;imagen,1;Es cierto que pasamos, que después quedan las huellas, que se mira atrás cuando no se ve nada claro lo que hay delante. Que nada se aleja más que el pasado, que nada duele, sin embargo, tanto como aquello que no se hizo.
Reflexiono mientras paseo por esta orilla, busco los puntos de inflexión que me trajeron a esta curva, repaso las encrucijadas que me atraparon y recuerdo con cierta nostalgia su esplendor y su miedo.
Me voy echando a las espaldas mi propia inconsistencia, el arcón de los defectos y la sal de alguna lágrima que se me pudrió dentro sin llegar a ver la luz. Me veo salir de mí mismo y me sorprendo -¿quién es este que voy a ser?-, me noto cambiar pero sigo en el centro, me noto ir y venir a la vez.
Adoro esta incertidumbre que me mantiene despierto, disfruto mirando este desierto que me espera cálido y amenazante, este trayecto que no tiene más caminos trazados que los que dejan mis pisadas erráticas, torpes, sonámbulas, pero hechas a la imagen y semejanza de mis pies.
He dejado de caminar recto y, sin embargo, sé que no estoy más perdido de lo que antes estuve. He olvidado la prisa porque aunque ya nadie me espera, yo sí que lo espero todo. Mantengo el miedo a llegar, no consigo sacudírmelo, pero he perdido el miedo atroz que me daba llegar solo.
De momento, sólo pretendo ocupar el espacio. Con eso me conformo hasta la siguiente cuenta atrás, hasta la próxima huida, hasta las equivocaciones que me acechan; hasta ese punto de partida que aún está por venir o por deshacerse en arena.