Corazón en semáforo

Ocurre que cualquier día insospechado
al ir andando no sé por la casa
o por la calle
o en el trabajo
dejas el corazón sobre una mesa
o en un cajón
o en el semáforo
y sigues andando como si nada
o como casi nada
no lo nota nadie ni tus vecinos
ni tus amigos
ni la persona
que duerme contigo de vez en cuando
o muchas veces
o casi siempre
y tus pasos se vuelven torpes lentos
o vacilantes
o inesperados

las palabras te salen muy pastosas
o incoherentes
o timoratas
y miras siempre a lo lejos ausente
se vuelve denso el aire que respiras
en pequeñas caladas
y nunca sabes donde estás ahora
porque siempre estás como en otra parte
aunque fuera todo parece en orden
no estás enfermo
ni deprimido
ni medio loco

y así van pasando lentas las horas
se confunden unos días con los otros
se te escurren de las manos los platos
o los papeles
o la cuchara
la luz las farolas se vuelve pálida
mientras vagas de noche como zombie
o alucinado
o confundido

hasta que un día cualquiera insospechado
cuando ya te estabas acostumbrando
a esa impalpable especie de indolencia
o de anestesia
o de desidia
te recuerdas hablando por teléfono
doblando la esquina entrando en tu casa
y al meter la mano dentro del bolso
o ceder paso
o escuchar una palabra escondida
te palpas sorpresa ha vuelto el latido
qué sé yo el pulso
la vieja arritmia
el corazón otra vez en el pecho
o en plena boca
o en la punta lejana de los dedos
y durante ese momento te alegras
te alivias respiras profundamente
como si al fin estuvieras completo

aunque luego después algo más tarde
recuperas la consciencia muy inquieto
o preocupado
porque notas lo grave del problema
y ahora no entiendes como has podido
aguantar tanto
olvidarte el corazón en la mesa
o en un cajón
o en un semáforo

Estado provisional (León Benavente, León Benavente, 2013)
(cantando con Amaral)

No me crees

Desde la primera vez que escuché la canción, adiviné que necesitaba escribir todo lo que he escrito. Las siguientes veces, detenido sobre las rimas de su letra, creí entender el motivo de tal necesidad, aunque ahora sospecho que sólo entreví una de las mil caras del prisma.

Sucede, y ahora lo sé —quizá entonces también lo sabía, pero no quería creerlo—, que ningún efecto tiene una sola causa, que toda causa produce residuos; que ambos, causa y efecto, intercambian sus papeles en la química del corazón y en la mecánica de la cabeza.

Que de tanto mirar las estrellas por el telescopio para soñar con el sur, se olvida la mano que siempre coge el teléfono; que tanto aguzar la vista sobre el horizonte y sobre la utopía, disipa el efecto del párrafo cotidiano contado entre risas; que el ruido de las tareas que uno tiene apuntadas en la lista estropea la melodía de cualquier canción.

Que cuando la agenda se agita, las primeras en caer al suelo, para todos, siempre son las mismas citas. Que si lo difícil se olvida al conseguirlo, lo sencillo se convierte en rutina. Que el roce, al mismo tiempo, alimenta el afecto y lo destruye. Que es de aquellas mariposas del estómago de donde vienen ahora los gusanos.

Y que la distancia es el olvido. No te creía, pero ahora sí, lo confieso. Aunque seguimos sin estar de acuerdo: porque tú cantas que los kilómetros son la sustancia del olvido, pero yo afirmo, rotundamente, que los asesinos del afecto son los milímetros.

No sé si conseguiré convencerte para que me creas lo que hace mil textos que te explico: que sin ti, cerca o lejos, unidos o disjuntos, correspondientes o correspondidos, ya no me gusto.

Distancia justa

En el amor, y en el boxeo
todo es cuestión de distancia
Si te acercas demasiado me excito
me asusto
me obnubilo digo tonterías
me echo a temblar
pero si estás lejos
sufro entristezco
me desvelo
y escribo poemas.
Otra vez eros, 1994

(Cristina Peri Rossi, Uruguay, 1949)

No me crees (Efecto Mariposa, Complejidad, 2005)
(cantado con Javier Ojeda de Danza Invisible)

Distancias anteriores y espacios por rellenar:

Teléfono

Todo lo que escribo es cierto en el momento en que lo escribo, si bien también es cierto que al mismo tiempo es mentira. Porque todo lo que escribo ya lo escribieron antes otras y otros, con el mismo estilo o con uno diferente según la época o el siglo, con las mismas palabras consabidas o con palabras más antiguas, de aquellas anteriores a la extinción de los sinónimos.

