Actos íntimos en el parque

Actos íntimos en el parque

Mientras yo le bordeaba los costados, la noche tenía ya encendidas las luces del parque. Iba enfundado en lo oscuro de la chaqueta y escondido tras la barba a medio afeitar, mirando a todas partes, pisando en cualquier sitio, buscando una hora y no un lugar.

No me vieron desde el coche rojo que había aparcado, allí, justo delante. Yo tampoco quise mirar cuando vi a los ocupantes aproximarse hacia un abrazo y juntar los labios. Los besos y los abrazos son actos íntimos, aunque se realicen en público o con publicidad.

Un recodo más allá, sobre el segundo banco de la derecha, según se mira hacia el ciprés solitario que se aburre entre tanto boje, dos chicas consolaban con media voz y gesto aterido a una tercera que lloraba. No quise mirar cuando suspiró con fuerza para poder así renovar el alivio de los pulmones. El llanto es un acto íntimo, aunque se prefiera el consuelo de hacerlo entre amigos.

Me crucé con el joven sin darme cuenta, sin previo aviso. Quizás salió de un coche recién llegado. Yo iba mirando a la chica delgada y con pelo largo que salía del portal con el móvil abierto, asintiendo con la cabeza y apretando el paso, como si huyera, hasta perderse detrás de una esquina.

El joven tampoco me vio, porque no estaba mirando. Tenía la vista perdida en un punto infinito de la calle, como si le hubiese prestado el alma al interlocutor que se adivinaba en su mano inmóvil sobre el oído. No quise mirar cuando esbozó una sonrisa y se detuvo para envolverse en su propia sombra, un poco más allá de la farola de luz desvaída. La sonrisa es un acto íntimo, aunque se ejecute en público y sean otros quienes la provocan. Y también la huída.

Sé perfectamente que nadie me vio, que no quisieron mirar cuando vacilaron mis pasos dirigiéndome lentamente hacia ninguna parte. Porque la vida es un acto íntimo, aunque suceda en la noche de un parque desconocido y ante los ojos atónitos o distraídos de los demás.

Pero escribir es un acto público, por más que se le procure un entorno solitario y se realice en la más estricta intimidad. Y llegados a este renglón públicamente juntos, aunque quisieras, no podrías negar que has querido mirarme más adentro. Ni yo tampoco podría decir que eso no me reconforta.

(La vida es insomnio, 27-julio-2012)

POÉTICA
Yo sé que estoy aquí
para escribir mi vida.

Que vine poco a poco
hasta esta silla.

Y no quiero engañarme.

Sé que voy a contártela
y que será mentira:
Sobre la mesa sucia
una gota de tinta.

(Ángeles Mora, Contradicciones, pájaros, 2000)

El futuro todo lo oxida

Trastero

Nubes blancuzcas, hiladas en finas hebras, entrecruzaban la tarde sobre las agujas del reloj, tejiendo una sombra tibia de melancolía que apaciguaba el calor de mayo. Llegaban con la brisa de paso alegre y entretenían al sol en tanto le tocaba volver a su guarida enterrada. Me fijé con esmero en el paisaje altísimo sobre mi cabeza. Para acabar pensando que, cuando se está en el fondo del abismo, sólo se puede escapar hacia el horizonte curvo de la certeza.

Me cegó el resplandor de una oscuridad mortecina, como bienvenida solemne, cuando crucé el umbral de la estancia. Quietas estaban las cajas, ignorantes de mi presencia, aletargando el silencio que las envolvía, allá, sobre los estantes de verde empolvado. Guardianas cansadas de porte arrogante; vigilando inmóviles el tiempo adormilado que amparan, dispuesto siempre a saltar hacia el presente a la primera señal de alarma.

”¡No toques nada!”, me decía la voz de un Aladino imaginario que buscaba conmigo entre las cajas, cuando contemplaba el orden de las cosas y no encontraba en ellas otro criterio que el de la desgana. Examiné los letreros garabateados con tinta vieja y temblorosa sobre los laterales visibles de los cartones, sin apreciar ninguna señal comprensible que me diera el norte de mis cábalas. ” Bienvenido al paraíso del ensayo-error” pensé, cabizbajeando los hombros en Sí bemol.

