Corazón en semáforo

Ocurre que cualquier día insospechado
al ir andando no sé por la casa
o por la calle
o en el trabajo
dejas el corazón sobre una mesa
o en un cajón
o en el semáforo
y sigues andando como si nada
o como casi nada
no lo nota nadie ni tus vecinos
ni tus amigos
ni la persona
que duerme contigo de vez en cuando
o muchas veces
o casi siempre
y tus pasos se vuelven torpes lentos
o vacilantes
o inesperados

las palabras te salen muy pastosas
o incoherentes
o timoratas
y miras siempre a lo lejos ausente
se vuelve denso el aire que respiras
en pequeñas caladas
y nunca sabes donde estás ahora
porque siempre estás como en otra parte
aunque fuera todo parece en orden
no estás enfermo
ni deprimido
ni medio loco

y así van pasando lentas las horas
se confunden unos días con los otros
se te escurren de las manos los platos
o los papeles
o la cuchara
la luz las farolas se vuelve pálida
mientras vagas de noche como zombie
o alucinado
o confundido

hasta que un día cualquiera insospechado
cuando ya te estabas acostumbrando
a esa impalpable especie de indolencia
o de anestesia
o de desidia
te recuerdas hablando por teléfono
doblando la esquina entrando en tu casa
y al meter la mano dentro del bolso
o ceder paso
o escuchar una palabra escondida
te palpas sorpresa ha vuelto el latido
qué sé yo el pulso
la vieja arritmia
el corazón otra vez en el pecho
o en plena boca
o en la punta lejana de los dedos
y durante ese momento te alegras
te alivias respiras profundamente
como si al fin estuvieras completo

aunque luego después algo más tarde
recuperas la consciencia muy inquieto
o preocupado
o acongojado
porque notas lo grave del problema
y ahora no entiendes como has podido
aguantar tanto
olvidarte el corazón en la mesa
o en un cajón
o en un semáforo

Esperar

Una niña muy pequeña jugando en una playa de noviembre, una madre leyendo al sol sobre la arena. Unas fotos que inmortalizan el momento, una música que suena mientras las fotos flotan en el plasma y una frase, en una tipografía bastante cursi, que define la sensación: «Que se pare el tiempo».

Pero, como te iba diciendo, el tiempo no se detiene nunca y hay que recoger las toallas y las cremas y salir de todas las playas antes de que el sol se esconda y el frío ocupe el sitio que le corresponde en el calendario. Siempre hay que huir del escenario antes incluso de que la escena termine.

La felicidad es un pez que se escurre de las manos, una pompa de jabón que no resiste nuestro tacto sin romperse en mil pedazos y salpicarnos con sus gotas. No creo que ni la hija ni la madre hubieran previsto la magia de ese momento que después sucedió sin más, porque sí, más allá de todo control.

No sé cuánto dura la felicidad ni la forma en que vendrá a visitarme de tanto en tanto, nadie lo sabe. Una llamada, una foto, una conversación, una canción, una película, un beso, una forma de mirar, una lágrima, un sueño. Nadie lo sabe. Aunque lo que sí sé es que precisamente esa ignorancia que nos mantiene en vilo, con los ojos abiertos a reconocerla, es un regalo de la vida cuyo valor pasa desapercibido.

Porque queremos que venga, que venga ahora, que venga de unas manos en las que la ponemos, como si, la felicidad, estuviese afuera, lejos, escondida entre el devenir del mundo que nos rodea. Creo sin embargo, que la felicidad sucede dentro, que se traduce en un modo particular de mirar las cosas que vemos siempre, en una manera especial de sentir todo eso que ya sentimos con frecuencia.

Pero claro que tiene circunstancias y entorno y condiciones favorables o no. Claro que tiene sujetos y predicados, objetos y lapsos, vísceras y sueño. Nos pasamos la vida intentando provocar que venga, pretendiendo adivinar cómo, cuándo y con quién. Y el tiempo pasa y al final entendemos que siempre llega por sorpresa y que nos pilla sin afeitar, en el sitio más incorrecto, cuando más prisa tenemos porque toca irse hacia la siguiente obligación.

