ahora desescombrados de entre alguna carpeta del ordenador, continuan escribiéndose y desescribiéndose lentamente, sin prisa, sin pausa, sin fin.

Me gustaría escribir canciones en lugar de prosa. Por un lado, por lo interesante que resulta acompañar una melodía con palabras que se dicen en un tono armonioso y quedan, en muchas ocasiones para siempre, unidas a su música como si esa música ya fuese parte de las palabras o viceversa: porque yo nací en el mediterráneo y eso que llaman amor para vivir, porque es más fácil encontrar rosas en el mar y solo quiero verte bailar; y a los hijos del rock and roll, bienvenidos.

Pero no sé hacerlo, nunca he sabido. A lo más que me atrevo, bueno, ya lo estás oyendo, es a encasquetarles una música bajita, que no sé si les ayuda o les estorba, mientras las dejo correr sobre este papel eléctronico que es capaz de llegar tan lejos en las distancias y en los tiempos. Pero mis palabras nunca suenan a canción, ni mis poemas riman con ritmo… Ni siquiera suenan a canción las canciones de otros cuando las canto yo a voz en grito.

Pero más allá de darte una canción oh, oh, oh, oh, más allá de su belleza ah, ah, ah, ah, más allá de los trucos tan chulos oh, oh, oh, oh, que se pueden usar en ellas ah, ah, ah, ah, lo verdaderamente maravilloso so so, sería ah ah, ser capaz de escribir uh sha la la uh sha la la todo lo que quiero decir dubi dubi dubi dubi dubi gua a la primera, sin que me falte nada auuuuu, como si la vida se pudiera ensayar antes delante de un espejo oh yeah.

Porque me temo, y esto no te lo estaba diciendo sino que lo he descubierto hace poco, que todo lo que escribo se va transformando despacio, muy lentamente, en una larga colección de cosas que no te dije, de palabras que me faltaron, de mensajes que no te llegaron, y que, probablemente, ahora, ya no importan.

Y aunque tal vez ya no importan, como te iba diciendo, cuando releo lo que escribo, noto que me faltan sílabas, que me faltan palabras, que me faltan frases enteras y que, ahora, las ensayo delante del espejo.

Lo que ocurre

Ocurre que todo llega, que la vejez pide su turno, que el deterioro es un agua que se abre paso a través de cualquier resquicio, por más que se aprieten los dedos al cerrar los puños.

Ocurre que se pierde el color y la tersura, que ya no se luce delante del espejo, que el marrón es el color que más resiste los empujones del tiempo.

Ocurre que nada es para siempre, que todo lo que está vivo se estremece cuando el sol abrasa y el aire quema las puntas de todo lo que sobresale.

Ocurre que parece seca, que la rama ha perdido el donaire y que se tuerce en su viaje con Fibonacci hacia el pozo azul que anda arriba siempre, inmóvil, liso, inabarcable.

Ocurre que asalta la tentación más simple, que las tijeras se abren con el debate de si hay que cortar las ramas inolvidables, ocurre que no gusta verse en el paisaje seco de ninguna verja.

Pero como te iba diciendo, ocurre que nunca se sabe, que la química está enterrada pero no muerta, que el agua ejerce su magia con cuentagotas, que los pies sostienen una fe más profunda que el orgullo aquel y más ancha que el olvido este.

Ocurre que no se sabe nunca por dónde asomará un brote, una potencia resuelta en verde, una flor pretérita escondida en lo que hace tiempo que parece madera vieja.

Ocurre que todo se mezcla, que todo lo que consigue ser grande empezó siendo pequeño, que el mismo sol que quema lo de afuera, mantiene cálido lo de dentro, que el mismo viento que arranca hojas secas, mece suavemente las que empiezan a nacer.

Ocurre que no hay que darse por vencido en las cosas que uno nunca consigue explicarse, que no hay que dar por perdido lo que no se entiende, que no hay que desprenderse nunca de la esperanza exacta en tanto siga siendo del mismo verde que el azar.

