66666

Me sorprendió a la salida del túnel -todos los túneles tienen salida menos el último- y me llamó con sus relucientes guarismos de cuarzo.

Era un kilómetro cualquiera, recorrido un día cualquiera entre dos puntos cualquiera de mi vida. Me resultó extraño que con un nombre tan bonito, no fuese más que un kilómetro cualquiera, de un coche corriente, con un hombre vulgar en sus palancas.

Y es que me temo que a la vida no le importa sincronizar los brillos que produce; es más, me atrevería a decir que todos los destellos que creemos ver no son más que inventos de unos seres que necesitamos urgentemente ahuyentar la oscuridad, aunque solo sea por un instante.

El caso es que aquel número curioso me hizo pensar en el nombre de los kilómetros que cuenta. Recordé entonces kilómetros nervios, kilómetros ansiedad, kilómetros deseo y kilómetros paz. Y kilómetros aburrimiento, y kilómetros lluvia, y kilómetros muslo, y kilómetros luna, y kilómetros tristeza.

Hice un breve recuento de pasajeros y de destinos, de músicas que sonaban en el corazón o en los altavoces. De equipajes y playas y semáforos ámbar. De temperaturas y vahos, de dolores de cintura y de paisajes atravesados.

No recordé, sin embargo, ningún bache. Y es extraño, porque sé que los hubo; porque los hubo sé que yo iba solo conduciendo un coche cualquiera mientras recorría un kilómetro cualquiera, pero con un nombre precioso.

Me gustaría, o bien de serie, o bien por encargo, llevar encima un contador de caricias que me fuese indicando la extensión de pieles explorada por mis manos y que me llamara, de tanto en tanto, con un número brillante hecho con letras de cuarzo.

Para recordarme, como este 66666, no las cruces de cada mapa por el que he transitado, no los nombres o el calor de las pieles agregadas a su conteo infatigable, sino para recordarme que, aunque me parezca estar parado, a trompicones, sigo recorriendo caminos.

Caminos que, por supuesto, kilómetros más allá o más acá, me conducirán, irremisiblemente, a Roma. Que, como todas las ciudades del mundo, estará en un sin ti cualquiera -con su correspondiente contigo adosado-, recorriendo un kilómetro cualquiera de una carretera cualquiera, a la salida de un túnel cualquiera.

O en el centro del último túnel.

Las cosas han cambiado…
Las cosas han cambiado,
y todo sigue igual que ha estado siempre.

                                    Sabías que una vida no era lugar bastante,
para lo que una vida debía merecer,
y hoy sigue sin bastarnos.

                                      Antes no había
lugar al que negar, no había sombra, puerto,
un más allá del viaje donde decir ya basta,
hemos dado por fin con el final del túnel,
y hoy el túnel, el puerto, la sombra y el final
están igual de lejos. Suma y sigue.

                                      En el amor no había
nada distinto al resto de las cosas,
pero sí era distinto
ese juego violento al que apostar la vida,
y que a veces movía las estrellas,
la luz de la conciencia, y al que hoy sigues jugando,
y en él te va la vida.

                                     Las palabras no ofrecen
la nave que abre el mundo, ni hoy ni entonces,
pero algunas palabras, al trazar una historia,
con su amarga belleza, que no nos abre el mundo,
nos lo hacen habitable.

                                       De unos tiempos sin gloria
a otros sin gloria. Tal como sucedía
ayer, quien se equivoca no ha de volver atrás.

Sólo el orgullo nos mantiene en pie,
y el miedo a empeorar en adelante.

                                    Las cosas han cambiado.

Y ni más sabio,
                             ni deseos más puros,
                                                                  ni más fuerte.

Todo es igual. Han cambiado las cosas.

Nada de lo que diga importa demasiado,
y todo sigue en el lugar de entonces.

(Carlos Marzal)

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