Pero, como te iba diciendo, no estoy de acuerdo en que no haya que esperar nada de nadie. Creo que la felicidad consiste, sobre todo, en esperarla, en hacer malabares mientras nos imaginamos cómo, en planchar la ropa que usaremos cuando llegue.

Y si luego no llega, y si luego llega y se va enseguida, a salir del escenario antes de que se derrumbe sobre nuestras cabezas, a salir de todas las playas con los pies llenos de arena, a recoger los platos rotos de la fiesta. Y a estirarse otra vez el corazón y las sábanas para que, cuando vuelva, no nos note las arrugas.

Como te iba diciendo, la felicidad consiste en esperarla, en imaginar un cómo, en fantasear con el momento, en soñar un con quién. Pero sobre todo, en reconocerla cuando sucede; porque puede estar pasando ahora mismo, en este rectángulo, mientras se escribe o se lee algún manifiesto como este con los ojos entornados, con la memoria incandescente y con la imaginación a todo gas.

 

 

Ligeramente acurrucada

A veces te imagino tendida como el horizonte, lejana, distante, inalcanzable.

A veces imagino que estás sentada aquí a mi lado y escucho tu voz claramente alegre discutiendo pequeños detalles de una cena informal en la que no se hace mención expresa al postre que nos asoma por los ojos.

A veces te imagino sacando la mano por la ventanilla y jugando con el viento que te alborota las ganas de hablar y te arremolina los pensamientos. Y me dices que ese no es el cruce, que tiene que ser el siguiente y yo te creo y seguimos viajando y me posas la mano en la rodilla distraidamente, como quien recuerda un acto de amor por sus iniciales.

A veces te imagino con los ojos redondos en el otro extremo de una sala abarrotada de gente que mira cuadros o esculturas. O que llegas cargada de bolsas en las dos manos, con los ojos bajos, como si no quisieras mirar a la cara de una cierta clase de dicha que has encontrado, aunque no estás muy segura de que lo sea.

A veces te imagino callada, desnuda, sobre la cama, ligeramente acurrucada de medio lado, dejando descansar la cabeza sobre tu antebrazo, liberando tu piel de la dictadura del deseo y dejándola esparcirse por entre las sábanas justo hasta el lugar en donde nace tu cabello que se desmelena y se me enreda entre los dedos.

A veces te imagino. Me gusta imaginarte y soy capaz de hacerlo tan bien que, a veces, después de haberte imaginado con todo detalle, tú misma sales convencida de haber estado aquí, a este lado de mis sueños, en este extraño doblez de la felicidad.

Regalos

Como te iba diciendo, estaba pensando en los regalos. Estaba pensando en los regalos por una cuestión de un poema que estaba revisando. Bueno, luego lo pongo por si alguien quiere leerlo.

Te iba a decir que ya nadie regala nada, que toda persona que entrega algo, por mucha generosidad que alegue, en el fondo siempre espera otro algo a cambio. A veces, ni siquiera es consciente de lo que espera; pero siempre que sucede un regalo, se pone en marcha un trueque.

Como poco uno espera que el regalo se acepte, incluso que se agradezca. Uno espera que a los cumpleañeros les guste la camisa o la corbata, que los se casan no tiren a la basura el horroroso buda de porcelana que se les encasqueta, que busquen corriendo un gran jarrón para poner en mitad del salón el ramo indiscreto.

No se escapan de esta espiral de devoluciones aquellos que, en lugar de comprar, fabrican o inventan sus regalos y ofrecen, por el módico precio de algún gesto de complicidad, poemas recién aliñados, borradores de canciones o retratos al pastel, bufandas de colores digamos que insólitos, bizcochos adornados a lo masterchef… o, simplemente, besos educados y abrazos a media piel.

Pero todos esperan correspondencia. Quizá haya que modificar la palabra, de tanta transacción emocional a la que la sometemos, y encontrar otro término que realmente signifique ofrecer algo de forma completamente desinteresada.

