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Ahora sé que envidio profundamente a quienes no han contraido aún la enfermedad de la videncia.

La fui adquiriendo sin darme cuenta, casi como el otoño desenvuelve hoja a hoja su regalo de invierno. Se aspira una gran dosis de melancolía por los poros que luego se exhala hecha desdén hacia todo.

Se acaba la energía, porque cuando se mira a ese final que uno ya sabía, se terminan enseguida las ganas de continuar en pie y da mucho sueño la vida.

No es su juventud lo que envidio, sino su inconsciencia, su creer que las cosas pueden durar para siempre, la pertinacia de su trama en busca de un desenlace repetido. Envidio ese momento de mirar al mundo cuando se ve de mayor tamaño la posibilidad que los contratiempos.

Es cierto que los no-videntes no invitan nunca en el restaurante y aguantan mejor la resaca del día después. Te engañan mientras te seducen, igual que hacemos nosotros, pero quiero creer que no se les queda este amargo regusto metálico en la boca cuando tienen que desdecirse, igual que hacemos nosotros, al cabo de un rato.

Quisiera desprenderme de este don que ahora tengo, para que no se me haga evidente el asesino de las películas, para vivir de pie el último minuto de los partidos, para olvidar el nombre de los trenes que ya perdí y seguir buscando asiento libre en ellos.

Desprenderme de este lastre y concentrarme en lo que estoy haciendo, en lugar de ordenar los asuntos por su resultado y clasificarlos por el esfuerzo. Desestimar los méritos, especialmente los que no me corresponden, y huir de ese país para viejos que llamamos dignidad para llorar a moco tendido las derrotas.

Quisiera dejar de ser vidente y olvidar el nombre de todas las piedras con las que tropiezo insistentemente, no estar seguro de nada sin que se me atraganten las incógnitas, no despedirme de nadie definitivamente y seguir esperando los años venideros.

Poder fingir que es amor este acostumbramiento, jurar que es vida este caminar en círculos, encubrir dos soledades dentro de un nosotros. Y volver a hacer el ridículo sin saberlo.

Quiero dejar de ser vidente, pero no volver a empezar, sino seguir tranquilamente por donde iba, poder quitarnos la i griega del título y apurar el vino hasta alguien diga: «Ups… ya no queda». 

El jugador
Habitaba un infierno íntimo y clausurado,
sin por ello dar muestras de enojo o contrición.

En el club le envidiaban el temple de sus nervios
y el supuesto calor de una hermosa muchacha
cariñosa en exceso para ser su sobrina.

Nunca le vi aplaudir carambolas ajenas
ni prestar atención al halago del público.

No se le conocía un oficio habitual,
y a veces lo supuse viviendo en los billares,
como una pieza más imprescindible al juego.

Le oí decir hastiado un día a la muchacha:
Sufría en ocasiones, cuando el juego importaba.

Ahora no importa el juego. Tampoco el sufrimiento.

Pero siento nostalgia de mi antigua desdicha.

Al verlo recortado contra la oscuridad,
en mangas de camisa, sosteniendo su taco,
lo creí en ocasiones cifra de cualquier vida.

Hoy rechazo, por falsa, la clara asociación:
no siempre la existencia es noble como el juego,
y hay siempre jugadores más nobles que la vida.

(Carlos Marzal)

El arte de amar

Alternativamente, en una secuencia que se repite en espiral, siento que estoy enamorado o noto que me falta algo.

Cuando me siento enamorado espero recibir, pero nunca consigo averiguar el qué. Porque la droga de las pieles se atenúa con la persistencia de las dosis y dejan de sonar los truenos como en una tormenta que se aleja.

En cambio, cuando noto que me falta algo, tengo ganas de dar, pero tampoco soy capaz de saber a quién. Suceden los truenos por dentro, yo soy la tormenta y no encuentro dónde llover.

A veces las tormentas te pillan en el desierto, temes que un rayo te parta y respiras agitadamente. Pero otras veces, mientras miras muebles en una tienda, la manta de agua parece como si no fuera contigo, ajena, inofensiva, simple.

El deseo, que va y viene sin control aparente, cuando se anuncia se estropea como el final de los veranos. Ofrecerlo no es sinónimo de acertar, porque lo que se pone en bandeja se convierte en rutina rápidamente y deja de interesar; pero es que negarlo levanta barreras altísimas e invisibles y se acaba buscando en otro lado.

Algunas veces me siento enamorado y, otras veces, alternativamente, noto que me falta algo. Y me resulta imposible calcular una cara de la moneda mientras estoy en la otra, porque cada vez es la primera vez, aunque imagine a colores y sobre papel satinado la importancia de lo que no hice.

