Palabras de otro (y X)

Costumbres

En junio siempre termina la vida y comienza el verano. Que es como un epílogo pegajoso que se enreda en los calendarios, un paréntesis de calor entre proyectos y, a veces, un proyecto de paréntesis entre el calor.

Comienza el viaje hacia septiembre llenando el aire de puntos que, las más de las veces son puntos y seguido. De tanto en tanto, los puntos son finales y los textos terminan sin un párrafo redondo de esos que llevarse a la boca en las noches de insomnio.

Pero también suceden puntos suspensivos de los que esperan acontecimientos; o de los que desesperan respuestas que, por cuestiones de agenda, hay que dejar para después. Un después que siempre llega tarde, naturalmente, y que, aún más tarde, justifica su correspondiente entonces.

Uno dice adiós con minúscula a las costumbres adquiridas, incluso a las desadquiridas durante el devenir de las intrahistorias, para cambiarlas por otras con más chanclas y menos tela y menos despertadores.

Pero no por decirles adiós las costumbres se olvidan. Por que tienen las costumbres la dichosa costumbre de acostumbrarnos, que es como querer creer que se cree en ellas, como convencerse de su conveniencia, como habituarse a ese hábito suyo que no hace al monje.

Porque las costumbres tienen la sustancia de la vida, eso que distingue unos días de otros: la baranda a la que uno se agarra cuando mira hacia el abismo, el mantra que se recita ante la intemperie, la canción que se tararea para espantar el túnel y concentrarse en la luz del fondo.

Pero las costumbres no se olvidan por decirles adiós. Se empeñan viscosamente en aferrarse a las liturgias, se esconden en las horas del día en que la mente se queda libre de conversaciones externas, se filtran en las palabras que se cuentan o que se escuchan. A veces penden de un nombre que vuelve en otros rostros; o se transforman en un ligero temblor de manos cuando se escribe. O se sublevan en las arenas que el mar remoja o se depositan en los acordes de una canción tantas veces tarareada en compañía.

Olvidarlas es mucho más que prescindir de ellas y decirles adiós; mucho más que resignarse al picor de las ausencias, mucho más que cambiar de sitio el sofá. Olvidar es difícil, más difícil que no practicar, mucho más difícil que empeñarse en no recordar.

Olvidar es elegir una respuesta sobre qué será de mí, qué será de ti, sin nosotros. Decir adiós, en cambio, es una pregunta. Una pregunta que no se termina nunca de contestar. Decir adiós es preguntarse continuamente ¿qué será de nosotros sin ti, sin mí?

Pero las costumbres no se olvidan. Ni siquiera aunque venga otras nuevas que rellenen los días con otros modos de correr por el reloj. Y algunas, como la costumbre de esperar o la de los cantautores, como la costumbre de teclear instantes, vuelven de tanto en tanto, en cuanto que uno se descuida, y se nos salen por los dedos y su memoria electroquímica.

Decimos adiós a muchas costumbres, y a algunas con imposible tristeza. Pero las costumbres no se olvidan. Especialmente, aquellas preciosas costumbres que nos salvaron la vida.

Los despojos del mar roen apenas
los ojos que jamás
-porque te vieron-,
jamás
se comerá la tierra al fin del todo.

Yo he devorado tú
me has devorado
en un único incendio.

Abandona cuidados:
lo que ha ardido
ya nada tiene que temer del tiempo.

(Ángel González)

Palabras de otro (IX)

Yo no soy todos los relojes

Nadie conoce la regla infalible, el milímetro exacto, la cantidad precisa. Nadie sabe cuánta tristeza puede soportar un hombro, nadie puede asomarse a los abismos de la emoción y predecir el fondo de la caída.

Aun así, siempre hay alguien que persigue calcular el dolor, establecer una fórmula, demostrar un teorema. Aún así, siempre hay alguien que contabiliza las tristezas y las examina detenidamente.

Es un error medir la distancia a la que nos queda una lágrima, es un error comparar la cantidad de los abrazos y su duración media, es un error aplicar el factor insomnio al conjunto de los silencios.

