Caracola

En esto consiste, aunque no lo sabía muy bien al principio. Supongo que así empieza todo lo que voy haciendo, sin saber bien lo que hago pero simulando muy bien que lo sé.

No es tan extraño. Son tantas las cosas que cualquier ser humano, en tanto que las aprende, hace como que las sabe, que ahora, ya, no me sorprende en absoluto que exista otra más.

El caso es que pongo una frase tuya, quizás porque me tira de los flecos de algún recuerdo; o porque pasa de puntillas por la estela de un sueño de los que sobrevuelan la noche. Luego viene otra palabra, no sé de dónde, que se inmiscuye; y otra que se aglutina, y otra más que se les enfrenta. Entonces, sin saber ni cómo ni por qué, llegan a alguna clase de acuerdo que desconozco y todo parece fluir suavemente.

Y no solo fluir, sino recorrer el camino en la misma dirección de pensamiento hacia todas las bifurcaciones que se van acercando. Para mi propia sorpresa, por cada encrucijada que alcanzo, se me aparece nítido un significado que elegir a la izquierda. No hay vértigo, sólo remolino; pero estoy seguro de que este agua escoge su propio curso y su exacta velocidad.

Aunque todos los mares obedecen a la misma luna y caben en la misma caracola, quiero creer que, también, este agua escoge su propio mar. Un mar en el que difuminarse, donde convertirse en ruido y espuma.

En esto consiste y, aunque no lo sabía muy bien al principio, ahora ya voy entendiendo la espiral acometida, el óvalo que va envolviendo cada palabra cuando desciende desde el ápice. Ahora entiendo por qué mi corazón comienza a espirilarse desde el inicio de cada renglón y acaba por desconcharse en los puntos suspensivos.

Y ahora, que ya voy sabiendo en qué consiste, cuánto no daría por habitar dentro de tu oído. Y saber qué consiguen decirte mis palabras.

ME PERSIGUEN…

Me persiguen
los teléfonos rotos de Granada,
cuando voy a buscarte
y las calles enteras están comunicando.

Sumergido en tu voz de caracola
me gustaría el mar desde una boca
prendida con la mía,
saber que está tranquilo de distancia,
mientras pasan, respiran,
se repliegan
a su instinto de ausencia
los jardines.

En ellos nada existe
desde que te secuestran los veranos.

Sólo yo los habito
por descubrir el rostro
de los enamorados que se besan,
con mis ojos en paro,
mi corazón sin tráfico,
el insomnio que guardan las ciudades de agosto,
y ambulancias secretas como pájaros.

(Luís García Montero)

Aquel verano (Marisol, Marisol, 1970)

Olvidar y dejar de querer

¿Recuerda la mariposa que una vez fue gusano, larva, huevo?

Podrá entonces volar por los polvos de las alas, por la aerodinámica de su cuerpo, por el efecto Venturi desplegado sobre el regazo del bosque. Y volando será capaz de escapar de la gravedad de un pasado que la mantenía a ras de suelo.

En el proceso se pierden las fatigas y el esfuerzo, los vagones del tiempo ardiendo detrás y cayendo al pasado, los venenos que se usaron como antídoto contra la soledad, que es nuestro único enemigo. Se pierde la identidad en un acto íntimo y complejo, preservado por un capullo.

¿Acaso puede uno dejar de querer la seda que se obtuvo? ¿Acaso se pueden olvidar los hilos que nos unieron y nos separaron al mismo tiempo? Uno es y será siempre lo que ha ido siendo en cada fase del milagro, porque nos vamos conteniendo a nosotros mismos junto con todo lo que nos hizo ser como fuimos.

Olvidando se esgrime una defensa, se levanta una coraza, se atempera el ruido estridente que hacen los sueños al romperse. Olvidando se calma el corazón que galopaba a la hora del timbre mientras esperamos que la rutina implacable deje que los lunes vuelvan a ser lunes, que la playa vuelva a ser arena, que las siglas pierdan su significado mágico y se vuelvan indescifrables. Olvidar es una crema con la que aliviar los sarpullidos en la nostalgia, aunque no siempre funciona bien contra las canciones.

Pero dejar de querer es cambiar el objeto del deseo o, por lo menos, convertirlo en borroso para no reconocerlo. Vaciar la copa de vino hasta encontrar otra botella que tenga suficientes taninos para nublarnos la razón aunque sólo sea por un ratito. Dejar de querer es comprender, por fin, que Ítaca no estaba allí, sino dentro de uno mismo.

Se puede olvidar sin dejar de querer, sí, porque son muchas las deudas que el estómago tiene con las mariposas, porque son infinitas las maravillas que la mariposa le deberá para siempre al gusano que lleva dentro.