Decirlo es siempre un punto de inflexión, porque después de las palabras no se puede actuar como después del silencio. Si no lo hubieras dicho, si yo lo hubiese dicho de otro modo, de haberlo callado… Contarse es inventarse para el otro, impedir que te conozca a su modo, pero callarse es dejar que te invente en el aire, sin más posibilidad que la de luego esperar el desencanto.

Así que a veces me siento enamorado y, otras veces, noto que me falta algo. Pero me temo que no es alternativamente, sino a la vez.

Quizás la cura sea engañarnos -no pongas esa cara, que es algo que está a la orden del día-. Engañarnos o, mejor dicho, seguirnos engañando, mutua y alternativamente, y aceptar que siempre nos falta algo. Hasta cuando nos amamos de memoria.

EN LOS DIAS DE LLUVIA
II

… Yo recuerdo
los primeros abrazos, solitarios,
a la pared pegados,
huyendo de la lluvia
de una vieja ciudad,
recién enamorados todavía,
felices y nerviosos.

O la humedad imprevista de tu pelo
empapado de amor y de tormenta
en los campos abiertos
igual que nuestros cuerpos a la furia de agosto.

Y las noches de paz malhumorada
donde el amor pugnaba sobre el frío,
tiritando debajo de las nubes
sobre un lecho de escarcha.

Y recuerdo
la lluvia mansa, lenta, que araña los cristales
como araño tu piel,
de la misma manera que el tiempo nos araña
una vez descubierto
que también es hermoso amarse en la memoria
y en la complicidad.

Abramos el balcón,
aullémosle a la luna
estirados de cuerpo para arriba,
hermosos como lobos
que ahora entienden el rumbo del que vienen,
que ahora saben el tiempo en el que habitan.

Es una luz distinta
la de estos contornos.

Sobre tu piel se aplastan
las gotas de la lluvia
y la tierra se extiende manchada como un tigre.

(Luis García Montero)

Un día perfecto

Desde dentro cualquier guerra parece un juego de niños con pistola. Un balón que se arrebata, una estrategia comercial alrededor de un pozo.

No hay tiempo para pensar en la barbarie y en las ruinas. La vida se resume en acertar el lado por el que sortear las vacas muertas.

Uno se olvida de que el traductor tiene familia en el centro del huracán y los días pasan transitando caminos polvorientos en busca de una cuerda.

Porque una cuerda que se rompe es la clave del drama, una pelota escondida en la masacre, un perro condenado a muerte por soledad.

Porque tu ex aparece para recordarte que jugar es lo que haces siempre, como si la vida no fuese en serio y pudiera pararse la guerra para elegir entre salmón y beis.

He empezado diciendo desde dentro porque suele confundirnos la rutina de los días, el devenir de los acontecimientos se empecina en no dejarnos mirar alrededor y nos parece estar dentro. Pero cuando todo, la bandera, los cadáveres, el perro, desaparecen al compararlos con una cuerda, la realidad es que estamos fuera.

Es difícil distinguir entre ser espectador y cooperante, tan difícil cómo saber si estás fuera o dentro, tan complicado como querer entrar estando fuera, tan jodido como querer salir sin que se enteren los vecinos.

Supongo que hay que mirar alrededor e imaginar lo que pasaría si uno abandonase la trama, hacia dónde cambiaría de sitio el dolor que se rezuma. Supongo que poder abandonar el campamento, poder salir a la calle mientras suben los títulos de crédito, te coloca fuera del todo aunque haya un pellizco del corazón que se te quede doblado.

Supongo que volver cada uno a su vida es síntoma de que un día perfecto no puede ser perfecto si no desemboca en otro más perfecto todavía. Y aunque reconozco el mérito, el gran mérito de querer quedarse, de creer que se ayuda, entiendo que poder irse lentamente es lo mismo que estar fuera.

Uno nunca sabe dónde está. Y siempre sobrecoge creerse dentro y averiguar que se está fuera, completamente fuera, tan lejos… que ni siquiera es necesario irse: basta con colgar el teléfono.

O dejarse llover, como se deja llover esta mañana de domingo de otro día perfecto.

Un día en la penumbra te enamoras de tu amor imposible.

Una breve charla, si acaso una mirada, una sonrisa leve,
un levísimo guiño inolvidable
y cae el azul entero de cielo sobre tu alma
y desfalleces de la dicha,
llueve la luz en tus adentros.

Sabes que es un amor imposible.

Sabes que no hay manera de cruzar una vida con la otra,
que, acaso, fue una fortuna que un día tocaras a tu amor imposible.