Así, golpe a golpe, texto a texto, voy rellenando los huecos que me quedan en este papel lleno de tachones en que consiste mi vida y en esta conversación ininterrumpida que a veces sucede por teléfono.

Entonces, cuando se revisa la biografía —un ataque de nostalgia, una duda empedernida, un silencio interminable— el teléfono te devuelve el error exacto de la camiseta que no llevabas aquel día, la pregunta que dejaste respondida a medias, el punto escapado de su renglón y todas las comas mal puestas en cada frase de amor franqueadas en destino.

Todo lo que pongo detrás de un buenos días está siempre confundido con su correspondiente mentira o, en el peor de los casos, aturullado alrededor de supuesta literatura. Pero me consuela pensar que también a los antiguos escribas les salían torcidos los dibujitos de corazones que pasaban como un secreto a sus amores sin correspondencia en su papiro dobladito.

Nunca he dicho escrito nada nuevo y todo lo que he escrito dicho acabará siendo mentira cuando los números de teléfono de la esperanza cambien nuestros dígitos y cada llamada se resuelva en un problema de cobertura.

A pesar de todo, entretanto llegan los finales posibles y ya conocidos, quiero seguir llenando de siglas los siglos que vivo pendiente del aparato y de su nivel de batería, deseando que inventen un chip portentoso que nos permita comunicarnos con el pensamiento.

Porque entonces sabrás, a ciencia cierta, que no es mentira lo que te escribo y que no necesito teléfono para decirte siempre lo que siempre decimos todos, eso que siempre te digo.

Telefonía (Jorge Drexler, Salvavidas de hielo, 2017)

Otras llamadas varias y teléfonos a juego:

Paraíso

En el centro del paraíso, oculta tras un atardecer sonrosado, está la puerta del infierno. A un paso de la primavera se esconde el invierno que amenaza granizo.

A un milímetro de tu piel acecha tu ausencia hecha kilómetros. En el mínimo espacio que separa el pronombre te del verbo quiero, sucede el más amargo desconsuelo, real o figurado.

Es cierto que hay un espacio en el que no sabemos si está lloviendo afuera y no importa. Pero es tan frágil la burbuja que lo envuelve que nunca nos la creemos, como si lo que pasa dentro se transfigurara en una mentira de jabón que nos salpica al romperse.

Ni siquiera aquí, en el rectángulo de las palabras, está el cielo libre de un… —perdona, pero tengo que hacer una llamada—… y ahora ya no sé por donde iba.

Supongo que iba a hablar del miedo, del miedo como un vértigo que te empuja hacia el abismo que hay escondido en algún grano de arena de cada playa.

Todas las veredas bordean el mismo precipicio, el tiempo es infinito aunque nos pase por encima como una losa y nunca habrá paz para los malvados que tienen la soberbia de no pedir nunca lo que siempre están deseando de esa boca.

El despertar

Y aún me atrevo a amar
el sonido de la luz en una hora muerta,
el color del tiempo en un muro abandonado.
En mi mirada lo he perdido todo.
Es tan lejos pedir. Tan cerca saber que no hay.

(Alejandra Pizarnik, Los trabajos y las noches,1965)

El paraíso (Mikel Izal, El miedo y el paraíso, 2023)

Otros textos más lejanos sobre paraísos o no:

Ponerse a salvo

No se olvida para herir, sino para curarse. Para restañar las cicatrices de los sueños, para evitar los arañazos del recuerdo, para poder dejar de mirar atrás y no estamparse contra la siguiente columna.

Hay quienes piensan, después creer que lo han bordado, que olvidar es tirarlo todo por la borda. Pero se trata, en cambio, de un lento proceso selectivo, casi darwiniano, en el que poco a poco se aparta lo que duele, quizás también lo que encanta, hasta quedarse con un corazón sonámbulo y sin aristas. O al menos, intentarlo.