Brillaron en un desfile de instantes olvidados, todos los recuerdos liberados de las cajas que, ennegreciéndome las manos y destilándome nostalgia por todos los poros, fui desempolvando en la búsqueda. Infancias propias y ajenas, tesoros antiguos, tal vez juguetes rotos, volvieron a la luz del ahora, tamizados por la distancia emotiva y el desgaste rotundo del ímpetu de mi vida. Un collar de alhajas, engarzado a medias entre añoranzas y abandonos, que se fue perfilando sobre la penumbra vespertina, que entraba ya sin tapujos hasta el fondo de la sala.

No me empequeñeció el corazón la negrura del cielo, rota en el centro por el candil redondo de la luna, que vistió de noche el exterior, sino el gruñido de los goznes de la puerta que encerraba la barahúnda de polvo y reminiscencias que se quedaba a mis espaldas. Porque me di cuenta de lo leve que es la diferencia entre olvidar y recordar sin gana. Porque sabemos que es un tránsito inexplicable y muy doloroso, el que convierte en trastos viejos lo que antes nos parecieron tesoros.

Todos tenemos un sótano, un desván, en donde apilamos sin orden las filas innumerables de nuestro ejercito mudo de estorbos. Todos llevamos uno a cuestas, siempre lleno. Ahora quisiera saber en el trastero de quién tiembla empolvado mi recuerdo, -quiero decir, mi olvido-, esperando sin fin a que unas manos serenas, una tarde gris de primavera, le levanten el castigo.

Con el último cacharro rescatado de la estantería, subiendo las escaleras del patio que terminan bajo el celindo florecido y oloroso, con la noche palpitando en las esquinas, mi último escalón fue el desconsuelo de recordar tus ojos cuando te enredabas en mi pelo y me llamabas, en voz baja, ”mi tesoro” .

(Junio-2007)

LITURGIA
Querida amiga:
estamos aquí reunidos
para celebrar un beso.

Estamos aquí reunidos
desvistiéndonos de circunstancias,
ataviados con las ganas hechas encaje,
rezumando presente por los ojos
y con el corazón galopando salvaje
desde el prado de los promontorios.

Vamos a palparnos los filos
hasta encontrar las certezas erizadas,
hasta llegar a un acuerdo
con la sangre atrincherada bajo el tumulto.

No hay que decir más palabras que las justas,
expulsando el aire que tanto nos separa,
dejemos que ardan la piel y la inconsciencia
mientras el tiempo se derrumba
a nuestro alrededor.

Celebremos con el lenguaje de los cuerpos
este beso fresco, húmedo, afilado,
que nos unte de la materia del presente.

Que nos ciegue el resplandor de la fragua
que convierte un beso ágil y fuerte
en la llave que abre la puerta de otra vida.

No obstante, el futuro todo lo oxida.

Tanto tiempo

¡Empieza a hacer, ya, tanto tiempo!
Todo lo que brilla es siempre pasado,
estrellas en la noche, luz antigua,
lunas reverberando sol pretérito,
recuerdos transformados en ausencias
tal vez maquilladas de un esplendor
que entonces no supimos.

Me resisto al torbellino -aunque
hace tanto tiempo de cada todo-
cerrando los ojos y viajando
a aquel tiempo que ahora parece
dorado lugar de rosas sin espinas.

Parecía entonces tan pardo, tan gris,
con tanto humo como el que ahora discurre
por entre los dedos que teclean vaguedades
a horas que no son su costumbre.

Entonces eran otros los brillos
que titilaban las noches de un insomnio
que, si bien era mejor amigo,
rozaba con más aspereza las sábanas.

Nada hacía presagiar el destello,
                                                    la llamarada,
no se deslumbraban inquietas
                                                 las manecillas
por el impulso de ese relámpago
que ahora aparece indudable.

Hace ya tanto tiempo de todo
-de las flores, del mar, de la lluvia-,
pero yo me resisto al torbellino
creyendo que, luego, más allá
de un nuevo tanto tiempo de todo,
brillará lo que ahora navega
por el fondo, entre las nieblas,
sin ruido ni gravedad.

¡Hará entonces tanto tiempo de todo!
Y sin embargo, aún no habremos aprendido
a masticar tan despacio la alegría
que duré más que el desencanto,
ni a entender que serán mentira
todas las verdades que ahora,
con el corazón envalentonado,
escribimos en un poema,
en una piel, en la mesa del bar donde
-hace ya tanto tiempo de todo-
me tembló el nudo de la voz
mientras brillaban en mí tus ojos.