Pero también sabes que es imposible tu amor,
que no lo verás más,
que el amor que le tienes a tu amor imposible
no necesita a tu amor imposible,
que amas a una quimera que un día se encarnó debajo de la piel
más lejana y que más amas.

(Darío Jaramillo Agudelo)

Adios, Mr. Williams

Ahora que me voy a Nueva York, podría decirte que quizás nunca sea tarde para vivir la vida que realmente quieres vivir. Podría ser la verdad o sólo otro puñado de mentiras.

No puede ser que no sea nada, no me lo creo. Te conté mi infancia y mis secretos, me hablaste de tu madre, ¿cómo es posible que puedas tener sexo y no me dejes abrazarte?

He perdido a mi mujer por ti, el empleo, la simulación que me ha costado crear sesenta años.

No puede ser que no sea nada, no me lo creo. Te he lavado la ropa y te la he planchado, he escuchado tus bobadas, he aguantado tu frialdad, ¿qué vas a hacer sin mí?

Contra la violencia no basta el dinero, contra los recuerdos no es suficiente un ataque al corazón, contra el vacío no sirve disimular que no miras el móvil a cada cinco minutos.

No puede ser que no sea nada. ¿No vas a hacer nada para que funcione? No funcionó desde el principio, nunca ha funcionado. Pero mi vida ha cambiado hacia nadie sabe quién.

No puede ser que no sea nada, Mr. Williams, otra historia más de homosexuales, otro capítulo de la amargura, otro episodio de la casualidad, otro espectáculo del rencor y del deterioro. No puede ser que no sea nada.

Cuando se pone todo, no puede ser que no sea nada para quien lo pone. Muchas gracias por todo, Mr. Williams, Jack, Profesor chiflado, Patch, Peter Pan, Señora Doubtfire, Cadillac Man, Hombre bicentenario, Garp, El hombre más enfadado de Brooklyn.

Nos vemos Más allá de los sueños, en algún Despertares, dando los buenos días a Vietnam, en una Jaula de grillos, recitando en el Club de los Poetas Muertos o enredados en la Memoria de los muertos.

Ha sido mucho.

Mucho más allá
¿ Y si nos vamos anticipando
de sonrisa en sonrisa
hasta la última esperanza?
¿Y qué?
¿Y qué me das a mí,
a mí que he perdido mi nombre,
el nombre que me era dulce sustancia
en épocas remotas, cuando yo no era yo
sino una niña engañada por su sangre?
¿A qué , a qué
este deshacerme, este desangrarme,
este desplumarme, este desequilibrarme
si mi realidad retrocede
como empujada por una ametralladora
y de pronto se lanza a correr,
aunque igual la alcanzan,
hasta que cae a mis pies como un ave muerta?
Quisiera hablar de la vida .

Pues esto es la vida,
este aullido, este clavarse las uñas
en el pecho, este arrancarse
la cabellera a puñados , este escupirse
a los propios ojos, sólo por decir,
sólo por ver si se puede decir:
«¿es que yo soy? ¿ verdad que sí ?
¿no es verdad que yo existo
y no soy la pesadilla de una bestia?».

Y con las manos embarradas
golpeamos a las puertas del amor.

Y con la conciencia cubierta
de sucios y hermosos velos,
pedimos por Dios.

Y con las sienes restallantes
de imbécil soberbia
tomamos de la cintura a la vida
y pateamos de soslayo a la muerte.

Pues esto es lo que hacemos.

Nos anticipamos de sonrisa en sonrisa
hasta la última esperanza.

(Alejandra Pizarnik)

Felices 140

Envidiamos la vida de los demás o nos da pena, sin punto medio.

Ni siquiera los amigos se salvan de la dicotomía. El éxito es un asunto turbio, tan turbio que a nadie le parece suficiente el propio y demasiado el ajeno.

Compararse por milésimas es salir siempre derrotado. Porque nadie es perfecto, porque no hay ninguna vida inmaculada y los demás, por poco que tengan, siempre tienen algo que nosotros queremos.

Es la cruz del deseo y también el lado oscuro del amor y de las otras cercanías. Que, ver la mariposa a través de una lupa, la vuelve horrenda, y podemos echarle en cara con asco premeditado los pelos de sus patas ignorando sus alas de colores.

A simple vista, nos queremos, no cabe duda. Lo malo es que las dudas siempre acaban por caber. Y si hay dinero de por medio, caben y crecen hasta que sobresalen.

Me gusta creer que no hay nadie mejor que otro, que son muchas y muy distintas las maneras de vivir el tiempo del que disponemos y que, cuando uno compara su mochila con las de los demás, acaban por pesar lo mismo.

