Por lo que ocurre

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Ocurre que todo llega, que la vejez pide su turno, que el deterioro es un agua que se abre paso a través de cualquier resquicio, por más que se aprieten los dedos al cerrar los puños.

Ocurre que se pierde el color y la tersura, que ya no se luce delante del espejo, que el marrón es el color que más resiste los empujones del tiempo.

Ocurre que nada es para siempre, que todo lo que está vivo se estremece cuando el sol abrasa y el aire quema las puntas de todo lo que sobresale.

Ocurre que parece seca, que la rama ha perdido el donaire y que se tuerce en su viaje con Fibonacci hacia el pozo azul que anda arriba siempre, inmóvil, liso, inabarcable.

Ocurre que asalta la tentación más simple, que las tijeras se abren con el debate de si hay que cortar las ramas inolvidables, ocurre que no gusta verse en el paisaje seco de ninguna verja.

Ocurre también, que nunca se sabe, que la química está enterrada, pero no muerta, que el agua ejerce su magia con cuentagotas, que los pies sostienen una fe más profunda que el orgullo aquel y más ancha que el olvido este.

Ocurre que no se sabe nunca por dónde asomará un brote, una potencia resuelta en verde, una flor pretérita escondida en lo que hace tiempo que parece madera vieja.

Ocurre que todo se mezcla, que todo lo que consigue ser grande empezó siendo pequeño, que el mismo sol que quema lo de afuera, mantiene cálido lo de dentro, que el mismo viento que arranca hojas secas, mece suavemente las que empiezan a nacer.

Ocurre que no hay que darse por vencido en las cosas que uno nunca consigue explicarse, que no hay que dar por perdido lo que no se entiende, que no hay que desprenderse nunca de la esperanza exacta en tanto siga siendo del mismo verde que el azar.

Ocurre que cansa el roble de ser inteligente, que todo es nogal cuando no se esperan milagros, que a fuerza de pino no distinguimos el prodigio que a cada instante sucede a nuestro alrededor.

Ocurre que nacen entre lo seco, que reviven lo que parecía carne de incendio, que traen otros colores al mundo que ya empezaba a verse castaño, sobre todo mientras oscurece. Ocurre que contradicen todo lo que una vez se aceptó como verdad.

Ocurre que, por feas que se pongan las ramas y las cosas, por ásperas que se vuelvan las hojas que antes fueron rosadas, por tristes que se queden los paisajes cuando el horizonte nace muerto por la calima, nunca, no hay que dejar de regar las plantas nunca.

Ni tampoco el corazón. Por lo que ocurre… por lo que venga…

Amar las ciudades

Con el frío artificial y apenas música, en la oscuridad de la noche, los kilómetros se vuelven pensamientos. Al fondo, las luces descubren otro perfil más liviano que transforma la ciudad en un idioma más sencillo.

Se quiere a las ciudades por las mismas razones que se quiere a las personas. Por sus hospitales, por sus bares, por sus cines. Porque te dan descanso en sus plazas, porque sus calles acogen tus pasos, primero indecisos y torpes, y luego, progresivamente, más despreocupados y más ágiles.

La carretera se enrosca alrededor de la ciudad a estas horas en que ni el hilo blanco ni el negro tienen necesidad de confundirse. Y su hilera de luces esbeltas y firmes, parte en dos todos los horizontes.

Parece otra la ciudad vista de noche y por eso ama uno a las ciudades como se ama a las personas, por sus días, por sus noches, por la diferencia entre unos y otras. Por la emoción que produce pasearlas a distintas horas, en distintas compañías, a distintas temperaturas.

Entonces, como sucede con las personas a las que se ama, uno busca en verano sus plazas más frescas o huye del sol hacia las umbrías del norte; o toma el tibio sol del café de sobremesa atrincherado tras alguna cristalera famosa cuando la soledad del invierno arrecia.

Recién llegados todo es nuevo, todo queda por descubrir o por inventarse: el estanco más cercano, la parada de autobús más resguardada, el camino que atraviesa el barrio y te lleva de vuelta a la cama sano y salvo.

Cada bar es nuevo hasta que, pasado un tiempo, todos ponen las mismas tapas y todas sus mesas cojean con la misma impertinencia. Cada edificio es una joya hasta que pasa a ser parte de un paisaje de tránsito y burocracias. Cada parque es un lugar propicio para los besos, hasta que los portales acaban supurando silencio mientras se espera el ascensor.

Amo a las ciudades como amo a las personas y, del mismo modo que el desencanto llega a todas las calles, aparece la tentación de borrar aquellas cruces rojas que puse en su mapa y aferrarse al volante y no volver a pisar más aceras que las del área de servicio en donde repostar y estirar las piernas.

Pero, sin embargo, cuando te acercas rodando por la autopista del mundo, a estas horas en las que el único viaje posible es un regreso, notas que te conmueve su mar de luces y su cielo horizontal, y te das cuenta que amas las ciudades por las mismas razones que amas a las personas.

Porque, exactamente igual que sucede con las personas, por oscura que sea la calle por la que pasas, uno nunca se siente completamente perdido en las ciudades que ama.

