Despedida (y III)

A modo de resumen final y extracto de finiquito, un par de curiosidades.
Los más visitados de otros poetas:

En cuanto a mis textos, los más visitados son:

Lo más comentado:

Entre tanto, seguiré intentando resolver mi próxima…

Encrucijada
Qué hacer de nuevo con las manos,
cómo deshacerse del temblor.

A dónde dirigir los ojos
para no ver rotos los sueños.

Como sobrevivir a la hora de los teléfonos,
al impacto de los timbres,
a la hecatombe de las teclas.

¿Hay alguien ahí fuera
que me explique el modo de pensar sin memoria?
Cómo escribir sin mencionar el hueco,
sin asomarse al vértigo,
dónde habitar sin que acechen las sombras.

Qué camino empezar que no se tuerza,
que no acabe en círculos,
que no conduzca a Roma.

¿Cómo encontrar la piedra
con la que tropezar de nuevo?
A dónde huir del deseo,
en dónde refugiarse de los aromas.

Para qué cambiar una soledad por otra.

Cómo quitarse las manchas de otoño
de los labios.

Dónde comprar otra vida,
dónde alquilar otro invierno.

Para qué salir del laberinto,
cómo bajar la cuesta del olvido,
qué decirle al espejo.

¿Qué hago ahora conmigo?

Despedida (II)

Regalos
Yo no quiero abrazar peluches
a lágrima viva,
ni llorar en los cajones del olvido
la casualidad de los encendedores.

No quiero encerrar entre las páginas de un libro
ni fotos, ni tarjetas, ni mechones,
ni otra cosa que no sean palabras dichas
al oído.

No quiero regalos de recuerdo
ni envoltorios brillantes conteniendo
una hermosa y triste despedida.

Prefiero quedarme vacío y sin nada,
como vago y estéril recuerdo,
como justo castigo a la cobardía
de perder esta nada que lo es todo
y que me tiene tan atento
al tiempo y a la vida.

The lunch box

Quiero creer que sí, que hay trenes equivocados que te llevan al lugar correcto. De hecho creo que todos los trenes, equivocados o no, te llevan al sitio exacto.

Y son los errores de otros también, no sólo los propios, los que te remueven por dentro y te llevan a un momento insospechado que te cambia el mundo, aunque padezcas a cambio llenarte el estómago de fuego.

Si no tienes a quién contárselas, las cosas se olvidan. ¿Sabes? Es tan difícil… Unas veces porque faltan palabras, otras porque sobran cosas. Aunque lo más difícil siempre me ha parecido que consiste en acertar cómo contarlas.

Y aquí me tienes intentando decir no sé bien qué, algo, una de esas cosas que, sin esperarlo, te despeluznan para que tengas sueño y te susurran para que no te puedas dormir. Una de esas cosas que cuesta trabajo traducir a otra cosa que no sean metáforas de trenes o de condimentos, cosas que sólo son visibles cuando apartas el mundo que las atraviesa y lo simplificas todo hasta dejarlo en los huesos.

Pero es que no sé cómo contarlo y hasta es posible que no tenga a quién. Porque me gustaría escribir un bello texto sobre la «tergura», que es como una salsa agridulce y anaranjada que se le echa a la vida de primavera y que le da a todo un sabor… cómo decirlo… agradable, conocido, de tu peso…

Hay tantas cosas que decir, que se empieza por lo más sencillo, por comentar los suicidios o hablar de geografía, por encontrar las cintas perdidas en una caja. Porque contar siempre comienza por mirar adentro, a eso que uno no consigue sacar ni siquiera en las veladas románticas o en la vieja escena del dormitorio, cuando te vistes de madrugada más torpemente y más triste que cuando te desnudaste, al poco de llegar oscuro como un bandido.

No doy con el tono, ni con el ritmo, la música me huye cuanto más me empeño en perseguirla por los renglones torcidos. Ya sé yo que el mundo no es así de sencillo como escribir una nota breve a un desconocido, que hay ruido de fondo en los trenes abarrotados y en el desamor cotidiano, que todo lo que decimos puede ser usado en nuestra contra cada vez que nos perjudique un veredicto, que cada palabra es el filo de las dos caras que acabamos viendo en cada espejo.

Me temo que no sé decirlo, que no sé explicar por qué la ternura y la amargura empiezan de distinto modo, pero acaban en lo mismo. Que no consigo encontrar la metáfora precisa para contar que una flor que se abre en la India puede provocar un huracán después de un concierto de Danza Invisible…

¿Será verdad que si no tienes a quién contárselas, las cosas se olvidan? Hay que contarlas y exponerse a que te ofenda que me parezcas fría, hay que contarlas y arriesgarse a la lástima de que te quedes justo después de que sea mejor que cada uno duerma en su cama, hay que contarlas y lanzarse a la ferocidad de las explicaciones infinitas…

O quizás sea mejor no contarlas para que se olviden.

