Deudas pendientes
Si no hubiera nacido Serrat, si no se hubiese atrevido a cantar delante de una muchedumbre desconocida, yo no sería como soy.
El mundo que transitamos emite señales continuamente. Señales que encontramos o nos encuentran, que percibimos o que ignoramos en el tumulto de indecisiones con el que pasa la vida.
Algunas, sobre todo las que, por un cierto azar de cercanía, reconocemos enseguida, nos dejan marca permanente. Un acuse de recibo que se le devuelve a la vida, a veces, en el mismo instante y, a veces, mucho después de que acabe la urgencia de un conflicto y empiece la del siguiente.
Nos deforman o nos conforman, nos reconfortan o nos inquietan. Nos reforman y nos transforman, pero no les damos crédito hasta que -¡qué pronto pasa el tiempo!- son tan evidentes que no reparamos en ellas.
Si Lorca y Juan Ramón no hubieran sido poetas, si no supiera quiénes son Mortadelo, Forges, Mafalda o Julio Verne; si no conociera el nombre de la rosa, que el coronel no tiene quien le escriba, que hay una edad prohibida y que no es poco que amanezca, hoy no me gustaría este cielo color gris invierno que asoma por entre la niebla.
Aunque puede que este lejano razonamiento no te parezca acertado. Porque la distancia con la que se piensan las causas emborrona un poco la claridad de los efectos. Así que me acercaré un poco más con otro ejemplo.
Si tú no fueses como eres, yo no sería como soy. Si no me hubieses mirado nunca, nunca habría visto lo que ahora veo en ti a todas horas. Si tú no quisieras leerme, yo jamás habría podido escribir lo que he escrito.
Esta es otra de las tantas deudas que tengo contigo. Y quedan por venir algunas más, esparcidas en instantes en los que aún ni siquiera sabes que estarás y yo ni siquiera sé si seguiré siendo el mismo.
Sólo me queda decirte que no las olvido.
Preguntas
Después de tantas despedidas, después de la montaña rusa, después de agotado el sol. Después de este intercambio en zigzag de corazones y picas, después de tantos vaivenes, después de tantas idas y venidas, se desató el error. Debió ocurrir en un cambio de guardia, cuando el adolescente interior se sale de la garita a amasar el humo y a estirar los dedos sobre las teclas.
Entonces cometí un desliz imperdonable al preguntarle, con un humor absurdo al que ahora no le veo la gracia, si tenía previsto olvidarme.
-De momento, no -contestó, y enseguida cambió de asunto.
Sobrevino de golpe el nudo, sonaron las alarmas de luz naranja y el reloj se interpuso para darme un respiro que no podía ocultar que encerraba una excusa imposible. ¡Qué puñetera manía suya la de la sinceridad! ¿Qué le hubiera costado mentirme?