Porque tienes tanto de ellas, y metido tan adentro, que ya no basta con irse para arrancarte a tiras su geografía sinuosa, el color de su nombre de planta, los trayectos que acariciaste por entre sus calles pálidas.

Porque es, al fin y al cabo, la ciudad, la que te cierra los ojos por la noche y te los abre por la mañana.

Yo sé que el tierno amor escoge sus ciudades…
Yo sé
que el tierno amor escoge sus ciudades
y cada pasión toma un domicilio,
un modo diferente de andar por los pasillos
o de apagar las luces.

Y sé
que hay un portal dormido en cada labio,
un ascensor sin números,
una escalera llena de pequeños paréntesis.

Sé que cada ilusión
tiene formas distintas
de inventar corazones o pronunciar los nombres
al coger el teléfono.

Sé que cada esperanza
busca siempre un camino
para tapar su sombra desnuda con las sábanas
cuando va a despertarse.

Y sé
que hay una fecha, un día, detrás de cada calle,
un rencor deseable,
un arrepentimiento, a medias, en el cuerpo.

Yo sé
que el amor tiene letras diferentes
para escribir: me voy, para decir:
regreso de improviso. Cada tiempo de dudas
necesita un paisaje.

(Luís García Montero)

Por dónde empezar

Dudo mucho que los astros tengan conciencia propia y se alineen a propósito para perjudicar o favorecer a alguien. Y si lo hicieran, desde luego, se fijarían en gente y asuntos más importantes que los míos.

No obstante, además de las mesas cojas de los bares, últimamente me persiguen frases, ideas, esbozos de pensamiento que no consigo atrapar convenientemente, pero sí reconocer en el regusto agridulce que dejan cuando se van alejando de la consciencia.

Me las pregunta facebook en cuanto lo abro, o las muerde Bob Dylan en una de esas canciones suyas que raspan si te las untas sin anestesia. O vienen envueltas en películas, o las esquivas gracias al muñeco verde cuando las escuchas por la espalda en mitad de un paso de peatones.

Las descubro en afirmaciones que te lanzan con la inocencia de quien cree sinceramente que es su corazón el que habla; y las percibo, por último, en respuestas retóricas, en las frases de azucarillo, en el calor que da el insomnio a eso de las cuatro de la mañana.

Digo que me persiguen, aunque dudo mucho de las alineaciones de los planetas y, sinceramente, me parece que no es para tanto que tauro esté en la casa de luna o que mi ascendente de esta semana sea sagitario.

Digo que me persiguen y sé que sucede justamente lo contrario: que soy yo quien las detecta sin esfuerzo, como si anduviese agazapado, esperando que aparezcan para atraparlas. Mejor aún, como si flotasen al azar por todos lados y fuese yo el que las colocase en este desorden que tan llamativo me parece.

Y digo que sé que están a punto de llegar pero, en realidad, lo que sucede es que estoy a punto de ir a por ellas, que soy yo quien las alinea en renglones a propósito, que las persigo como si de ellas me dependiera existir.

Escribir es un veneno y, al mismo tiempo, su único antídoto. Y no saber por dónde empezar es, como en todas las adicciones, su éxtasis y su mono.

Como te decía, hay que aprender que no saber por dónde empezar es un nuevo principio del siguiente poema.

Poema sin terminar
No está terminado este poema,
los voy gestando lentamente,
vivo despacio si nadie me empuja,
ando distraído por las orillas del camino.

Voy y vengo varias veces, hago zigzag
en el trayecto y, posiblemente,
parezco no querer llegar cuando acometo
un nuevo recodo invisible, otra esquina
del siguiente rodeo, la próxima parada.

Este poema no está terminado.

Aún tienen que llegarle otros versos
que ya palpitan esperando
nuevamente tus ojos, otro encuentro,
desiertos nocturnos, palabras de tus labios,
renglones en los que puedas quedarte
y tu turno de palabra.

Sanfermines varios (y III)

Sudor

El rey Sol, tan absoluto, comienza su hegemonía sobre la paz del verano. El cielo sometido aparece de un azul tan claro como seco, impotente y desarmado contra el látigo inmisericorde de sus propios rayos.

Todas las criaturas se esconden y buscan la sombra, el amparo de los árboles, la frescura de la esquina en la que convergen las pocas brisas que aún sobreviven al calendario.

El mundo se vuelve amarillo y resopla con la boca abierta para ahuyentar este calor de infierno que no puede detener ninguna puerta. Y se sueña con el mar cuando sólo se llega a bañera, o con un glaciar cuando las cosas no dan para más que sujetar en la mano un refresco de la heladera.

Entonces llegan las horas quedas, el entreacto del mediodía, cuando se para la vida y apetece una siesta. Nos subimos a hurtadillas al tornado del ventilador para que sea ahora tu calor el origen del sudor que me escurre por las costillas.

Para entrar en tu propio cielo ardiente, quedarme encendido y mojado, surtido y derramado, libremente encerrado entre tus dos sonrisas diferentes y perpendiculares.

