El color de la vida

¿De qué color estás sintiendo lo que sientes? Porque sí, sí, todo es de color, como ya decían Lole y Triana, también los sentimientos, las sensaciones, los impulsos.

Azules son los colores de la simpatía, de la armonía, de la espiritualidad. Parecen fríos y distantes, pero es que quizás las felicidades nos alejen un poco del mundo y sus sinsabores. Azul es el cielo, azul es el mar, azul es el día que nos promete primavera.

En rojo podríamos pintar las pasiones, el amor y el odio, que no son contrarios sino diferentes. En rojo sentimos la alegría y el peligro, los labios y la sangre, en rojo sentimos la atracción. Los días rojos del calendario siempre son fiesta, aun cuando sea la víspera lo que verdaderamente nos importa.

En el amarillo podemos encontrar lo contradictorio, lo indeciso, esa innegable parte de nosotros mismos que duda si detenernos o seguir, si mirar atrás o adelante, si pisar a fondo o levantar el pie. Amarillos son el optimismo, los celos y hasta la traición. Son los días amarillos esos que comienzan con un nombre y acaban con otro.

Verde es la esperanza, lo natural cuando está sano. Verde es el veneno de las adicciones y verde es el camino que señala algún destino hacia el horizonte. Verde es el color de todo el que espera sin desesperarse y, en los días verdes, cabe toda posibilidad.

Todos los noes del mundo son negros, y el espacio infinito con su falta de luz. Negros son la muerte, el desprecio, el olvido y la avaricia. Pero también el poder es negro, por su inmenso lado oscuro. Para los días negros, que son días que nadie merece, necesitamos tener alguien a mano que nos preste luz.

El blanco limita al norte con la nieve, con la pureza de lo inmaculado, con la inocencia de lo que aún está sin usar. El blanco es un color del que hay que huir para estar vivo, y de los días blancos hay que escapar a toda prisa hacia la tentación para caer en ella.

El naranja es la calma, ese equilibrio dinámico entre las pasiones y sus inconvenientes, el color ácido y llamativo de las simples cosas cuando aún no se han decidido a enrojecer. Los días naranjas son los que mejor huelen y los que mejor se ven en la oscuridad con que la memoria entierra esas pequeñas mentiras sin importancia a las que les debemos no haber caído aún en la locura.

El púrpura y el rosa, son patrimonio de lo delicado, de quienes se aceptan completamente distintos de como son. Ambos colores aparecen cuando está a punto de haber un cambio; pero no un cambio radical y traumático, sino esa clase de transformación que apenas se nota hasta que no pasan sus efectos. De los días rosas y los púrpuras, uno no sabe nada hasta que no repasade nuevo las palabras que aún resuenan en el oído.

A quien quiera creer en este horóscopo que resume los días en un arcoiris extraño, debo decirles que todos los colores vienen siempre combinados, con un toque de gris inútil añadido, con la luminosidad acrecentada o rota por el azar. Saturados o tenues, la paleta de los días contiene más colores que nombres, más pinceles que lienzos, más manos que cuadros.

Por eso, el color de mi vida no es verdad ni mentira, sino el color de los ojos de quienes me miran. Diversas, consecutivas e intensas -que guardo como un tesoro en mi retina- variaciones del marrón.

Digan lo que digan, a mí siempre me pareció -y me seguirá pareciendo aunque se acabe- un precioso color para todo chocolate al alcance de mis labios, para toda mirada que se fija en mí, para toda vida que me atraviesa. Para toda combinación de colores que se mezclan en mis días.

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