Cuando un corazón se para en Toledo, cuando el cerebro se derrama por dentro sin avisar, cuando Santiago es un punto de fuga, los kilómetros no sirven para explicar la angustia, la consanguinidad no resuelve todos los misterios, la falta de poesía no anuncia si tiene un iceberg debajo.

Como tampoco sirve de nada comparar los alborozos y las desganas, ni predecir los aburrimientos y separarlos de sus víctimas o encontrar un rostro con historia en el pañuelo del mundo. De nada sirve planificar el movimiento de una hoja mecida por el aire asfixiante de julio si al final no sabemos qué van a darle en el concurso de traslados.

Quiero decir que yo no soy todos los relojes, que compartir mecanismo no resuelve la longitud de las manecillas que circulan sobre una pierna, ni el peso anónimo de los granos de arena que van cayendo sobre la tarde, ni la ferocidad de los engranajes discutiendo sobre el asombro.

Yo no soy todos los relojes, ni mido el tiempo del mismo modo; y aunque sean las diez y cinco para nosotros, estos dos minutos que has tardado en leerme ya no me pertenecen, no tienen que estar en hora para permanecer o esfumarse.

Sólo puedo llamar míos a los que me queden por darte.

Es una lástima que no estés conmigo
cuando miro el reloj y son las cinco
y soy una manija que calcula intereses
o dos manos que saltan sobre cuarenta teclas
o un oído que escucha como ladra el teléfono
o un tipo que hace números y les saca verdades.

Es una lástima que no estés conmigo
cuando miro el reloj y son las seis.

Podrías acercarte de sorpresa
y decirme «¿Qué tal?» y quedaríamos
yo con la mancha roja de tus labios
tú con el tizne azul de mi carbónico.

(Mario Benedetti)

Palabras de otro (VIII)

Todas las mujeres

Escribir como terapia. Porque le he robado los novillos a mi suegro y me he liado con la becaria y me he acostado con mi cuñada y le he destrozado la vida a Marga.

Escribir como terapia contra las cosas que no pasan. Soñar en renglones derechitos para ir relatando lo torcido de los pasos, lo tortuoso del camino.

Porque hay cosas que no se hablan con una madre, hay cosas que no se avisan, hay verdades que sólo son enajenadas y transitorias.

Escribir como terapia, Eduard, porque tienes que madurar y dejar de evitar el conflicto que tienes enfrente. Tapar una mentira con otra no funciona, no sirve para nada echar en la hoguera las puertas y las ventanas.

Porque no es lo mismo no querer que no poder y mírame ahora estremecerme y fumar con mi vida veterinaria y rota por los sueños.

Escribir como terapia para no sufrir la escena del sillón vacío y reírse de las propias mentiras. Escribir como terapia para no dar un grito y pedir auxilio antes del naufragio final.

Porque gritar… Espera, sí, eso es, Eduard, eso es, pero deja que antes me eche un poco de agua en la cara. Gritar, abrir los pulmones, soltar el aire de golpe, dejar salir las lágrimas. Nada de escribir como terapia.

Es curioso, precísamente tú, a quien no conozco de nada, eres quien más me ha ayudado. Supongo que desde fuera todo se ve más sencillo.

Gritar como terapia. Y dejar de escribir.

(Marzo-2014)

CUANDO SUBES A LAS ALTURAS
Cuando subes a las alturas,
Te grito al oído:
Estamos mezclados al gran mal de la tierra.

Siempre me siento extraño.

Apenas
Sobrevivo
Al pánico de las noches.

Loba dentro de mí, desconocida,
Somos huéspedes en la colina del ensueño,
El sitio amado por los pobres;
Ellos
Han descendido con la aparición
Del sol,
Hasta humedecerme con muchas rosas,
Y yo he conquistado el ridículo
Con mi ternura,
Escuchando al corazón.

(Juan Sánchez Pélaez, Animal de costumbre, 1959)

NO ESTÁS CONMIGO
No estás conmigo. Ignoro tu imagen. No pueblo tu gran olvido.

Pasarán los años. Un rapto sin control como la dicha
habrá en el sur.

Con la riqueza mágica del encuentro, vuelve hasta mí,
sube tu silencioso fervor,
tu súplica por los viajes,
tu noche y tu mediodía.