Y aunque odio los veranos circulares y el calor de este sol, me gusta cuando pasa quemando nubes, mientras pasa la vida, mientras pasamos al amor, pidiendo que te queme yo, deseando que tú me sudes.

(Agosto 2008)

Sanfermines varios (II)

Con tanto calor

Con tanto calor cuesta arrastrar las maletas. Se hace pesado viajar cuando el sol cae como plomo por detrás de los cristales y te aflije la carne sujeta a los cinturones.

Cuesta respirar, abrir la boca para que el aire del polen te ensanche los pulmones, para que el humo de la soledad te abrase la garganta. Cuesta también soltar el aire ya tragado, despegar los ojos de los párpados a las horas convenidas por la agenda.

Por este calor no circula bien el pensamiento, no se dejan derribar las barreras que se levantaron durante tanto invierno, las manos no resbalan bien sobre una piel reseca de tristeza o sudorosa tras el esfuerzo de comerse los centímetros necesarios.

Cuesta dormir, es difícil conciliar un sueño que tarda en cumplirse, no se puede apaciguar la sangre atormentada por la barbarie de las sábanas. Dar vueltas implorando la misericordia de las ventanas, la bendición de los ventiladores, la paz del vaso de agua, la fantasía de una mano incandescente, la tibia longitud de una lengua que derrita el tiempo en témpura de besos.

Con este calor, la cabeza no para de girar en el horno del deseo, el corazón sufre ataques del asma de las discusiones, la piel suda, gotea y se empapa de tanto no encontrar otra con la que rozarse. Y cuesta levantarse de uno mismo hacia las tareas cotidianas, y cuesta escribir la parte del insomnio que se agranda, y cuesta mantenerse intacto viendo resbalar el mismo viejo sudor por la piel compañera.

Hace mucho calor, tanto calor que hasta cuesta escribir y conciliar el insomnio. Demasiado calor para estar solo, demasiado calor para estar juntos, demasiado calor para estar revueltos. Hace demasiado calor para estar dormidos y demasiado calor para estar despiertos.

Demasiado calor para soñar.

Fue la tarde anterior a la tormenta,
con truenos en el cielo.

Tú apareciste en el jardín, secreta,
vestida de otro tiempo,
con una extravagante manera de quererme,
jugando a ser el viento de un armario,
la luz en seda negra
y medias de cristal,
tan abrazadas
a tus muslos con fuerza,
con esa oscura fuerza que tuvieron
sus dueños en la vida.

Bajo el color confuso de las flores salvajes,
inesperadamente me ofrecías
tu memoria de labios entreabiertos,
unas ropas difíciles, y el rayo
apenas vislumbrado de la carne,
como fuego lunático,
como llama de almendro donde puse
la mano sin dudarlo.

Por el jardín, el ruido de los últimos pájaros,
de las primeras gotas en los árboles.

Aquel temblor del muslo
y el diminuto encaje, de vello traspasado,
su resistencia elástica
vencida con el paso de los años,
vuelven a ser verdad, oleaje en el tacto,
arena humedecida entre las manos,
cuando otra vez, aquí, de pensamiento,
me abandono en la dura solución de tus ingles
y dejo de escribir
para llamarte.

(Luís García Montero)

Sanfermines varios (I)

La impertinencia de las hojas secas

Amanecen en el patio, secas, reposando después de un vuelo breve, casi un baile con el viento.

Entonces, armado de escoba y en armonía con la pendiente, las barro lentamente, dejo que jueguen un poco antes de meterlas en el recogedor.

Otras, las más, otras que cayeron a la tierra huyendo de la escoba, se dejan seducir por el rastrillo y se acercan a mis pies tímidamente.

Con las manos, las reúno en puñados que crujen -si no fuese porque me creerías loco, diría que crujen con la risa de las cosquillas- y las obligo a compartir el mismo olvido que a las otras.

Se suda, por el calor y porque yo sudo con poco, y después de la tarea apetece subir a lo alto de la escalera y encender un cigarro. El humo hace garabatos en el pensamiento y sabe a gloria ese escalofrío de la brisa que se levanta como queriendo llevarse las gotas de sudor.

Todo límpio, tranquilo, fresco el cuerpo a la sombra, quizás felicidad. Y vuelvo el rostro a contemplar la obra realizada y…

-Pero… ¿de dónde han salido otra vez las hojas? ¡Si acabo de barrer!

Nuevamente, hojas secas desparramadas por el patio, como notas de un pentagrama. Y como un Sísifo moderno, con un enfado de juguete que se va convirtiendo en ternura, vuelvo a retomar la misma tarea que acababa de terminar.

En el fondo, me conmueve la impertinencia de las hojas secas. Parecen recordatorios de la naturaleza que se posan en la conciencia del suelo. Porque son como las ausencias, como el desencanto, como la soledad.

No hay manera de quitarlas del todo.

Y de la isla ignorada de un corazón vino a mí no sé qué súbito aliento cálido de primavera…

Como la hoja de una flor, traída y llevada por la brisa, un ala rápida me rozó un instante y se perdió al punto…

Fue en mi corazón como un suspiro de su cuerpo, como un susurro de su corazón.

(Rabindranath Tagore, El jardinero)