Con el frío artificial y apenas música, en la oscuridad de la noche, los kilómetros se vuelven pensamientos. Al fondo, las luces descubren otro perfil más liviano que transforma la ciudad en un idioma más sencillo.
Se quiere a las ciudades por las mismas razones que se quiere a las personas. Por sus hospitales, por sus bares, por sus cines. Porque te dan descanso en sus plazas, porque sus calles acogen tus pasos, primero indecisos y torpes, y luego, progresivamente, más despreocupados y más ágiles.
La carretera se enrosca alrededor de la ciudad a estas horas en que ni el hilo blanco ni el negro tienen necesidad de confundirse. Y su hilera de luces esbeltas y firmes, parte en dos todos los horizontes.
Parece otra la ciudad vista de noche y por eso ama uno a las ciudades como se ama a las personas, por sus días, por sus noches, por la diferencia entre unos y otras. Por la emoción que produce pasearlas a distintas horas, en distintas compañías, a distintas temperaturas.
Entonces, como sucede con las personas a las que se ama, uno busca en verano sus plazas más frescas o huye del sol hacia las umbrías del norte; o toma el tibio sol del café de sobremesa atrincherado tras alguna cristalera famosa cuando la soledad del invierno arrecia.
Recién llegados todo es nuevo, todo queda por descubrir o por inventarse: el estanco más cercano, la parada de autobús más resguardada, el camino que atraviesa el barrio y te lleva de vuelta a la cama sano y salvo.
Cada bar es nuevo hasta que, pasado un tiempo, todos ponen las mismas tapas y todas sus mesas cojean con la misma impertinencia. Cada edificio es una joya hasta que pasa a ser parte de un paisaje de tránsito y burocracias. Cada parque es un lugar propicio para los besos, hasta que los portales acaban supurando silencio mientras se espera el ascensor.
Amo a las ciudades como amo a las personas y, del mismo modo que el desencanto llega a todas las calles, aparece la tentación de borrar aquellas cruces rojas que puse en su mapa y aferrarse al volante y no volver a pisar más aceras que las del área de servicio en donde repostar y estirar las piernas.
Pero, sin embargo, cuando te acercas rodando por la autopista del mundo, a estas horas en las que el único viaje posible es un regreso, notas que te conmueve su mar de luces y su cielo horizontal, y te das cuenta que amas las ciudades por las mismas razones que amas a las personas.
Porque, exactamente igual que sucede con las personas, por oscura que sea la calle por la que pasas, uno nunca se siente completamente perdido en las ciudades que ama.
Porque tienes tanto de ellas, y metido tan adentro, que ya no basta con irse para arrancarte a tiras su geografía sinuosa, el color de su nombre de planta, los trayectos que acariciaste por entre sus calles pálidas.
Porque es, al fin y al cabo, la ciudad, la que te cierra los ojos por la noche y te los abre por la mañana.
Yo sé que el tierno amor escoge sus ciudades…
Yo sé
que el tierno amor escoge sus ciudades
y cada pasión toma un domicilio,
un modo diferente de andar por los pasillos
o de apagar las luces.Y sé
que hay un portal dormido en cada labio,
un ascensor sin números,
una escalera llena de pequeños paréntesis.Sé que cada ilusión
tiene formas distintas
de inventar corazones o pronunciar los nombres
al coger el teléfono.Sé que cada esperanza
busca siempre un camino
para tapar su sombra desnuda con las sábanas
cuando va a despertarse.Y sé
que hay una fecha, un día, detrás de cada calle,
un rencor deseable,
un arrepentimiento, a medias, en el cuerpo.Yo sé
que el amor tiene letras diferentes
para escribir: me voy, para decir:
regreso de improviso. Cada tiempo de dudas
necesita un paisaje.(Luís García Montero)