Despedida (I)

Deudas pendientes

Si no hubiera nacido Serrat, si no se hubiese atrevido a cantar delante de una muchedumbre desconocida, yo no sería como soy.

El mundo que transitamos emite señales continuamente. Señales que encontramos o nos encuentran, que percibimos o que ignoramos en el tumulto de indecisiones con el que pasa la vida.

Algunas, sobre todo las que, por un cierto azar de cercanía, reconocemos enseguida, nos dejan marca permanente. Un acuse de recibo que se le devuelve a la vida, a veces, en el mismo instante y, a veces, mucho después de que acabe la urgencia de un conflicto y empiece la del siguiente.

Nos deforman o nos conforman, nos reconfortan o nos inquietan. Nos reforman y nos transforman, pero no les damos crédito hasta que -¡qué pronto pasa el tiempo!- son tan evidentes que no reparamos en ellas.

Si Lorca y Juan Ramón no hubieran sido poetas, si no supiera quiénes son Mortadelo, Forges, Mafalda o Julio Verne; si no conociera el nombre de la rosa, que el coronel no tiene quien le escriba, que hay una edad prohibida y que no es poco que amanezca, hoy no me gustaría este cielo color gris invierno que asoma por entre la niebla.

Aunque puede que este lejano razonamiento no te parezca acertado. Porque la distancia con la que se piensan las causas emborrona un poco la claridad de los efectos. Así que me acercaré un poco más con otro ejemplo.

Si tú no fueses como eres, yo no sería como soy. Si no me hubieses mirado nunca, nunca habría visto lo que ahora veo en ti a todas horas. Si tú no quisieras leerme, yo jamás habría podido escribir lo que he escrito.

Esta es otra de las tantas deudas que tengo contigo. Y quedan por venir algunas más, esparcidas en instantes en los que aún ni siquiera sabes que estarás y yo ni siquiera sé si seguiré siendo el mismo.

Sólo me queda decirte que no las olvido.

Preguntas

Después de tantas despedidas, después de la montaña rusa, después de agotado el sol. Después de este intercambio en zigzag de corazones y picas, después de tantos vaivenes, después de tantas idas y venidas, se desató el error. Debió ocurrir en un cambio de guardia, cuando el adolescente interior se sale de la garita a amasar el humo y a estirar los dedos sobre las teclas.

Entonces cometí un desliz imperdonable al preguntarle, con un humor absurdo al que ahora no le veo la gracia, si tenía previsto olvidarme.

-De momento, no -contestó, y enseguida cambió de asunto.

Sobrevino de golpe el nudo, sonaron las alarmas de luz naranja y el reloj se interpuso para darme un respiro que no podía ocultar que encerraba una excusa imposible. ¡Qué puñetera manía suya la de la sinceridad! ¿Qué le hubiera costado mentirme?

Matemáticas (y III)

Cuatro palabras

Esto son cuatro palabras. A las que añado, no sé si por inercia o por una fuerza interior que me lo dicta, otras veinte.

Sólo digo tres y avanzo pasitos por otro renglón, hasta que alcanzo la idea evidente tras la número diecinueve.

No me gusta contar los instantes. Seis palabras para decir lo más importante, siete para dejarlo claro y once para que no quepa duda. Cuatro para esta pausa.

No me gusta contar palabras, prefiero que sean ellas las que me cuenten a mí.

Cien palabras para un instante. Cien palabras, dichoso número. Hubiera preferido que desearas mil.

Soy una hipótesis

Por mi condición de hombre, preguntas por el canalla, temes al mentiroso, te guardas de mis silencios y te escondes en ese lado femenino al que nunca llego. Te burlas suavemente, a veces, de mi falta de destreza y, otras veces, de la fuerza que no tengo.

Y yo, sin embargo, sé que no puedo con la carga de arrastrar mis ruinas, que convierto en bengalas mis pupilas dilatadas por la fiebre, que me agazapo en tus palabras para darte el espacio convenido. Y yo, sin embargo, vivo en tu lado masculino.

Por mi condición de solitario, estiras el hilo hasta que cruje el poliuretano, te abalanzas en pastillas sobre mis noches en vela, haces tartamudear los teléfonos en los semáforos impacientes y exhibes el confort de tu paraguas de manos justo después de cada lluvia que me cae.

Y yo, sin embargo, te agarroto los pentagramas de la deriva, engarzo libélulas en tus mejillas inmaculadas y voy devanándote madejas infinitas de versos, mojados en la tesitura de voz de un alcohólico sin nombre.