Pero empiezo a pensar que tal vez sea cierto que la poesía no existe, que elegir entre principios o finales no es resignarse, que la cruda realidad es la única manera de ver el mundo tal y como será más tarde o más temprano.

Empiezo a pensar que la soledad y la libertad se parecen como dos lágrimas, que el amor y el sueño se desinflan del mismo modo y por los mismos métodos, que vivir no es más que irse preparando un buen entierro.

Empiezo a pensar que veinte millones son una razón suficiente para venderse, que el egoísmo es la mayor de las virtudes ciudadanas, que el equilibrio de Nash es el único verdadero.

Y empiezo a pensar todo eso porque creo, me veo, diciendo todo lo que dicen ellos, respondiendo todo lo que ellas responden, haciendo la vista aún más gorda que la cuenta corriente y cambiando afecto por liquidez.

Debo ser un hombre triste, Elia, y no sé en que parte del camino me dejé la humanidad que sé, a ciencia cierta, que una vez tuve.

Lo que no empiezo a pensar, sino que hace ya mucho que entendí, es que la memoria volverá a protegerme decorándome las paredes con olvido Feng Sui, insertando en mis estantes algunas frases cohellistas y llenando mi facebook de «likes» a favor de los leones y en contra de los desahucios.

El pozo salvaje
Por más que aburras esa melodía
monótona y brumosa de la vida diaria,
y que te amansa;
por más lobo sin dientes que te creas;
por más sabiduría y experiencia y paz de espíritu;
por más orden con que hayas decorado las paredes,
por más edad que la edad te haya dado,
por muchas otras vidas que los libros te alcancen,
y añade lo que quieras a esta lista,
hay un pozo salvaje al fondo de ti mismo,
un lugar que es tan tuyo como tu propia muerte.

Es de piedra y de noche, y de fuego y de lágrimas.

En sus aguas dudosas
reposa desde siempre lo que no está dormido,
un remoto lugar donde se fraguan
las abominaciones y los sueños,
la traición y los crímenes.

Es el pozo de lo que eres capaz
y en él duermen reptiles, y un fulgor
y una profunda espera.

En tu rostro también, y tú eres ese pozo.

Ya sé que lo sabías. Por lo tanto,
Acepta, brinda y bebe.

(Carlos Marzal)

Con amor, Rosie

Querido Alex:

Supongo que el amor es un modo de perderse de vista mirando a otro, una forma de vivir otra vida y tirar la propia al contenedor gris.

Supongo que el amor es un modo de confundir nuestros defectos con virtudes que sólo existen en los libros, una manera de sellar los negocios siempre con pérdidas.

Supongo que el amor es un modo sencillo de separarse de aquellos a quienes queremos acercarnos, una manera de construir montañas de arena con un grano.

Supongo que el amor es un modo de querer dejar huella sin pisar la playa, una manera de embarazarse sobre sí mismos, un proceso para convertir ausencias en rencor mal digerido.

Supongo que el amor es un modo desesperado de interponer la memoria entre tu olvido y el mío, una forma de desear lo que se tiene, un pago atrasado de ferhormonas que siempre se deja a deber.

Supongo que el amor es una forma de mentir y mentirse con sensatez, un modo de decir y de decirse la verdad incompleta, una consecuencia de no estar seguro y parecerlo, un equivocarse de botón repetidamente aun sabiendo desde el principio cual era el correcto.

Supongo que el amor es un modo de terminar mal y sin fin, una manera de empezar tropezando con el comienzo, una demostración de que han pasado los años sin que nos diéramos cuenta.

Supongo que el amor es una manera de pronunciar lo que no se dice, una forma de escuchar lo que nadie pronuncia, un método para decir eso que nadie escucha.

Supongo que el amor es un modo de adorar las palabras que no salen de los labios, una maniobra para abortar el programa previsto, una estrategia de medusa transparente contra la playa, un tiempo para soñar completamente sonámbulo.

Supongo que el amor es un modo, el mejor modo, de estropearlo todo y, al mismo tiempo, de darse cuenta de que no ser perfecto no significa estar roto.

Supongo que el amor es un modo de colocar a destiempo los puntos y las comas, una táctica para alejar las cesuras de la respiración de los versos. Supongo que el amor es un modo de escribir en otro idioma y una manera de leer traduciendo mal el tiempo de los verbos.

Pero yo no sé nada de todo lo que he dicho, querido Álex, sólo lo supongo. Quizá es que el amor no es más que un modo de suponer. 

Llámame si supones lo mismo.

Con amor, Rosie.