Ocurre que cansa el roble de ser inteligente, que todo es nogal cuando no se esperan milagros, que a fuerza de pino no distinguimos el prodigio que a cada instante sucede a nuestro alrededor.

Ocurre que nacen entre lo seco, que reviven lo que parecía carne de incendio, que traen otros colores al mundo que ya empezaba a verse castaño, sobre todo mientras oscurece. Ocurre que contradicen todo lo que una vez se aceptó como verdad.

Ocurre que, por feas que se pongan las ramas y las cosas, por ásperas que se vuelvan las hojas que antes fueron rosadas, por tristes que se queden los paisajes cuando el horizonte nace muerto por la calima, nunca, no hay que dejar de regar las plantas nunca.

Ni hay que dejar de regar tampoco el corazón. Como te iba diciendo, por lo que ocurre, por lo que venga…

 

El adiós

Entró y se inclinó hasta besarla
porque de ella recibía la fuerza.

(La mujer lo miraba sin respuesta.)

Había un espejo humedecido
que imitaba la vida vagamente.
Se apretó la corbata,
el corazón,
sorbió un café desvanecido y turbio,
explicó sus proyectos
para hoy,
sus sueños para ayer y sus deseos
para nunca jamás.

(Ella lo contemplaba silenciosa.)

Habló de nuevo. Recordó la lucha
de tantos días y el amor
pasado. La vida es algo inesperado,
dijo. (Más frágiles que nunca las palabras.
Al fin calló con el silencio de ella,
se acercó hasta sus labios
y lloró simplemente sobre aquellos
labios ya para siempre sin respuesta.

(José Ángel Valente, A modo de esperanza, 1955)

El dilema de las patatas fritas

Tal vez oído en la mesa de al lado de un bar o discutido contra una madre dietista de las que todos tenemos; quizá escuchado como angustia en confesiones diminutas o en discusiones superficiales mientras el camino del colesterol hace de escenario, como te iba diciendo, tengo que reconocer que me tiene obsesionado el dilema de las patatas fritas.

No hago más que darle vueltas al tubérculo en el coco -que, por cierto, tiene que ser una combinación culinaria interesante- y no consigo encontrar el punto intermedio, ese en el que hay quienes dicen que está la virtud o la solución.

Porque me gustan a rabiar las patatas fritas: a lo pobre -el anacrónico título con el que mis padres me las presentaron hace ya medio siglo-, con su punto crujiente y sus pimientos y sus huevos fritos, pomposamente llamados ahora «rotos». Y, armado con una barra de pan, entrar a la suave batalla de mover el bigote y evitar manchas.

Pero claro, como nada es gratis en este mundo, resulta que engordan, que engordan muchísimo, tanto que, los delgados que saben de esto, ponen el grito en el cielo y nos aconsejan vehementemente un «vade retro» a todo satanás que venga disfrazado de fritanga.

Entonces debería ser fácil. Todos están de acuerdo en lo que nos conviene… adiós a las patatas fritas. Porque si no, habrá que despedirse de la cintura, que parece ser lo opuesto, y volver a preocuparse por analíticas diversas, deterioros imparables y pastillas contra la baja autoestima.

Abstenerse de lo que nos gusta y sufrir por el deseo, o disfrutar primero y sufrir los daños colaterales más adelante, en el consultorio, a la hora del sexo, delante del espejo. Sufrir por haber disfrutado o disfrutar ignorando lo que sabemos que se sufrirá.

De la decepción del espejo, desde el terror al momento playa, a la tristeza de la piña y su alegría de dos tallas menos; del orgasmo que después pasa factura, a la abstinencia que dispara la ansiedad; del aroma aquel con el que la felicidad nos abrazaba durante un ratito, al silencio largo de los meses sin que la piel se nos erice.

De consumir como sentido de la vida, a consumirse buscándolo con ceniza en los labios. De la mentira cotidiana del plato bien presentado, a la gran verdad universal de la báscula: en ese trayecto, recorriéndolo alocadamente desde una punta a la otra y viceversa, van transcurriendo mis meses, mis años, mis décadas.

