Esquinas, rincones, portales (II)

Lo que no se ve en los poemas
Tienen los poemas la dichosa costumbre
de salir en los libros completamente limpios,
sin que nadie aprecie, sin que pueda encontrarse
en ellos lo mundano de su existencia.

Por eso, nadie sabrá el tiempo estirado o detenido
que tardé en llegar a la siguiente estrofa,
ni el torrente de emociones que no quise
abreviar en sílabas delicadas o en palabras rotas
por el cansancio y mi torpeza.

Nadie entenderá el desprecio que sentí
por las rimas que no me conmovieron
y que extirpé de entre los renglones
después de haberlas hecho jirones
de vocabulario en el pensamiento.

Ni la pesadumbre de borrar lo escrito,
ni la certidumbre de no tener talento,
ni el principio de aquel otro poema
que correrá la misma suerte de olvido.

No se descubre en estos versos la tos,
la imperiosa llamada del resfriado que me sacude,
ni la sequedad de los ojos prestados
a la atención de las pantallas.

Es imposible contemplar en este poema
el patetismo del chandal y las pantuflas,
las migas de pan esparcidas en el escritorio,
el color del vino y sus manchas diversas,
la pesadez de párpados del insomnio.

Para nada quiero ya el tiempo que pasé
limpiando este poema a los ojos del mundo.

Sólo sé que aquí lo dejo,
en donde encontrar otras miradas que quieran
pasarlo de nuevo a sucio.

INTROITO
Mi juventud lograda en tantos años,
mi rebeldía, mi inocencia intacta
las perdí en el instante
en que tomé la grave decisión
de medir estos versos
y entregártelos libres de ceniza,
sin las manchas que poco a poco, lento,
el paso de los días va dejándonos;
sin aquellas palabras que me llevo,
que arrastro y me hacen ser umbrío, necio,
y transido de vida.
(Mario Vega, Al umbral de las horas)

Esquinas, rincones, portales (I)

Deshaucio
La luz de la lámpara ensordecida
en aquella noche sin ventanas.

O el tumulto de un roce.

Las palabras, que vuelven o se escapan,
de tantas veces como estuvieron dichas.

Las lágrimas y las risas,
el cuarto del incendio, la nieve
que chorreaba aquella tarde de marzo
entre tus besos llenos de frío.

El olor a carne recién amada
y el desencanto posterior.

La parte del color del trigo
que todavía me asalta la memoria,
las noches de insomnio, la soledad
cuando se va deshaciendo la madrugada
en cigarros y duermevela.

Todo lo que siempre llega tarde
y todo lo tarde que llegamos siempre.

Unos cuantos litros respirados de aire
en las proximidades de los besos,
las manos que se buscan, los ojos
que traen un sueño mientras otro es el sueño
que los cierra en la lejanía.

Diversos números de teléfono olvidados.

Aquel aroma tuyo a dulce melancolía.

Todo lo que he sido, todo lo que soy,
todo lo que tengo
está en eso que ya no es mío:
este es el inmenso desahucio
a que nos va sometiendo la vida.

Aunque más tristeza la de quien pueda
vivir sin necesitar algún olvido
que espantar en las canciones de moda,
que echarse a los poemas.

(La vida es insomnio, diciembre 2011)

De la nostalgia
Recuerdo solamente que he olvidado el acento de las más amadas voces,
y que perdí para siempre el olor de las frutas de la infancia,
el sabor exacto del durazno,
el aleteo del aire frío entre los pinos,
el entusiasmo al descubrir una nuez que ha caído del nogal.

Sortilegios de otro día, que ahora son apenas letanía incolora,
vana convocatoria que no me trae el asombro de ver un colibrí entre mi cuarto,
como muchas madrugadas de mi infancia.

¿Cómo recuperar ciertas caricias y los más esenciales abrazos?
¿Cómo revivir la más cierta penumbra, iluminada apenas con la luz de los Beatles,
y cómo hacer que llueva la misma lluvia que veía caer a los trece años?
¿Cómo tornar al éxtasis de sol, a la luz ebria de mis siete años,
al sabor maduro de la mora,
a todo aquel territorio desconocido por la muerte,
a esa palpitante luz de la pureza,
a todo esto que soy yo y que ya no es mío?
(Darío Jaramillo Agudelo, Poemas de amor, 1986)

Inolvidables

A primera vista

La probatura inicial no tuvo mucho misterio, suele ocurrir en todos los primeros encuentros. Nunca creí en las cosas a primer oído. Intercambiamos la voz, es cierto, pero nada más. Ni quise dejar, ni descubrí ningún mensaje escondido.