Por mi condición de desparejado, te desligas de los pliegues caóticos de las sábanas de la vigilia, te vendas los ojos fosforescentes en los porteros automáticos de la tarde y me escondes los vaivenes del buzón con las ofertas de la semana.

Y yo, sin embargo, apenas llego a la entrada de los anillos, en vano me diluyo en la sopa cotidiana de la pereza y me escindo en caminatas contra el colesterol que no resuelven ni el anuncio del sudor ni la parsimonia de las pestañas.

Por mi condición de tipo con letras, me miras como a una metáfora rota por el abuso, me tocas las rimas hasta que se desafina el mensaje, me enciendes el destino con un vaso de agua. Me espantas la lujuria embotellada en pronombres y me encandilas los poemas con la luz de las pantallas.

Y yo, sin embargo, tecleo mansamente los sueños de cuarenta y siete peces de acuario, recito las vísceras de los doce candelabros que se han ido apagando poco a poco en la cena y remuevo progresivamente las trescientas sesenta y cinco tazas de soledad con leche que me ha tocado digerir en la escena del hombre tranquilo.

Y yo, que dejé de ser una incógnita para convertirme en incertidumbre, a fuerza de estar en las condiciones en las que me ves, ahora soy una hipótesis. Una intrincada hipótesis genérica que busca descansar en un teorema.

Para demostrarme la vida palmo a palmo, tanto me busco como contraejemplo en los días sin conciencia, que llego a las noches por reducción al absurdo y al espanto.

Y tú, sin embargo, no me preguntas nunca por ti, que eres las alas rotas de mi condición de pájaro. Condición de pájaro que no sabe soplarle con ausencia a tantas velas, en un solo cumpleaños.

Matemáticas (II)

Cuentas

Estaba haciendo cuentas, siempre se le dieron bien, desde muy niño. Los números no tienen alma, sólo un orden estricto, y él maneja bien las cosas sin espíritu.

Estaba haciendo cuentas, sumando las columnas, con una mano en el debe y con otra en el haber. Pero estaba distraído o es que aquellos números cambiaban de sitio cada dos por tres.

Estaba haciendo cuentas, empezando una y otra vez, porque perdía la cuenta y se le trababan los dedos cuando pasaba de diez. Y vuelta a empezar.

Estaba haciendo cuentas, casando minuciosamente las dos filas, llevándose una con él, repartiendo la vida entre el deber y el haber. Pero no coinciden las sumas, siempre queda algo por poner.

Estaba haciendo cuentas, intentando igualar los montones. Pero los números nunca contienen el alma de lo que se puso en ellos y, por eso, cuando cuenta con los mismos dedos que tocaron el cielo, siempre le toca perder.

Cuenta atrás

Cinco maletas sobre la cama parecen desplegar un adiós sereno cuando decidimos clasificar en ellas los recuerdos. Las palabras caben en una, los gestos en otra y en la tercera el equipaje de sueños que trajimos de nuestros viajes hasta el fondo de los ojos. Otra para las huellas que quedaron en la piel y en el corazón. Aunque dudo que en la última quepan los detalles completos de todo eso que nunca quisimos llamar amor.

Cuatro esquinas tiene la suerte, cuatro esquinas que hemos rozado, pero en ninguna hubo espacio suficiente para retener lo que tuvimos en las manos. Cuatro esquinas, cuatro labios, cuatro vidas y un solo mundo, forman un laberinto despiadado del que cuesta mucho salir aun sabiendo exactamente por dónde anda el hilo que dejamos abandonado.

Tres colores son los que invaden el dibujo de sombras que hay trazado en las retinas. El negro de la noche de tus ojos, el rojo ansioso de tus labios y el azul celeste de las nubes etéreas que modelamos y de las que tan difícil es salir indemne.

Dos finales tienen todas las cosas, dos finales contrarios. Que, en el fondo, son el mismo, porque recuerdo y olvido siempre se acaban uniendo en el infinito con la ausencia que los ha provocado, la que les da y les quita sentido.

Una noche de éstas acordaremos, no importa quién dé el primer paso, que hay que empezar a huir hacia fuera, en lugar de seguir esperando. Que el mundo, a veces, encuentra a quienes salen a buscarlo, pero nunca a los que se quedan quietos. Una última lágrima te consiento, sólo una: la de saber que sólo se pierde lo que no se puede guardar.

Nada… Y después, nada… Azar… Porque tú ya sabes que no hay camino. Que se hace camino al azar.