Yo no creo en los puntos medios, porque el control es la más perversa de las medicinas y el más cruel de los venenos. Porque el control me ha hecho tan impropio como soy, porque ya salí del invernadero y de su temperatura suave, porque dos por dos dejan de ser cuatro si transcurre el tiempo suficiente… nunca consigo resolver correctamente mi dilema de las patatas fritas.

Pero se acerca la hora de la cena, como todas las noches. Y como todas las noches, sé lo que quiero exactamente, como exactamente sé lo que me conviene. Como sé, exactamente, que sólo coinciden muy, pero que muy inexactamente… O nunca.

Y como todas las noches, con coherencia o sin ella, sólo o con leche, triste o alegre, toca elegir quién, cómo, dónde, cuándo… e incluso, mirar fijamente al teléfono y volver a preguntarse por qué.

 

Coreografía

Para mí amigo Carlos Cortés

En fin
que no he vivido nada.
No sé qué cosa es una guerra
y tengo como prisión al cuerpo
y alma como campo de batalla.

Me debato entre la duda
de reflexionar o fluir;
esto es situarse en el palco de los espectadores,
o estar
en cada íntimo instante del milagro.

Vivo de pedacitos,
pero aspiro a la totalidad,
es decir a Mozart y al poema que me redima
y me revele los espacios absolutos
y la nada.

Percibo de mí
los sitios más secretos:
la culpa,
una tercera conciencia de las cosas,
la dualidad del pensamiento,
la ira pequeña
por lo que ya ocurrió.
Pero he vivido poco. Treinta años.
Dos amores de piel
y un querer abandonar
esta espera que me señala la vida.

Anhelo la anarquía,
el más tierno desorden del amor,
la cábala
los relojes de arena y una habitación sencilla.

Quiero tener un destino trazado de antemano,
encontrarme con Dios
y los abismos
y no tener conciencia de la llama.
Ser la llama misma y la aventura.

Pero vengo de soledades últimas,
de conversaciones que nunca concluyeron,
de espejos que me miraron desde la infancia hasta ahora,
de abandonados armarios de caoba que fueron
de tías o de abuelas remotísimas.

Cuán poco he vivido.
No conozco la guerra. Y tampoco la paz.
Me duele la orfandad,
el desarraigo,
el sentirme extranjera en cualquier sitio,
el no pertenecer
a una familia o a una patria.

No puedo narrar una batalla;
ni hablar del hambre y de la peste,
ni escribir la canción de algún soldado herido,
ni hablar de mujer violada,
ni decir cómo es un cementerio después de una llovizna.

Pero anhelo decir en el poema
que la vida me conmueve,
que respiro mejor cuando me entrego,
que necesito amar de la manera más simple y primitiva.
Me gusta la paz y la defiendo
y la guerra cuando es justa,
y el sabor de las mandarinas cuando llega el verano,
que me gusta ser una y arraigarme en el cosmos,
y sentir que mi vida palpita al mismo tiempo que la vida,
aunque no haya vivido,
aunque mi hambre sea de infinito,
aunque no sepa expresar
que por alguna razón precisa estoy aquí,
a punto de vencer,
a punto de morir,
de vivir.

(Mía Gallegos)

Tanto tiempo

Como te iba diciendo, nada brilla más que el pasado. Un pasado que va creciendo de tal manera que empieza a hacer, ya, ¡tanto tiempo de todo!

Fíjate que lo que brilla es siempre pasado, estrellas en la noche, luz antigua, lunas reverberando sol pretérito, recuerdos transformados en ausencias tal vez maquilladas con un esplendor del que entonces no supimos que nos dejaría profunda huella.

Me resisto al torbellino de la memoria -aunque hace tanto tiempo de cada todo- cerrando los ojos y viajando a aquel tiempo que ahora parece dorado lugar de rosas sin espinas. Parecía entonces tan pardo, tan gris, con tanto humo como el que ahora discurre por entre los dedos que teclean vaguedades a horas que no son su costumbre.

