Primer silencio:
«Me hubiera gustado seguir bebiendo. Haber seguido hasta beberme toda la noche», le dijo, «porque sé que, cuando salgas por esa puerta… lo sabes, ¿no?». Él asintió con la vista perdida en un recuerdo y extendió su silencio hacia el frente mientras ella continuaba diciendo: «Sabes que no iré a buscarte, ¿lo sabes, verdad?».
El silencio es un emblema, una marca de final o de principio. El silencio es una coraza para los tristes y una funda de nácar para los oídos.
Él despegó los labios en una mueca sin sonido, musitó un par de alientos y asintió con la cabeza pero sin mover el corazón. «Hubiera seguido bebiendo», continuó ella, «porque me da pánico»… Hizo una breve pausa anticipando el porvenir, probándose el traje de las horas oscuras, para seguir diciendo… «que llegue mañana y me despierte sabiendo que no volveré a verte más».
Algo más tarde y a medias, porque nunca está todo dicho, los dos silencios se convirtieron en ese desolado laberinto que sucede después de un punto final.
Segundo silencio:
Cuando cogió el teléfono y ella le fabricó con su voz una adivinanza de sonrisa diciendo que estaban «mu perdíos», él pensó que el silencio es un collar de perlas huecas.
Un collar que sólo pesa en el cuello y que aprieta la garganta, un adorno que afea, una ligadura que se enreda en las manos y que se engancha a tirones en todas las espinas del pasado.
Y no sólo lo pensó, sino que sintió ese collar alborotarse contra el suelo, romperse en un estrépito de palabras que ruedan imparables y a la deriva con tal de no desvelar nunca el círculo del que nacieron.
Porque detrás del silencio hay palabras que se acumulan, se engarzan sucesivas, se entrelazan unas con otras con un mismo hilo que se enrosca sobre el pensamiento. Palabras que se aprietan y se apelotonan en ese sitio en el que siempre se encuentra todo aquello que está a punto de perderse.
Palabras que luego salen despedidas sin orden aparente, sin otra huida que la de no volver a enhebrarse nunca, sin otro amparo que el de dejar respirar. Pero no siempre sucede la ley de la gravedad consabida y, aun después de haberse desparramado por el suelo, el silencio vuelve a hacerse collar.
Lindo con tu silencio, en la hora fría…
Lindo con tu silencio, en la hora fría
en que todo está dicho. Palpo ciego
tu encontrado silencio. Parto y llego
de silencio a silencio, día a día.Cierto estoy de que cierto no podría
entrar en tus murallas. Cierto niego
que haya más fuerza en mí que la que entrego
a tu silencio, duda en ti, ya mía.Con él limito. Sé que es la frontera
de no sé qué. —Tu muda primavera
torna en dudosos vientos mis certezas—.Y en torno sigue tu silencio, y sigo
pensando en ti y sin ti, pero contigo,
si es que mueres en él o en él empiezas.(Rafael Guillén)

De haberlo sabido(Quique González, Salitre 48, 2001)
(con Rebeca Jiménez)