A veces creo que la admiración sí que es desinteresada o, si no lo es completamente, tiene un interés demasiado complicado como para descubrirlo. Y, cuando creo eso, me pongo muy triste al darme cuenta de que puede que el único amor verdadero esté en el fútbol, porque uno sigue siendo de su equipo por mucho que les metan cinco y haya que echar al entrenador.

Habrá quien crea que esa nueva palabra ya existe y que se llama amor, aunque me temo que se equivocan romántica y completamente, pues no hay sentimiento ni acción que reclame con más avidez y menos flexibilidad el hecho de ser correspondido. Quizá, estoy ahora pensando, que mucho más desinteresado es el odio. O el olvido.

Así que creo que sólo puede llamarse regalo a esas personas que nos pasan por la vida de tanto en tanto y nos la despeluznan con un soplo. A esos momentos que nos trae el azar en los que el tiempo se detiene brevemente para crear una eternidad pequeñita que llevarnos a la memoria.

Así que, como te iba diciendo, creo que sólo puede llamarse regalo a todo eso que habremos de echar de menos, un día, después, cuando sea tarde.

Ticket regalo

El mensaje y la tinta
no son inalterables.

En la blanca memoria del papel
el paso agrio del tiempo los desgasta,
los trasluce,
se emborronan.

Su tipografía blanda se resiente
del polvoriento olvido acumulado
sobre el mueble
de la entrada.

Ya no puede leerse la fecha impresa,
desvanecida en puntos arbitrarios,
aunque mis ojos saben
que ese día fue redondo.

El fino suéter que venía en la bolsa
me quedaba demasiado ajustado
y nunca me lo puse
ni lo cambié por otro de otra talla.

Cuando el verano y el invierno se alían
en el zafarrancho de los armarios,
la prenda asoma por su cocodrilo
y nuevamente extraño
el don de tu mirada sobre mí
cuando ayer me lo imaginaste puesto.

Es la prueba tangible
de que una vez, desde tus ojos,
mi cuerpo te pareció tan delgado,
mis palabras tan de tu misma talla,
mi corazón tan tuyo.

Pero ocurre que el cuerpo y las palabras
y el corazón y la fibra
y el mensaje y la tinta
no son inalterables.

(Francisco Pérez, Cosas que se guardan, 2018)

Cine

Me gustan mucho las películas. Para mí el cine está hecho con la materia de los sueños y los sueños son el horizonte de la vida y la vida es insomnio. Así que, aplicando aquella propiedad transitiva que aprendimos en la escuela, podríamos terminar este embrolloso razonamiento diciendo que el insomnio es una película. O que las películas son un insomnio. No sé, creo que me he liado un poco, mejor lo dejamos ahí.

El caso es que como te iba diciendo, aunque me encantan las películas, odio el cine. Digo el cinema, el recinto oscuro que siempre tiene cierto aroma sudoroso y dulzón mezclado con la sal de las palomitas. Lo odio porque cuando se apagan las luces y me meto en la película (y si no me meto, no hago más que pensar en salirme aunque al final no me salgo), digo que cuando me meto en la historia y empiezo a notar como si los diálogos me salieran de la cabeza en lugar de entrarme por el oído, me siento como en casa. Y no hay nada más horroroso que sentirse como en casa en un sitio, en un tiempo, en una relación, que sabes que no lo es y que nunca podrá serlo.

No obstante, siempre hay quien me convence de acudir a alguna sesión, especialmente si se trata de una de esas películas que aparentemente la pantalla grande las mejora y que, por cierto, ni son tantas ni, en mi opinión, las mejoran tanto. Será porque yo puedo concentrarme en cualquier rectángulo (tendrías que verme escribiendo esto, aquí, retorciendo el chandal y el cuello en el sofá), en cualquier rectángulo digo, por pequeño que sea, y vivir en él una vida, aunque sea una vida que esté a medio escribir.

Me estoy dispersando, que es lo que me siempre me pasa con lo que no te estaba diciendo, y por si fuera poco, me parecen preciosas las canciones que tengo puestas de fondo. Así que te lo voy a seguir diciendo para ver si así me centro y puedo terminar.