Entonces eran otros los brillos que titilaban las noches de un insomnio que, si bien era mejor amigo, rozaba con más aspereza las sábanas. Nada hacía presagiar el destello, la llamarada, no se deslumbraban inquietas las manecillas por el impulso de ese relámpago que ahora parece indudable.

Hace ya tanto tiempo de todo -de las flores, del mar, de la lluvia-, pero yo me resisto al torbellino creyendo que, luego, más allá de un nuevo tanto tiempo de todo, brillará lo que ahora navega por el fondo, entre las nieblas, sin ruido ni gravedad. ¡Hará entonces, también, tanto tiempo de todo!

Y sin embargo, aún no habremos aprendido a masticar tan despacio la alegría que duré más que el desencanto. Ni a entender que serán mentira todas las verdades que, con el corazón envalentonado, escribimos en un poema urgente o en aquella piel que tocábamos con la torpeza de quien desenvuelve un regalo inesperado y cuyo tacto, aún ahora, nos sumergía en el estupor.

Ni habremos aprendido a rozarnos por debajo de la mesa del bar donde -hace ya tanto tiempo de todo- me temblaba el nudo de la voz mientras brillaban en mí tus ojos.

Nada brilla más que el pasado pero, como te iba diciendo, sería mejor que nos empeñáramos en hacer brillar ahora lo que nos pasa. Que luego, cuando sea pasado y haga tanto tiempo de todo, ya brillará entonces solo, sin nosotros, sin ayuda.

Posees el gozo de su risa
pero debes saber que partirá.
Te inunda su alegría
te ilumina su rotunda carcajada
con una luz muy dulce,
pero no ignores que se irá.
Ella fluye,
ella es un líquido que detesta estancarse
ella es un pájaro que anida y emigra,
ella se irá.
Ella se irá y te dejará una marca de amor
que solamente curarás con su regreso efímero.
Entonces la verás de paso
y será como tropezar con el sol de la mañana
descubrir de nuevo su alegría,
nadar en ella
plácido
hasta un próximo encuentro inesperado.

(Darío Jaramillo Agudelo, Libros de poemas, 2001)

Por venir

Como te iba diciendo, lo mejor está por venir, aunque no llegue ahora, ya, todavía.

La vida solo nos da aquello que puede quitarnos y, para poder ir dejándonos desnudos como vinimos, primero tiene que vestirnos despacio.

Recuerda que hace diez años cualquiera no podíamos ni tan siquiera imaginar todo lo que nos ha ido pasando: ese vértigo de encuentros y desencuentros que forman la sustancia de una vida, esa retahila de presencias y ausencias que cambian el mundo y nos transforman el corazón con nuevos nombres, esa alternancia de lágrimas encogidas y de risas a pecho descubierto que, si las viesemos desde los ojos de otro, darían pie a decir que estuvimos locos.

Lo mejor está por venir. Que no sepamos cuando, que no imaginemos qué, que seamos incapaces de explicar cómo, no quiere decir que no venga, que no haya venido, que no esté aquí al lado deseando que nos miremos con ojos de extraño que nos digan, curiosos y abiertos de par en par, la maravilla en la que vivimos.

Porque ocurre con cierta frecuencia que lo bueno que está por venir sólo sabemos reconocerlo cuando se ha ido y ya está lejos, que es a donde miramos cuando no miramos lo que tenemos alrededor.

Quizá hay mucha metáfora en este espejismo y aunque diez años no es nada, quizás sean muchos para encontrar consuelo cuando a uno le arde la tristeza y no encuentra esperanza con la que apagar el fuego. Quizás sea más sencillo recordar que nadie se baña en la misma playa dos veces, pero que, para asombro propio y de conocidos y familiares, puede que sí te hayas bañado una vez.

Lo mejor que está por llegar no está escrito en las líneas de ninguna mano, sino que será nuestra mano la que lo escriba. Lo mejor que está por llegar no saldrá en anuncios de la televisión, ni tendrá rojo su número de día en el calendario, ni facebook nos lo colgará en un muro. Lo mejor que está por llegar, no sabemos imaginarlo: y esa ignorancia es uno de los mejores regalos que tiene la vida.