El devenir de los recuerdos es imparable, como un río revuelto que baja por la memoria. Vienen mezclados todos aquellos detalles que nos hicieron sentir estrellas brillando en la noche junto con los momentos en los que aquellos puntos de luz se hicieron fugaces hasta apagarse del todo. Pero no, no significa dejar de mirar la noche estrellada.

Olvidar es seleccionar, de algún modo, aquello que no nos estorba y ponerse a salvo de esa intemperie que nos deja ateridos. Una intemperie propia y ajena, interior y exterior, real e imaginaria. No se trata de ignorar las espinas de la rosa, sino de localizarlas meticulosamente y dejar de apretarlas con los dedos aunque el precio consista en dejar de sostener flores en las manos.

Ponerse a salvo de la propia memoria a través de la desmemoria, realizar un control de daños y reconocer que fueron, en su inmensa mayoría, autoinfligidos al fallar nuestras previsiones más optimistas, que fueron casi todas pues no en vano en ellas nos iba la vida.

Es durísimo, porque por cada cruz de cada moneda, siempre hay una cara indisoluble que hay que sacrificar también en la hoguera. Y por eso duele, ponerse a salvo no sale gratis ni está de oferta. Ponerse a salvo es confiar en un cálculo tembloroso que jamás sabremos si era el más ajustado.

Olvidar es apostar a no perder más de lo que ya se ha perdido, aun cuando estamos convencidos de que todo lo perderemos al fin y al cabo.

Ponerse a salvo ilusamente, ignorando que, tal vez a la vuelta de la esquina, volveremos a naufragar, juntos o separados, también sin salvavidas.

Amor
La regla es ésta:
dar lo absolutamente imprescindible,
obtener lo más,
nunca bajar la guardia,
meter el jab a tiempo,
no ceder,
y no pelear en corto,
no entregarse en ninguna circunstancia
ni cambiar golpes con la ceja herida;
jamás decir «te amo», en serio,
al contrincante.
Es el mejor camino
para ser eternamente desgraciado
y triunfador
sin riesgos aparentes.

Eduardo Lizalde

Ponte a salvo (Adriana Moragues, Vértices, 2015)
(en directo «Mi vida de gira», con Elvira Sastre)

Otros textos sobre la misma canción:

Saberse poquita cosa

Dejarse llevar por la desazón, por el desencanto, recibir lo cotidiano como limosna.

No hay que tomar grandes decisiones, no se trata de empujar hasta el abismo, no consiste en presionar contra la ausencia. Se trata de seguir haciendo lo mismo que te ha traído hasta la pesadumbre.

Degustar lo insípido de la relación que aun se sostiene vacilante, pero sin derribarla. Basta con prohibirse la ilusión que tiempo atrás señalaba los encuentros, las siglas, los mensajes inesperados.

Recibir cordialmente los donativos que ayudan a saberse poquita cosa. No protestar ante los impedimentos ni poner en duda las ganas del otro, saberse poquita cosa y aceptar que en cada vida siempre habrá mejores atractivos que nosotros.

No dar mucho pues, al saberse poquita cosa, uno entiende que no se puede pedir más. Pero agradecer, agradecer sinceramente, las dádivas que de tanto en tanto dejan caer en nuestras manos.

Para empezar a olvidar, hay que saberse poquita cosa y sobrellevar la lástima que se irradia. Nada como sentir la lástima de los demás para saberse poquita cosa. Nada como el óbolo de un mensaje sobre el calor que ya hace en este tiempo, para saberse, a ciencia cierta, tan poquita cosa como sea necesario para empezar a olvidar.

Memoria

No tomes muy en serio
lo que te dice la memoria.

A lo mejor no hubo esa tarde.

Quizá todo fue autoengaño.

La gran pasión
sólo existió en tu deseo.

Quién te dice que no te está contando ficciones
para alargar la prórroga del fin
y sugerir que todo esto
tuvo al menos algún sentido.

(José Emilio Pachecho)

Poquita cosa (Chica Sobresalto, Oráculo, 2023)
(cantando con Ventiuno)