Número quince

Con el móvil pegado a la oreja, a resguardo del frío que conquista la tarde cuando el sol huye acobardado, espero respuesta…

-Ya estoy en lo de la tinta, dime…

-Me hace falta el cartucho número quince de HP -contesto mientras pienso ” ¡Qué suerte que estuvieras en la tienda! Así me ahorro un viaje” …

-¡Uf! A ver. Sí, aquí están… espera… diecisiete, cuarenta y dos, veintiuno, veintidós… no estos de aquí son cincuentas… Pues no… ¿Te compro mejor el diecisiete? Es ”trú color” …

-¡No, no! Si el que busco es el quince, que tiene sólo negro.

-¿Prefieres el treinta y dos? También es de color.

-¡Nooo! Es que es para una impresora que sólo acepta el cartucho número quince.

-¡Ay, mira, no sé! ¡Pues el treinta! Ese sí está aquí. Además, durará más… digo yo…

-¡Déjalo! Déjalo y no me traigas ninguno, es igual.

-¡Bueno, bueno, no te cabrees conmigo! Encima que te hago el favor…

No pasaría esta escena, del anecdotario no escrito, ese que todos llevamos de cabeza, al pasadizo secreto de este laberinto, de no ser porque, después de sucedido, me ha recordado las muchas veces que nos empeñamos, hasta la angustia incluso, en darle a los demás exactamente lo que no necesitan.

Porque, seguramente, somos capaces de querer a quienes nos aprecian. Pero es bastante raro que acertemos cuando y, sobre todo, cómo. Por otro lado, ¿qué pedirle a los demás cuando ni siquiera nosotros sabemos lo que nos falta?

Es muy posible que, lo más sensato, sea darles, sencillamente, lo que tenemos, lo que sabemos dar. Y que ellos nos vayan orientando. Así podría ser todo mucho más simple, pero ¡qué frío es el orgullo y cómo quema el fracaso!

Para curiosos, y para amantes del melodrama, añadiré que, al final, hubo cartucho. Pero no he podido verle el número… Venía envuelto en un abrazo.

Matemáticas (I)

Blanco y negro
Dicen las estadísticas
las verdades más frías
y las mentiras más candentes.

En ellas se refugia
la ignorancia de las cosas
escrita con números rígidos.

Se aturden milimétricamente las certezas
con palabras esdrújulas y genuflexas
que adoran al dios minúsculo
que nos quiere idénticos a todos.

El alma se reduce a dígitos,
a fotogramas ínfimos de una vida extensa,
a indicios de un silencio consabido
que nadie pronuncia,
al término medio inexistente
en lo implícito de las conciencias.

Y puede ser que acierten,
que la mezquindad del mundo
sea la leche más mamada,
que no seamos más que números
que bailan en una tabla
y que el corazón de los hombres
haya sucumbido a las matemáticas.

Puede ser que acierten con su catalejo
y que yo, viviendo a simple vista,
y mirándote como te miro, absorto,
no entienda la desviación típica
ni la frecuencia con la que los otros
puedan sentir lo mismo que yo siento.

O será que es que no comprendo,
por culpa de este absurdo romanticismo
con el que miro hacia el brillo de tus ojos
—o será que no quiero entenderlo—,
que los colores del mundo que veo contigo
puedan estar escritos en blanco y negro.

Cien

La besó. Cerró los ojos y la besó. La beso cien veces pequeñas, cien veces grandes, cien veces contando hasta doce y luego doce veces contando hasta cien.

La abrazó cien veces por cada lado y el mundo se apagó cien veces. Entonces sintió en cien hombros su cabeza y cómo su cien veces calor iba derritiendo el vacío que le congelaba por dentro. Sus brazos rodearon cien veces su cuerpo, cien veces sus brazos y un sólo cuerpo que abrazar tan desde dentro que cien veces se le olvido respirar.

La acarició con un dedo lentamente, trepó por su vientre hasta la suavidad de sus senos y quiso quedarse en ellos cien veces. Cien veces recorrió con los labios el perfil de su cuello cien veces suave, cien veces tierno. Con su cien veces lengua quiso quedarse en la humedad de la huella que fue dejando al descubierto en su piel.

Quiso meterse en ella cien veces por su oreja, cien veces por sus labios, cien veces por su pelo. Cien veces quiso moldear sus piernas, cien veces quiso no dejar de tocar el cielo. Ella decía o reía besos, suspiraba o entornaba caricias, pulsaba o retenía el tiempo.

Entonces él la beso. La besó cien veces, sabiendo que eran las últimas cien lenguas de este año cien veces difícil y cien veces año. Pero aunque se escanció en cien besos grandes y en cien besos minúsculos, ninguno de ellos fue el último, ni le agotó la sed.

Aún le quedan cien labios que abrir y cien ojos que cerrar en el próximo beso.