Apareces.

Tu órbita desafía toda distancia.

Entonces, para iluminar el presente, tú y yo acariciamos
la llaga de nuestro antiguo amor.

(Juan Sánchez Pélaez, Animal de costumbre, 1959)

Palabras de otro (VII)

Voz en off (o Sexo en Nueva York, según se mire)

Sexo, y no sería necesario más título para llamar la atención. Pero, por si faltaba algo, además sucede en Nueva York. Que es una de esas ciudades invisibles en las que todos hemos habitado alguna tarde líquida o somnolienta.

Sexo y, sin embargo, no hace más que chorrear la palabra amor por las comisuras de la voz en off de la experimentada protagonista que nos va relatando los sentimientos de algunos personajes. Una voz en off siempre acertada y distante, saltando entre frases de azucarillo y estribillos de canciones.

Sexo y su guerra de géneros, en donde todo es terrible o sublime los diez primeros minutos; y luego pasa a ser grave antes de convertirse en normal y corriente. Eso sí, entre zapatos de quinientos dólares y cojines de trescientos, que es donde el amor -¿o era el sexo?- se desliza mejor y más brilla y da más esplendor.

Sexo y voz en off, vestidos caros, grandes áticos y mucha dignidad la de todos los intervinientes. Sexo y, posiblemente, no sólo en Nueva York, sino en cualquier gran ciudad repleta de desconocidos y de dinero.

Sexo y amor, pero sin voz en off. Prefiero estar presente, sea cual sea la ciudad que nos escoge y la cantidad de luz que dejemos pasar por entre las dudas. Sexo y amor, con sus correspondientes metáforas, y su acidez y su cursilería y su compañía y sus celos y su modo obtuso de agriar las conversaciones y su táctica dulce de remendarlas luego, más tarde, a oscuras.

Sexo y amor, si quieren decir vida. Y no seguir teniendo la voz en off.

Y sé
que hay un portal dormido en cada labio,
un ascensor sin números,
una escalera llena de pequeños paréntesis.

Sé que cada ilusión
tiene formas distintas
de inventar corazones o pronunciar los nombres
al coger el teléfono.

Sé que cada esperanza
busca siempre un camino
para tapar su sombra desnuda con las sábanas
cuando va a despertarse.

Y sé
que hay una fecha, un día, detrás de cada calle,
un rencor deseable,
un arrepentimiento, a medias, en el cuerpo.

Yo sé
que el amor tiene letras diferentes
para escribir: me voy, para decir:
regreso de improviso. Cada tiempo de dudas
necesita un paisaje.

(Luís García Montero)

Palabras de otro (VI)

Playa
Al borde de estar mojado,
en el límite de la tierra adentro,
donde el horizonte raya el agua
como un sueño lejano que se interpone
entre el mar y el cielo,
pisábamos el contorno de la sombra
que distingue la luz con otro brillo.

En la linde que separa la vigilia del sueño,
jugando sobre el borde que delimita
un cuerpo tendido y abierto a la blandura del espacio,
una piel divisoria que se dilata hasta el margen
de otro cuerpo vertical y rígido de normas,
hablábamos sobre la orilla de una memoria
que distingue el presente con otra luz.

Estábamos en ese confín en donde se encuentran
el principio de una desnudez agradecida
con el final de las vestiduras rotas,
en esa misma duda que separa tu mano diurna
de la nocturna constelación de mis lunares,
donde la sal se acumula en contra
de todo sol que nos vuelve desierta
la sed de la vista y el hambre del deseo.

Estuvimos allí, sin sospecharlo,
donde un puñado de arena que se escapa de las manos
se enfrenta con la metáfora
de un reloj negro que se detiene,
en donde un aceite hierve de frontera
y, poco a poco,
desaparece en las mismas pieles que separa,
entre la toalla y el suelo,
entre una multitud de barbarie libérrima
y la solitaria extensión esclava de uno mismo.

Allí estuvimos, sin saberlo,
en ese punto en el que confluyen
todos los límites, al borde de todo y nada,
en el contorno de una vida
que nos rehuye y se nos escapa,
en el punto difuso donde el mundo
concurre al mismo tiempo que escurrimos,
cuando se pueden tomar todas las direcciones
que no van a conducirnos a ninguna parte.