La sombra de otros días

Un recuerdo que me has despertado, locaporlaluna

A medias

Mil veces me he dicho que las verdades a medias son las peores mentiras. Y mil veces me he mentido, queriendo creer a medias lo que los demás me señalaban como verdades. Pero caigo en la cuenta de las mentiras a medias que necesito para sobrevivir al desamparo de mi propia candidez.

Para mí no es sencillo explicarlo porque yo sólo lo entiendo a medias. Las únicas mentiras que me asustan y me dejan sin aliento, son las que siempre he sabido y escuchado a media voz en tus labios. Porque necesito creérmelas a medias para encontrar aire que respirar contigo.

El día que decidas no estar y deje de oirlas, no sé si las seguiré creyendo. O dejaré también de habérmelas creído, para poder soportar, a medias, la verdad que dejes conmigo. Querer creer mentiras siempre pinta de color triste el camino.

Las verdades a medias son las peores mentiras. Las mentiras a medias quizá sean, quién lo supiera, las peores verdades.

Sé que malherida mientes
detrás de una sonrisa
por no devolverle al mundo
su verdad y su miseria.

Pero reconozco también tu pereza,
tu desprecio, tu indiferencia;
sonríen cuando tú sonríes
y dejan creer que crees
que tus amigos son, al fin y al cabo,
tus amigos, que tus amores
te quieren según dicen, vamos,
que te quieren, que esta vida, en fin,
es la vida, más o menos.

(Ángeles Carbajal, La sombra de otros días, 2006)

66666

Me sorprendió a la salida del túnel -todos los túneles tienen salida menos el último- y me llamó con sus relucientes guarismos de cuarzo.

Era un kilómetro cualquiera, recorrido un día cualquiera entre dos puntos cualquiera de mi vida. Me resultó extraño que con un nombre tan bonito, no fuese más que un kilómetro cualquiera, de un coche corriente, con un hombre vulgar en sus palancas.

Y es que me temo que a la vida no le importa sincronizar los brillos que produce; es más, me atrevería a decir que todos los destellos que creemos ver no son más que inventos de unos seres que necesitamos urgentemente ahuyentar la oscuridad, aunque solo sea por un instante.

El caso es que aquel número curioso me hizo pensar en el nombre de los kilómetros que cuenta. Recordé entonces kilómetros nervios, kilómetros ansiedad, kilómetros deseo y kilómetros paz. Y kilómetros aburrimiento, y kilómetros lluvia, y kilómetros muslo, y kilómetros luna, y kilómetros tristeza.

Hice un breve recuento de pasajeros y de destinos, de músicas que sonaban en el corazón o en los altavoces. De equipajes y playas y semáforos ámbar. De temperaturas y vahos, de dolores de cintura y de paisajes atravesados.

No recordé, sin embargo, ningún bache. Y es extraño, porque sé que los hubo; porque los hubo sé que yo iba solo conduciendo un coche cualquiera mientras recorría un kilómetro cualquiera, pero con un nombre precioso.

Me gustaría, o bien de serie, o bien por encargo, llevar encima un contador de caricias que me fuese indicando la extensión de pieles explorada por mis manos y que me llamara, de tanto en tanto, con un número brillante hecho con letras de cuarzo.

Para recordarme, como este 66666, no las cruces de cada mapa por el que he transitado, no los nombres o el calor de las pieles agregadas a su conteo infatigable, sino para recordarme que, aunque me parezca estar parado, a trompicones, sigo recorriendo caminos.

Caminos que, por supuesto, kilómetros más allá o más acá, me conducirán, irremisiblemente, a Roma. Que, como todas las ciudades del mundo, estará en un sin ti cualquiera -con su correspondiente contigo adosado-, recorriendo un kilómetro cualquiera de una carretera cualquiera, a la salida de un túnel cualquiera.

O en el centro del último túnel.

Las cosas han cambiado…
Las cosas han cambiado,
y todo sigue igual que ha estado siempre.

                                    Sabías que una vida no era lugar bastante,
para lo que una vida debía merecer,
y hoy sigue sin bastarnos.

                                      Antes no había
lugar al que negar, no había sombra, puerto,
un más allá del viaje donde decir ya basta,
hemos dado por fin con el final del túnel,
y hoy el túnel, el puerto, la sombra y el final
están igual de lejos. Suma y sigue.

                                      En el amor no había
nada distinto al resto de las cosas,
pero sí era distinto
ese juego violento al que apostar la vida,
y que a veces movía las estrellas,
la luz de la conciencia, y al que hoy sigues jugando,
y en él te va la vida.