Después de mucho tiempo, lo volvimos a intentar. Mirando, abriendo bien los ojos, apartando las pestañas incluso. Aunque nunca creí en las cosas a primera vista, tu mirada me escondió el primer secreto compartido.

Más tarde, nos propusimos seguir el rastro de las letras que el azar puso junto al camino. Nunca creí en las cosas a primera lectura, pero hubo versos infinitos que dibujaron el quicio de una puerta entre dos mundos muy diferentes.

Entablamos reflejos y espejismos, acometimos viajes y regresos. Activamos hechizos duraderos que hacían hervir la sangre con un fuego conspicuo. No creo en las cosas a primera magia, pero construimos un manojo de castillos que flotaban.

Abordamos entonces, con el corazón convertido en coraza, el recóndito desequilibrio de las manos y la electricidad estática de los murmullos. Alfareros improvisados, promovimos sobre el barro el abordaje de otros labios en un empréstito de aires. No creo en las cosas al primer tacto, pero aún me palpita en la piel el eco de tus dedos taconeando.

No renunciamos, tampoco, a probar la pesada sutileza de la ausencia, ni el mar contenido en la marea de aquel vaivén, cuando venías queriendo irte, pero te ibas pensando en volver. Nunca he creído en las cosas al primer movimiento, pero reconozco que estuve mucho tiempo durmiendo en la estación.

Nunca he creído -y sigo sin creer- en las cosas que ocurren al primer algo, al primer nada. Pero creeré siempre en el poder pequeño e incansable de la constancia. Y en el de la imaginación.

«>(Instanteca, octubre 2008)

Patos y benjamines

Estaba el pobre temblando de olvido, pinchado y solo. Fue lo primero que hice al entrar, buscarlo, y, al verme, saco su naranja más intenso para saludarme.

El amarillo, en cambio, estaba apagado, lleno de polvo, camuflado entre la oscuridad que reinaba. Levanté la persiana y con la luz, cobraron vida de nuevo las imágenes que estaban allí guardadas.

El último te quiero andaba colgado en la puerta, la silla que se cabalga chirrió los goznes como intentando, una vez más, sostener nuestro peso imaginario.

Entonces busqué el encargo. Aparté el árbol y la casa, me hice hueco en la soledad del rincón y abrí el armario. No estaba visible a primera vista, así que moví bolsas y revisé los estantes hasta encontrar lo que buscaba.

Y como suele suceder siempre, buscando una cosa, se encuentra otra. Allí estaba el más pequeño, perdiendo burbujas detrás de una bolsa, vestido de luto como si anduviese penando una culpa que no tiene.

Es rigurosamente cierto lo que le dije a ella la otra noche. El amor no se queda en las cosas, los abalorios del pasado no están untados con la esencia de los ausentes. Las personas inolvidables, eso lo creo firmemente, no lo son gracias a la química de la memoria.

No. La memoria es la más traidora y la mejor amiga, un veneno mortal y al mismo tiempo, su antídoto. Pero la memoria es sólo un punto de conexión de la trama infinita en la que  vivimos. A los inolvidables, los llevamos dentro, por dentro, desde dentro. Y es que nosotros somos como somos, porque ellos fueron como fueron.

Aun estando completamente convencido, no pude resistir la nostalgia de ver solos (o de sentirme yo) los patos y los benjamines, y los eché en la mochila para tenerlos en casa.

Un día triste, de los muchos que tienen que llegar en todas las vidas que vivamos, el pato y yo, metidos en la bañera, brindaremos con benjamín para matar tu ausencia. Aunque ya sé que no estás en ellos y tu ausencia no morirá por eso.

(septiembre 2011)

Preposiciones, posiciones y suposiciones del mes en curso

Preposiciones deshonestas
A cuatro patas
ante el morbo del espejo.

Bajo el cobertor arrugado
cabe encontrar un trozo de cielo.

Con tu espalda atrapada
contra la pared fría,
de rodillas en el suelo,
desde el primer beso
en el sofá que chirría,
entre tus piernas desplegadas,
hacia fuera y hacia dentro,
hasta el fondo del estruendo
para llegar a la pulpa del gemido.

Por encima de la ropa,
según se erizan tus pezones
sin miedo a la mordedura,
so pretexto de una piel que se desnuda,
sobre la alfombra de las doce,
tras la puerta que se cierra.

Durante horas abiertas,
mediante el amor y su roce,
como un dulce vaivén
deshonesto, infiel,
húmedo y salobre.

(La vida es insomnio, octubre 2012)

Dentro

Suelo escribir en la soledad de mi ordenador, en el mismo sillón, al lado de la misma ventana. No sé si es una de tantas manías absurdas en sí mismas, pero en las que creemos con fe de catecismo.