Y aunque no regresamos intactos
porque es un tiempo que se nos tatúa,
te miro el cuerpo, me miro los sueños
y no nos descubro quemaduras.

Tal vez sobrevivamos a todas las playas
que aún nos quedan que pisar.

(Junio-2012)

ESTA IMAGEN DE TI
Estabas a mi lado
y más próxima a mí que mis sentidos.

Hablabas desde dentro del amor,
armada de su luz.

Nunca palabras
de amor más puras respirara.

Estaba tu cabeza suavemente
inclinada hacia mí.

Tu largo pelo
y tu alegre cintura.

Hablabas desde el centro del amor,
armada de su luz,
en una tarde gris de cualquier día.

Memoria de tu voz y de tu cuerpo
mi juventud y mis palabras sean
y esta imagen de ti me sobreviva.

(José Ángel Valente)

Palabras de otro (V)

Desde el filo

Cuando era niño, fue a la piscina del pueblo para aprender a nadar. Cientos de otros niños reían a su alrededor, se ponían en círculo dentro del agua, se cogían de las manos y levantaban los pies del fondo para patalear y salpicarse burbujas rítmicamente.

El sabor del cloro del agua le inundaba la nariz y se le colaba por la garganta. ¡Qué tortura era odiar lo que a los demás les encantaba! Pero mal que bien, sacando mucho la cabeza del agua al bracear, aprendió el mecanismo de supervivencia y se defiende, con más voluntad que técnica, en las piscinas, en el mar o en aquellas albercas verdes de rana en las que, de niño, se refrescaba.

En aquellas clases multitudinarias, también tocaba tirarse del trampolín. Un trampolín ridículo, una tabla puesta a un palmo del agua, en el que bastaba, según el monitor, ir dejando caer el cuerpo hacia adelante hasta llegar al desequilibrio. Y entonces, saltar para levantar los pies y entrar en el agua con las manos por delante de la cabeza.

Lo intentó tantas veces que aún se acuerda del vértigo, del pestilente olor del agua, de las burlas y de los empujones de un monitor exasperado por su recelo ante lo que para todos era tan divertido. Aún se acuerda del ahogo de entrar en el agua, de la angustia de buscar el aire a brazadas, de los mocos que le chorreaban al sacar por fin la cabeza del agua.

Aún se acuerda del filo, de ese vacío en el vientre, de esa falta de aire anterior al salto, del miedo a no encontrar la salida.

Tanto se acuerda, dichosa y caprichosa memoria, que, desde entonces, no ha vuelto a tirarse nunca a una piscina. Se sienta, se deja resbalar por el borde con las manos apoyadas, se gira sujetándose con los brazos y va entrando en el agua lentamente, hasta que la gravedad ejerce su ley y hace el resto. Y justo en ese último momento, se tapa la nariz.

Ahora, casi cuarenta años después, escribe desde el filo para no oler el agua. Aunque el agua está ahí, esperando, y la gravedad ha puesto ya las leyes en marcha. Y nota el mismo vacío en el vientre y la misma falta de aire. Pero le ha perdido el miedo al agua.

Apártense, si no quieren que les salpique, o mírenlo caer desde el filo.

y no es que los espejos se me rompan
al mirarlos de frente, ni que el tráfico
taladre este tesón con que persisto,
los afanes que finjo en un alarde
de acróbata que traza en el vacío
su torpe pirueta, yo no sé
si me explico, lo cierto es que tampoco
reconozco si voy o si regreso,
si parto el pan o tomo mi jarabe,
la tos que desayuno cada día,
es todo tan confuso, es tan difícil
decir que sí, que no, que todo lo contrario,
ganarle por la mano al día su confianza,
por eso mi bufanda me parece
la soga de un ahorcado y es así
como anudo mi lastre inconsolable,
derrocando la risa de los niños
con astucia de ingenuo derrotado,
aspirando a la tierra y al reposo,
prisionero de mí, ya sin ficciones.(Eduardo García, Horizonte o frontera, 2003)