Como te iba diciendo, me resulta difícil explicar qué es lo que hace que una película me guste o me deje fuera de juego. A veces es una frase del diálogo que dice que cada uno se muere como puede, otras veces la intriga de saber quien es el asesino y querer averiguar cómo se las va a ingeniar el director para sorprenderme; la trama de una tartera que se equivoca de destino, un personaje áspero que padece cáncer de boca, el absurdo que desvela un hombre brotando en un huerto de Albacete, una escena con edificios y espejos en Columbus o cómo entra la luz por la ventana de una pastelería de Tokio.

No hay regla fija sobre lo que me gusta de las películas, de las canciones, de las personas. Como tampoco hay regla fija para saber qué curiosos papelorios voy a guardar en los cajones y, mucho menos, para adivinar la peregrina o sentimental razón por la que los guardo, ni la minúscula casualidad por la que me los encuentro días, meses, años después.

Aunque lo que sí recuerdo con asombrosa claridad es el acto, la emoción que contuve, lo rápido que pasó el tiempo que duró. Y como te iba diciendo, a veces me da por escribir libros mientras aliso y desarrugo una entrada de cine en la que ya no se puede leer la fecha ni la fila de la oscuridad en que sucedió. Aunque sí que recuerdo, claramente, como si hubiera sido ayer, que mi butaca era la de tu izquierda.

Si bien es cierto, como ya te diré en otro momento, que nos inventamos todo y que la ciencia ya está en condiciones de demostrar que, lo que más nos inventamos, son los recuerdos. Así que puede que no fuese la butaca de tu izquierda, sino la de la derecha. Puede que tú no estuvieras y te confunda con otra persona. Puede, incluso, que quien no estuviese allí fuese precisamente yo.

 

Entrada de cine

Si la vida es cine o sueño,
si la memoria consiste en contarse
el mismo melodrama que parece distinto
cuando cada uno lo desordena a su modo,
si el tiempo también arruga la piel del celuloide
en el que una vez actuamos,
quizá no lo sabremos
hasta que vayan subiendo nuestros nombres
por los títulos de crédito.

Entretanto, me temo,
que se rueda la película sin red,
que el guión va cambiando de dirección
a cada momento, que no se puede
deshacer una noche americana.

Si pude, tal vez, dejar caer
disimuladamente mi brazo
alrededor de tu cuello,
si debí, quizás, susurrarte
palabras más acogedoras
que el riesgo de suponer un asesino,
si hubiera sido más necesario,
nunca se sabe, comentar
el café que nos tomamos
en vez de jugar a cineastas,
ya no debe importarnos.

Porque no puede rebobinarse la cinta,
ni rodarse otra toma de la escena
en la que cada uno tira para un lado,
ni cambiar un final por otro
de los tantos que cada quien imaginó.

Ya sólo se puede
guardar lo que queda de esa tarde
en aquella entrada de la fila diez
y de la butaca de tu izquierda,
y hablar lejanamente de películas
o de ir al cine de tanto en tanto
como si nunca hubiera
pasado nada.

Y solo esperar que se nos ilumine,
con un silencio o con un suspiro,
algún título borroso
con el que tropecemos
mientras todas las películas siguen,
si es que la vida es cine
o es sueño.

(Francisco Pérez, Cosas que se guardan, 2018)

Cómo hemos cambiado

Como te iba diciendo, claro que he cambiado. No hay nada más cierto que el hecho de que todo cambia, de que todos cambiamos, de que lo cambiamos todo aunque solo sea para que las cosas sigan igual.

En eso consiste la esencia del tiempo, en darse por cambiado. Si bien es cierto que para quien todos los días se mira en el espejo, a veces sucede tan despacio el movimiento que pasa desapercibido.

No tuve nunca especial predilección por visitar mis lugares antiguos, pero alguna vez lo hice por necesidad o por ese punto curioso que a veces nos empuja a asomarnos al abismo. Recuerdo, por ejemplo, aquella escalera de mármol que de niño me parecía inmensa, altísima, como si llevara a un sitio más allá del mundo. Y aunque sea la misma que entonces, ahora la veo desde más arriba, con otro concepto de las proporciones, añadiendo el punto de vista de quien ha ojeado en una revista las fotos de la casa de alguna estrella de Hollywood. Y ya no parece la misma.

