Otoño

Arrecia el pasado
Arrecia el pasado. Como un mar hecho de naufragios, cada cierto tiempo devuelve los restos de alguna de aquellas travesías que se quedaron a medio camino entre lo imposible y la tenue levedad de palabras disparadas al aire.

Todo parece igual cuando, esa misma memoria que embellecía rostros, no produce extrañeza en las arrugas. Uno se pregunta si el recuerdo de cada persona envejece con ella aun en la distancia o somos nosotros los que envejecemos tanto que le sacamos treinta años de ventaja.

Llega el momento de la tormenta, cuando uno, delante de esos restos depositados en la orilla, se juzga a sí mismo estrenando, en cada palabra, una misericordia nueva, una mentira adecentada, un complejo convertido en virtud.

Arrecia el pasado cuando la culpa siempre la tuvieron otros. O el azar, o la desdicha de no ser de ningún lado después de haber vivido tanto tiempo en todas partes.

Todo parece igual cuando el dolor antiguo todavía se transforma en lágrimas. Lágrimas lentas, esbozadas apenas en unos ojos que ya no distingo si son los mismos que fueron o son otros tan cansados como los míos.

Llega el momento de la tormenta y el recuerdo deja la carne ajena que habitó durante hora y media, para volver a su funda de niebla, a su estante de humo, a su rincón de luz pretérita y embellecida.

Arrecia el pasado. El futuro sigue empecinándose en ir llegando sin ruido y sin aviso. Cuando tus manos, aquellas que me conocieron tan de cerca, siguen el otro camino y se despiden nuevamente, como entonces, sin el consuelo de un abrazo que echar de menos.

Arrecia el pasado y, de repente, cuando ya empiezo a tener el paraguas preparado, escampa el mundo cruzando hacia el otro lado de la calle armado con un «¡claro que te llamaré!».

Y vuelvo a escribir sobre lo mismo que escribo siempre mientras, afuera de mí, en ese lugar que ya no importa que haya caído tímidamente en el otoño, arrecia el presente.

(La vida es insomnio, septiembre 2012)

POEMA DEL NO
Me decías que no. Por tu mirada
pasaban barcos lentamente. Había
gaviotas en tus ojos, en tus blandos,
oscuros ojos grandes,
donde iba cayendo la amargura
como un anochecer de altas sirenas
en los puertos del Sur.

Me decías que no serenamente.

Era un no original, que ya existía
antes que tú, que hablaba por sí mismo
mientras que tú, impotente, absorta, fijos
en mí tus ojos, lo sentías vivo,
palpabas su raíz por tus adentros.

Era un no adivinado,
mudo, pesadamente silencioso.

Tu duro cuerpo tibio
me decía que no, sin causas, iba
replegándose, como
si volviese a la infancia. Tú no eras.

Me decías que no, y en tu mirada
cabalgaba un dolor que yo diría
maternal. Un dolor implorando
comprensión. Un no de contenida
pesadumbre, pero total, abierto,
levemente asomado
a las playas del llanto.

Me decías que no lejana, sola,
terriblemente sola, maniatada,
sin un porqué donde apoyarte, pero
era no, era no, sin gritos, no…

Los puertos, las sirenas,
los barcos en la noche, todo iba
perdiéndose, alejándose.

Yo, delante de ti, triste, abatido.

(Rafael Guillén)

Otoño
El otoño es un cansancio de árboles adormecidos, un hueco parduzco por donde se cuela ese viento hecho de voces malheridas que vagan sin rumbo y vienen de otras primaveras de la memoria.

Ese viento se cuela en las palabras que me dices, las hace tintinear en los oídos y, después de agarrarse a un tácito pacto de consuelo, caen a la tierra como sin vida, planeando en un vuelo estéril contra la gravedad.

Se mete el otoño en los pensamientos, agarrota las caricias y desabriga los cuerpos de aquella luz que tenían cuando la pregunta del deseo no tenía respuesta conocida.
Entre nosotros se ha interpuesto un otoño de horarios imposibles, de silencios inhóspitos y temibles miradas ausentes. Se nos está atravesando el otoño de los destiempos, ese en el que nos vemos cada vez más lejos, cada vez más quietos, más deshojados.

Llega el viento como enemigo. Un viento que ha perdido el brillo de la esperanza, un viento que hace que las palabras pasen de puntillas y que se cuela en los besos que sólo saben a alivio. Un viento que no obtiene más respuesta que borrar las interrogaciones del deseo y rellenar los abrazos perdidos con el alma de una duda.

(La vida es insomnio, octubre 2010)

Oración pagana
Sopla recio a mi espalda,
viento oscuro y tenaz del desarraigo,
confúndeme los pasos y sitúa mi norte
donde no halle el amparo de esta mansa morada.

Quiero arder en la noche como un fuego sin dueño
mientras la noche dure,
y que el santo egoísmo
de quien busca el placer y renuncia al soborno
con que compra el resguardo voluntades
me atraviese de espinas por pretender la rosa.

Yo le entrego al diablo cuanto tengo por mío,
y que él lo malvenda,
y sólo pido a cambio caminar a su lado.

De la paz pusilánime que en el orden anida
no mendigo limosna: que el desconcierto traiga
su cizaña a la casa que mis manos levanten.

Porque sólo en el roto corazón de lo turbio
he encontrado la luz verdadera del fuego,
que las sombras me lleven,
y yo lleve conmigo, cuando sea la hora,
la clara vecindad de la tiniebla ardida
de mi noche a la noche.

(Vicente Gallego, Santa deriva, 2002)

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