Cuando ya te haya olvidado y no estés, todas las palabras que me enseñaste a decir, silben en el viento que silben, caigan en el oído que caigan, te seguirán queriendo sin ti, sin mí, ellas solas.

Ni Olvidar (Anne Lukin, Sencillo, 2023)

Hasta volver

Qué difícil encontrar las palabras cuando uno es su propio enemigo y la memoria de las teclas es un monstruo que acecha por detrás de cada pensamiento.

Confieso que es el miedo lo que me impide asomarme al precipicio, que es el miedo lo que me paraliza las piernas y me las deja sin fuerzas, que es el miedo el que atranca los bolígrafos y los teclados.

Miedo a tropezar en la misma piedra, con la misma piedra, por la misma piedra. Miedo a derretirme sobre el asfalto del camino que lleva hacia tu casa. Miedo a volver a contar como acierto la huida ante el dolor.

Pensaba que volver a verte sería un paso terrible, un dolor agudo, un ruido estridente. Y tenía razón. Porque siempre, siempre, siempre se torna doloroso el rincón que me grita continuamente que puedes volver.

Porque nunca, nunca, nunca nada vuelve, nadie vuelve. Aprendámoslo juntos, Jesús, aprendámoslo de una puta vez. Hay que metérselo en el corazón y en la mollera, en estos tiempos atroces mucho más de sombras que de luz.

Porque nunca, nunca, nunca… nunca vuelve nada. Nunca vuelve nada, excepto los mismos errores que cometemos una y otra vez.

Hasta volver (Triana, Sombra y luz, 1979)

Ensayando ante el espejo

Cuando releo lo que escribo, noto que me faltan sílabas, que me faltan palabras, que me faltan frases enteras. Sin embargo, debe ser alguna clase de propensión, raramente me parece que sobren.

Será que siempre me quedo corto, que me da pudor no dejar nada a la imaginación, que me da más miedo un error verbalizado que ese silencio del que dice el adagio que uno es dueño. Será que escribir palabras es perderlas entregándolas a los demás para que hagan con ellas lo que les parezca; aunque lo que les parezca no tenga nada que ver con lo que quise decir.

El caso es que cada vez que releo, añado, como si no quisiera terminar nunca de escribir. Mis renglones siempre están en obras y, aún los más antiguos, ahora desescombrados de entre alguna carpeta del ordenador, continuan escribiéndose y desescribiéndose lentamente, sin prisa, sin pausa, sin fin.

Me gustaría escribir canciones en lugar de prosa. Por un lado, por lo interesante que resulta acompañar una melodía con palabras que se dicen en un tono armonioso y quedan, en muchas ocasiones para siempre, unidas a su música como si esa música ya fuese parte de las palabras o viceversa: porque yo nací en el mediterráneo, eso que llaman amor para vivir, porque es más fácil encontrar rosas en el mar, que hubiera sido si antes te hubiera conocido y a los hijos del rock and roll: bienvenidos.

Pero no sé hacerlo, nunca he sabido. A lo más que me atrevo es a envolver mis palabras en una música bajita —que no sé si les ayuda o les estorba— mientras las dejo correr sobre este papel electrónico que es capaz de llegar tan lejos en las distancias y en los tiempos. Pero mis palabras nunca suenan a canción, ni mis poemas riman con ritmo… Ni siquiera suenan a canción las canciones de otros cuando las canto yo a voz en grito.

Pero más allá de escribir una canción, más allá de los trucos tan chulos que se pueden usar en ellas, lo verdaderamente maravilloso sería ser capaz de escribir decir todo lo que quiero decir a la primera, sin que me falte nada, como si escribir no fuese probarse la vida delante de un espejo y ver cómo te queda.

Porque me temo, y esto lo he descubierto hace poco, que todo lo que escribo se va transformando despacio, muy lentamente, en una larga colección de cosas que no dije, de palabras que me faltaron, de mensajes que no llegaron y que, probablemente, ahora ya no importan.

Y aunque tal vez ya no importan, cuando releo lo que escribo noto que me faltan sílabas, que me faltan palabras, que me faltan frases enteras y que ahora las tecleo como quien las ensaya delante del espejo.

Las cosas que nunca te dije (Mundo Chillón, Verbena Popular Underground, 2011) (cover de El Jose y Blanca Almendrita)

Táctica y destiempo

En las relaciones personales, y por supuesto en el amor, todos caemos en la trampa de la táctica.

Hay montones de influencers que dedican horas de vídeo y pamplinas al noble oficio de sacarnos de nuestros errores y promover sus propias recetas y enseñanzas para cosas de lo más variopinto.

Perder barriga haciendo ejercicios sentado en un silla, mantener la flexibilidad de los hombros con el palo de una escoba, detectar cuando le gustamos a alguien con solo hacerle tres preguntas esotéricas.