¿Han cambiado la escalera de mármol, el dragón de ojos saltones, los ángulos rectos y muertos o las puertas del servicio del bar? Probablemente no y todo permanezca exactamente como fue, pero la luz es otra tan distinta, el calor de los cuerpos ha variado su meteorología lentamente, el reloj ha hecho estragos en los azulejos. Y siempre podemos aferrarnos al desencanto de comprobar que después de tanto terremoto se ven muy pocos desconchones en la paredes del corazón. Aunque también podría ser que esa porción de coquetería que todos tenemos asignada por defecto no nos permita enseñarlos.

Como te iba diciendo, claro que he cambiado, claro que hemos cambiado, claro que ni siquiera nos hemos dado cuenta de la paja en nuestro ojo hasta que no hemos visto la viga en el ajeno. Porque todo cambia, y en eso consiste la esencia del tiempo, aunque cambie tan lentamente que el movimiento sea imperceptible si no cambian de número los calendarios. Una lentitud imprescindible por otra parte, para que podamos creer la mentira de que somos quienes somos, para que no nos muramos a chorros bajo los efectos del vértigo.

No sé si dentro de la crisálida, el gusano es consciente de que acabará mariposa. Ni sé si es conveniente que la mariposa recuerde para siempre que antes fue gusano y que se arrastraba por lugares en los que ahora ni siquiera dejaría caer una pizca del polvo de sus alas de colores. No sé si los mismos ojos leyendo el mismo texto pueden recomponer el mismo estupor. De hecho, y aun siendo informáticamente idénticos, ni siquiera yo sé si este será el mismo texto que pasados unos años tenuemente recuerde haber escrito.

Como te iba diciendo, claro que hemos cambiado y no es de extrañar que no tengamos conciencia clara de hacerlo. Al fin y al cabo, uno no es como es, sino una mezcla compleja en la que apenas se distingue lo que recordamos haber sido, la manera en que los demás nos dicen que somos y esa necesaria mentira sutil de creer que sólo somos lo mejor de nosotros mismos.

Como te iba diciendo, por supuesto que he cambiado yo y por supuesto que tú has cambiado. Pero aunque nos hayan expulsado de la primavera y las ciudades nos cambien de domicilio, por entre medias de esa multitud con agenda que se nos suele atravesar por la vida, a pesar del tiempo y de todos sus cambios irreversibles, no te quepa ninguna duda de que donde quiera que estés te reconoceré enseguida.

Y déjame decirte que posiblemente entonces, necesite yo que también tú me reconozcas.

Nunca estuve allí

Estuvo allí. Había andado toda la tarde con esa urgencia que impide contar los pasos que se van dando y, después de una breve visita al médico para que le diera palmaditas en la espalda, salió de la consulta sin saber hacia donde.

El expositor de la tienda le condujo al espejo y el espejo hacia las greñas. Se vio desaliñado, como un Fernando Rey enquijotado, quizás no tan loco ni tan enjuto, pero igual de solitario. A pocos pasos de allí estaba la barbería de siempre y se decidió a ir. Ya iba tocando devolverle a la vida la levedad con la que nos la rellena.

Todo estaba lo mismo que las tantas otras veces. Música lenta y somnolienta de Elvis, colorines en jaulas minúsculas y un aparato lleno de polvo con canto de pájaros que el barbero añadía a la banda sonora de su vida para enseñar a los jilgueritos que amaestraba. «Todo es una escuela», pensó mientras preguntaba por su turno.

«Enseguida, ahora viene mi hijo», respondió el hombre por debajo del bigote, amable siempre a pesar de su gesto serio. Un poco como él, como tantos, como todos, porque el contenido de las cosas no suele ajustarse bien al envase.

No transcurrió mucho, pues apenas le dio tiempo a pensar en otra cosa que en ella y en la llamada que estaba esperando, cuando le invitaron al asiento sacudiendo con energía el trapo que le iban a poner a modo de mandil. No hicieron falta palabras para que se sentara donde siempre se sentaba y se dejara hacer.