Como te iba diciendo, lo mejor siempre está por venir, aunque no llegue ahora, ya, todavía. Aunque no sea eso que creemos que esperamos, aunque no sea eso que creemos que nos falta por rellenar.

Como te iba diciendo, lo mejor está por venir, no tengas duda. Del mismo modo que sé que no tienes ninguna duda de que lo mejor que está por venir, tarde o temprano, también lo perderemos.

Destiempo

Nuestro entusiasmo alentaba a estos días que corren
entre la multitud de la igualdad de los días.
Nuestra debilidad cifraba en ellos
nuestra última esperanza.
Pensábamos y el tiempo que no tendría precio
se nos iba pasando pobremente
y estos son, pues, los años venideros.

Todo lo íbamos a resolver ahora.
Teníamos la vida por delante.
Lo mejor era no precipitarse.

(Enrique Lihn)

Que no

Como te iba diciendo, cada quién es cada quién, sobre todo, cuando le dicen que no.

¿Qué hace la gente cuando le dicen que no?

Unos deshacen maletas, quitan la mano de pierna ajena, dan un paso atrás. Hacen como que no les importa, se quedan cariacontecidos, se hunden, se culpan, se maltratan. Se sienten zumbar las orejas, se tocan la nariz y miran a la distancia, como si allí hubiera un punto en donde confluye toda frustración. Algunos lloran a lágrima viva o, lo que es aún peor, ríen en seco.

Otros gritan, insisten, se exasperan. Intentan imponerse, piden explicaciones, se les ensanchan las aletas de la nariz y sueltan retahílas aprendidas de insultos e imprecaciones. Levantan la mano o la soberbia, dan pasos pesados por la habitación, se ponen a la defensiva.

Hay quienes hacen lo uno deseando hacer lo otro, quienes quieren deshacer la pregunta que hicieron para evitarse el sufrimiento. Los hay que cambian el billete, los que huyen hacia ningún lado, los que cierran el pico y sufren en silencio.

Cuando a mí me dicen que no, que es continuamente, lo cambio por un «quizás» y espero un tiempo antes de volver a repetir la pregunta. Para seguir escuchando el eco del no, al principio con dolor de tímpanos, pero después, el oído se me acostumbra, la memoria olvida el silencio y vuelvo a preguntar con el mismo miedo con el que pregunté la primera vez.

Porque hay quienes se dicen «tú te lo pierdes». Pero yo soy muy consciente de que quien se lo pierde soy yo.

Cuando te dicen que no, ese que sale o que se queda, energúmeno o alfeñique, cabezón o perdedor, ese que te sale por la voz y por la rabia, ese, precisamente ese, no te engañes, ese también eres tú. Quizá el más tú de todos los tus que se puede llegar a ser.

Dime otra vez que no, que no, que no… Dime otra vez que no nos perderemos.

Intento demostrar que existo

Hago y deshago, escribo, pienso, dudo.
Estimo la posibilidad de algún antídoto
contra la soledad infinita de estar encerrado
en una piel que nadie toca,
compendio la necesidad de una cura
contra la nausea de colgar en el vacío.

Recorro una larga lista de pensamientos,
los noto surgir por dentro, hacerme cosquillas
en la punta de la lengua, los oigo
engarzarse en palabras, en sonidos
que quedan a merced del viento.

Qué importa lo que digo, no importa,
yo solo intento demostrar que existo
y en ese pesado devaneo de razonamientos
pasan de largo todos los ojos del mundo,
se entrecruzan las señales del camino
y los semáforos se quedan intermitentes.

No importa lo que digo, ni lo que dudo,
porque después de un instante de discurso
enardecido, sangrando palabras
por la misma boca que se muere
de versos, escucho
al otro lado de la escafandra de este buzo
que alguien me dice con una sonrisa:
-¡Bah, tonterías!

Y entonces sé que existo.

Tal vez un día, puede que alguien
intente demostrar que escribo.