Cinco indicios para saber si tu relación está a punto de venirse abajo, el modo de peinarse para parecer más alto o cómo hacer el delicioso para que tu pareja se haga adicta.

A esto hay que añadir la retahíla de estrategias que uno mamó desde niño y que ahora tienen nombres ingleses: ghosting, curving, pocketingSituationship y benching, da igual que lo hagas o que te lo hayan hecho, uno aprende, paperclipping va, breadcrumbing viene, que es imprescindible tener alguna táctica.

Desde el chantaje emocional de «si me queréis, irse», hasta la dignidad de «si me quieren, que me busquen», toda la vida vamos de estrategia en estrategia, como si hubiese alguna manera de que nos quieran aquellos que no nos quieren pero que siempre nos buscan cuando les podemos ser útiles.

Al final de cada técnica empleada, puede ocurrir que no funcione convenientemente el truco y no quieras a quien te busca; o que quien te guste no te busque, que no te busquen los que no te quieren… Y puede, tal vez, suceder el milagro y que te busque quien tú quieres que te busque.

Aunque cabe también la puñetera caprichosa casualidad de que, quien querías que te buscara, efectivamente te busque… pero ¡ay! tan demasiado pronto que no te encuentre preparado o, lo más habitual, tan demasiado tarde que tampoco te encuentre porque tú ya estás en otra fase.

A mí no me sirve ninguna estrategia, porque casi todas se basan en asuntos que no consigo desarrollar adecuadamente. Porque no sé insistir, porque odio sentir que estorbo o que soy pesado, porque a veces me fallan mis maneras personales de no sentirme ridículo. No me sirve ninguna táctica o, también es posible, que soy torpe y no consigo hacerlas bien.

Pero sea con la técnica que sea, al final ocurre que no te quieren quienes no te quieren. Solo te buscan y te quieren quienes te buscan y te quieren. Y aun así, ni siquiera eso es siempre suficiente, lo cual es una de las más terribles imprecisiones que nos regala la vida. Y desgraciadamente no hay táctica que lo remedie.

La otra imprecisión contra la que también andamos desvalidos es la de no saber cuando dejar de esperar que llegue nuestro tiempo; para poder cerrar el capítulo de esa novela imposible y empezar otra —o no— por otro sitio, con sus correspondientes estrategias imprevisibles y su previsible corazón partido.

DESTIEMPO

Nuestro entusiasmo alentaba a estos días que corren
entre la multitud de la igualdad de los días.
Nuestra debilidad cifraba en ellos
nuestra última esperanza.
Pensábamos y el tiempo que no tendría precio
se nos iba pasando pobremente
y estos son, pues, los años venideros.

Todo lo íbamos a resolver ahora.
Teníamos la vida por delante.
Lo mejor era no precipitarse.

(Enrique Lihn)

Nuestro tiempo (Amaral, Salto al color, 2019)

Confusión

Algunas tardes me siento extraño en mis propios ojos, mirando como el amor siempre sucede en el pasado.

Me quedo quieto, pájaro derribado por la tormenta, en esa calma intranquila de las esperas cuando los pasos de nunca suenan idénticos a los de ayer.

La piel se enfría a bocanadas conforme la tarde pasa despiadada y metódica dejando un invisible rastro de desorden, por donde se confunde la frágil ausencia de quien no termina de llegar con la inmediatez de quien nunca acaba de irse.

Aprendo entonces que el amor siempre es un invento de otros con sus metáforas indecisas y su miedo, ese miedo que no se crea ni se destruye, sino que se transforma en un silencio, allá, en los alrededores de un cuerpo que se consume deshabitado en el lado derecho de otra vida.

Tenerlo claro es la prueba definitiva de que vivir es sentirse confuso. Estar seguro es el lado tenue del desastre y de las dudas. Saber es una imagen congelada del colibrí de cada pensamiento y las certezas son respuestas sin pregunta que se disuelven en esta niebla de no atreverse a creer que todos los pasos siempre son irse, que jamás han existido los volver.

Niebla

Sirenas de los barcos en el gris
creciente de la niebla. Se oyen a lo lejos,
atraviesan el aire húmedo de noviembre
mientras la nube avanza a ras de suelo,
cubre los edificios y los parques
extendiendo la sombra de un falso anochecer.
Como el barco perdido entre la niebla
se adentra la memoria en los dominios
de un mar borrado,
envía sus mensajes y pregunta`
por rostros que se fueron,
por nombres confundidos en los márgenes
del tiempo y de la muerte.
Y no sabe si inventa su pasado.

(Antonio Jiménez Millán, Clandestinidad, 2010)

Volver (Morgan, North, 2016)