Luego, dos palabras y un asentimiento, «¿cómo siempre?», y se quedó mirándose a los ojos, sonriendo por dentro al darse cuenta de que la pregunta correcta era imposible, «¿cómo nunca?», recordando haber estado allí tantas veces, intentando no ver la película que le hacía retroceder el pelo en la frente mientras la blancura del cabello se iba apoderando de los recuerdos.

¡Qué ganas de fumar! La música le entornó los ojos y el cepillo redondo lleno de talco le despertó por la nuca. Una presión en los hombros le anunció que todo estaba visto para sentencia y se levantó del asiento dispuesto a pagar la faena.

Se colocó las gafas, se produjo el intercambio de moneda y se despidió con tres palabras. Pero, antes de irse, con Elvis chorreando palabras tiernas entre silbidos de pájaros como volando alrededor, se miro en el espejo desde el umbral y no consiguió verse.

Encendió un cigarro al cruzar la puerta como si le sobrara aire, miró al sitio donde se mira cuando se está en otra parte, echó a andar como si tuviera un destino esperando y se fue pensando que no, que nunca había estado allí.

El silencio

Entre palabra y palabra, entre nota y nota, siempre hay un silencio. Como te iba diciendo, el silencio es parte del mensaje. Es la parte del mensaje en donde se pone el latido que falta, el espacio que aguarda relleno, el humo que queda por henchir.

La melodía va cambiando y ejerce una especial atracción para los sentidos. Se agria o se endulza, melosamente se restriega sobre el pentagrama de las horas hasta llegar a la niebla.

El ritmo es más insistente, más constante, la invariable del deseo que pulsa cuatro veces cada piel en un sólo compás. Y la armonía es un sueño que, si bien no es silencio, al menos nunca hace ruido.

Pero el silencio es donde se planta la raíz del mensaje siguiente, por donde crece el tronco que queda por abrazar; el silencio es el preludio del porvenir que uno no termina de creer que viene. El silencio nunca está completamente vacío.

Entre beso y beso, entre mano y piel, entre parpadeos de ojos contrarios que se buscan y se esperan, siempre hay un silencio, un silencio lleno del aire que se necesita para insistir. Un silencio de lágrimas rotas o de risas escanciadas en aquellos labios nacidos del sueño. Un silencio como vómito atascado, como ansiedad contenida, como párrafo por el que comenzar el relato de otra vida.

Como te iba diciendo, el silencio es, sencillamente, el anuncio de las siguientes palabras que necesitamos proferir o la barrera que interponemos para no querer oirlas y dejar que se pierdan en el trayecto.

Cuando la piel se traspasa con un roce eléctrico, cuando la memoria rebota cansinamente sobre el mismo pensamiento, cuando el corazón gime goteras, el silencio es esa extraña frontera que nos une y nos separa. Y por eso es siempre un arma de doble filo, una puerta que nadie sabe si sigue entornada. Una ventana que cuando se abre, ya nadie puede cerrar para impedir que entre frío.

Quizá debería pedir perdón por todos mis silencios, por todos mis silencios pasados, presentes y venideros. Pero es que yo sólo construyo silencios para echarlos abajo después, a destiempo, más allá.

Tal vez deba pedir perdón por mis silencios, pero no por el estruendo que se produzca al romperlos. A quienes no les guste mi ruido, les basta con no cogerme el teléfono.

El silencio (II)

El silencio
es un niño que busca flores secas
en el centro de un jardín forastero.
El silencio
está dentro del jardín,
huele en las flores secas,
reverbera en la búsqueda
y abre ojos de niño en la penumbra.

Se bambolea
con un lapso de blanca
al final de cada respuesta tibia.
Pasa un ángel, se dice,
pero solo es el viento
que ocupa su sitio
en todas las conversaciones rotas.

El silencio está en llamas,
la senda al rojo vivo
que hay que cruzar descalzo,
el silencio es la verja
que separa palabras
que nunca nos dijimos.

El silencio es una cierta ventana
que una vez que se abre
ya nunca más se cierra.

(Francisco Pérez, Cosas que se guardan, 2018)