Como tocarse las llaves en el bolsillo antes de tirar de la puerta o apagar y encender la luz cinco veces. O ponerse la camisa roja de la suerte o sacar siempre primero el pie izquierdo de la ducha. Manías impenitentes que un día empezaron por alguna causa que ahora ya no recordamos.

Cuando escribo, procuro sentarme allí, en el sitio de las musas, en donde siempre escribo. Como si hubiera algo más de ellas en ese asiento que en ninguna otra parte del mundo.

Ahora que tengo un ratito, con la tranquilidad de quien se siente en casa, he pensado que, si hay algún sitio en que las huellas se me aparezcan sin recato y sin interrupción, es precisamente en este tiempo y en este espacio.

Así que me he puesto aquí, en este rincón del universo en el que tal vez podamos coincidir alguna vez, para dejar que salgan palabras, que me hagan cosquillas en los dedos al teclearlas e intentar componer con ellas un pensamiento que nos acerque un poquito.

Pero me estoy dando cuenta que no es éste el sitio en el que las presencias son más fuertes. Ni tampoco el otro sillón, ni la esquina del ángulo muerto, ni la sombra del árbol, ni ningún portal.

El sitio en el que más te siento, en el que estás siempre, lo llevo dentro.

Pero no sé cómo se llama.


(octubre, 2010)

Condena

Aquel que desea la felicidad, esta condenado a buscarla. Quien la encuentra, a perderla. Quien la pierde, a recordarla. Y quien es capaz de recordarla, puede sentirse afortunado, porque, al menos alguna vez, caminó de su mano.

Aún siento su tacto sobre mi piel de vez en cuando. Quizá no se haya ido del todo de mi lado… todavía.


(Instanteca, octubre 2006)

Fin de mes

Juego de niños

Y algunos niños idiotas han encontrado por las cocinas
pequeñas golondrinas con muletas
que sabían pronunciar la palabra amor.

F. G. LORCA

“E-cinco” dijiste la primera vez; como si nada, lo primero que vino a tu mente, cosas del azar. Yo me sentí tocado nada más empezar este juego de secretos, cavilando el roce de las miradas desatadas que nos propinamos sin querer.

“E-seis”, continuó tu maniobra, y me volviste a tocar. Yo estaba contento porque, en el fondo, a todos nos gusta ser descubiertos en otras manos suaves y blancas. Después de eso, ya se sabe que con un solo beso se alteran las brújulas y se redibujan las cartas de navegación.

Bastó poco para que afinases la puntería con un ”E-siete”. Me dejaste herido de muerte, hundido sin remisión en tus ojos, deseando que tu abordaje me durara para siempre.

Hice trampa, ahora puedo confesártelo, y, sin que tú me vieras, moví mi corazón un poquito para que pudieras darle más fácilmente. Y en verdad que no hubiera hecho falta, porque hay algo en tus ojos que me adivina el rumbo, desde el principio; como hay algo en tu boca que mueve todos los vientos a tu favor.

Pero ahora que es mi turno de estar hundido, ahora que tu recuerdo me tiene ahogada la voz, te escondes detrás del tablero y, a todos los números y letras que digo, siempre me respondes con lo mismo: agua, agua, agua…

Y nunca acierto a tocarte el corazón.

(Instanteca, septiembre 2008)

CONSEJOS


Sabe esperar, aguarda que la marea fluya
—así en la costa un barco— sin que al partir te inquiete.

Todo el que aguarda sabe que la victoria es suya;
porque la vida es larga y el arte es un juguete.

Y si la vida es corta
y no llega la mar a tu galera,
aguarda sin partir y siempre espera,
que el arte es largo y, además, no importa.


(Antonio Machado, Campos de Castilla, 1907-17)

Otoño

Arrecia el pasado
Arrecia el pasado. Como un mar hecho de naufragios, cada cierto tiempo devuelve los restos de alguna de aquellas travesías que se quedaron a medio camino entre lo imposible y la tenue levedad de palabras disparadas al aire.

Todo parece igual cuando, esa misma memoria que embellecía rostros, no produce extrañeza en las arrugas. Uno se pregunta si el recuerdo de cada persona envejece con ella aun en la distancia o somos nosotros los que envejecemos tanto que le sacamos treinta años de ventaja.

Llega el momento de la tormenta, cuando uno, delante de esos restos depositados en la orilla, se juzga a sí mismo estrenando, en cada palabra, una misericordia nueva, una mentira adecentada, un complejo convertido en virtud.

Arrecia el pasado cuando la culpa siempre la tuvieron otros. O el azar, o la desdicha de no ser de ningún lado después de haber vivido tanto tiempo en todas partes.