                                     Las palabras no ofrecen
la nave que abre el mundo, ni hoy ni entonces,
pero algunas palabras, al trazar una historia,
con su amarga belleza, que no nos abre el mundo,
nos lo hacen habitable.

                                       De unos tiempos sin gloria
a otros sin gloria. Tal como sucedía
ayer, quien se equivoca no ha de volver atrás.

Sólo el orgullo nos mantiene en pie,
y el miedo a empeorar en adelante.

                                    Las cosas han cambiado.

Y ni más sabio,
                             ni deseos más puros,
                                                                  ni más fuerte.

Todo es igual. Han cambiado las cosas.

Nada de lo que diga importa demasiado,
y todo sigue en el lugar de entonces.

(Carlos Marzal)

Palabras de otro (Epílogo)

Persistiendo

Por el mismo camino estrecho y con el mismo desconocimiento de hacia dónde me lleva. Aquí, persistiendo en los mismos errores cometidos después de haberme entrenado a conciencia para evitarlos.

Terminando los mismos ciclos, dando otra primavera por perdida, desesperando un otro verano que posiblemente también acabe siendo el mismo de todos los años.

Mantengo guardado en el centro de mi corazón de madera, como un tesoro que contemplar en noches difíciles, una mesa de bar con tus nombres grabados, con fechas atrapadas en arrugas del calendario y teléfonos de la esperanza que alguna vez me supe de memoria.

Sigo en la misma batalla conmigo mismo, dilucidando nubes que no están en el cielo, extrapolando sueños pequeñitos antes de que exploten, extrañando aromas que llevo adosados a esa parte de mí que ya no soy yo. Y, al mismo tiempo, mirando hacia la vuelta de la esquina, asomando mi vértigo al abismo conocido de otras caídas, dando pasos trémulos que no pretenden ser rectos ni torcidos, sino míos tan sólo.

Persisto en practicar este tipo de sexo raro, relleno de teclas-beso, de carícias-tilde, de amores-párrafo. Un sexo lejano de actos-frase, un sentimiento distante de comas-mordisco, una emoción contenida en historias-texto con finales tristes que intento endulzar apostándolo todo al azar del punto y seguido.

Insisto en este cálido desconsuelo de conservar el brillo de todo lo que ya he dado por perdido, para mantenerlo encendido a pesar de las luces. Persisto en adornar con un cierto estatus clandestino todas las cruces de mi mapa del tesoro. Consisto en este no saber decir nada que no haya sido escrito primero y, después, convertido en mentira.

Libremente atrapado en el mismo insomnio que he sido, que soy, que terminaré siendo, y que ya no distingo del sueño o del duermevela. Sigo domiciliado en la espera, habitando en la víspera del porvenir que nunca llega.

Persisto en el filo del mar, acechando olas que me revuelquen por la arena aunque trague agua por la nariz y la sal me deje un sabor áspero en la garganta. Continuo prefiriendo la lluvia y su humedad a la placidez de la calma que viene después de las tormentas.

Continuo en el mismo antro que desgrana la misma música por los altavoces del ruido de fondo. Y, en fin, sigo con los mismos kilos sin perder, con el mismo humo sin vender, con la misma ansiedad de sofá y la misma pereza hecha sótano.

He cambiado muy poco: alguna ropa de las rebajas, unos muebles de jardín que estaban de oferta, el color de unas paredes que no combinaba; algunos nombres desconocidos que llevarme a la boca, otros mapas en los que andar a gatas y perdido, nuevas rayas en el agua, cierto descontrol de pelusas por debajo de la cama y las consabidas actulizaciones de windows.

En fin, que sigo huyendo hacia delante, descubriendo que los nuevos caminos conducen siempre a los mismos sitios, aprendiendo que no hay otro modo de caminar que no sea en círculo; persisitendo en encontrar respuestas para esa pregunta que nadie ha conseguido nunca formular, en ningún idioma, con las palabras de otro dichas al oído.

Y se dicen , incluso,
palabras
de amor. Pero
se aman
de dos en dos
para
odiar de mil
en mil. Y guardan
toneladas de asco
por cada
milímetro de dicha.

Y parecen -nada
más que parecen- felices,
y hablan
con el fin de ocultar esa amargura
inevitable, y cuántas
veces no lo consiguen, como
no puedo yo ocultarla
por más tiempo; esta
desesperante, estéril, larga
ciega desolación por cualquier cosa
que -hacia donde no sé-, lenta, me arrastra.

(Ángel González)