Todo parece igual cuando el dolor antiguo todavía se transforma en lágrimas. Lágrimas lentas, esbozadas apenas en unos ojos que ya no distingo si son los mismos que fueron o son otros tan cansados como los míos.

Llega el momento de la tormenta y el recuerdo deja la carne ajena que habitó durante hora y media, para volver a su funda de niebla, a su estante de humo, a su rincón de luz pretérita y embellecida.

Arrecia el pasado. El futuro sigue empecinándose en ir llegando sin ruido y sin aviso. Cuando tus manos, aquellas que me conocieron tan de cerca, siguen el otro camino y se despiden nuevamente, como entonces, sin el consuelo de un abrazo que echar de menos.

Arrecia el pasado y, de repente, cuando ya empiezo a tener el paraguas preparado, escampa el mundo cruzando hacia el otro lado de la calle armado con un «¡claro que te llamaré!».

Y vuelvo a escribir sobre lo mismo que escribo siempre mientras, afuera de mí, en ese lugar que ya no importa que haya caído tímidamente en el otoño, arrecia el presente.

(La vida es insomnio, septiembre 2012)

POEMA DEL NO
Me decías que no. Por tu mirada
pasaban barcos lentamente. Había
gaviotas en tus ojos, en tus blandos,
oscuros ojos grandes,
donde iba cayendo la amargura
como un anochecer de altas sirenas
en los puertos del Sur.

Me decías que no serenamente.

Era un no original, que ya existía
antes que tú, que hablaba por sí mismo
mientras que tú, impotente, absorta, fijos
en mí tus ojos, lo sentías vivo,
palpabas su raíz por tus adentros.

Era un no adivinado,
mudo, pesadamente silencioso.

Tu duro cuerpo tibio
me decía que no, sin causas, iba
replegándose, como
si volviese a la infancia. Tú no eras.

Me decías que no, y en tu mirada
cabalgaba un dolor que yo diría
maternal. Un dolor implorando
comprensión. Un no de contenida
pesadumbre, pero total, abierto,
levemente asomado
a las playas del llanto.

Me decías que no lejana, sola,
terriblemente sola, maniatada,
sin un porqué donde apoyarte, pero
era no, era no, sin gritos, no…

Los puertos, las sirenas,
los barcos en la noche, todo iba
perdiéndose, alejándose.

Yo, delante de ti, triste, abatido.

(Rafael Guillén)

Otoño
El otoño es un cansancio de árboles adormecidos, un hueco parduzco por donde se cuela ese viento hecho de voces malheridas que vagan sin rumbo y vienen de otras primaveras de la memoria.

Ese viento se cuela en las palabras que me dices, las hace tintinear en los oídos y, después de agarrarse a un tácito pacto de consuelo, caen a la tierra como sin vida, planeando en un vuelo estéril contra la gravedad.

Se mete el otoño en los pensamientos, agarrota las caricias y desabriga los cuerpos de aquella luz que tenían cuando la pregunta del deseo no tenía respuesta conocida.
Entre nosotros se ha interpuesto un otoño de horarios imposibles, de silencios inhóspitos y temibles miradas ausentes. Se nos está atravesando el otoño de los destiempos, ese en el que nos vemos cada vez más lejos, cada vez más quietos, más deshojados.

Llega el viento como enemigo. Un viento que ha perdido el brillo de la esperanza, un viento que hace que las palabras pasen de puntillas y que se cuela en los besos que sólo saben a alivio. Un viento que no obtiene más respuesta que borrar las interrogaciones del deseo y rellenar los abrazos perdidos con el alma de una duda.

(La vida es insomnio, octubre 2010)

Oración pagana
Sopla recio a mi espalda,
viento oscuro y tenaz del desarraigo,
confúndeme los pasos y sitúa mi norte
donde no halle el amparo de esta mansa morada.

Quiero arder en la noche como un fuego sin dueño
mientras la noche dure,
y que el santo egoísmo
de quien busca el placer y renuncia al soborno
con que compra el resguardo voluntades
me atraviese de espinas por pretender la rosa.

Yo le entrego al diablo cuanto tengo por mío,
y que él lo malvenda,
y sólo pido a cambio caminar a su lado.

De la paz pusilánime que en el orden anida
no mendigo limosna: que el desconcierto traiga
su cizaña a la casa que mis manos levanten.

Porque sólo en el roto corazón de lo turbio
he encontrado la luz verdadera del fuego,
que las sombras me lleven,
y yo lleve conmigo, cuando sea la hora,
la clara vecindad de la tiniebla ardida
de mi noche a la noche.

(Vicente Gallego, Santa deriva, 2002)